Stefan Zweig,
La impaciencia del corazón
Traducción de J. Fontcuberta
El Acantilado, Barcelona, 2006, 464 pp.
Anna Rossell
Con toda la polémica que Stefan Zweig levantó en su tiempo y sigue levantando ahora entre los críticos y estudiosos de su obra, no cabe la menor duda de que La impaciencia del corazón (1939), la única novela acabada del autor -novela propiamente dicha-, es uno de sus textos más logrados, si no el mejor. Este texto del prolífico Zweig, que cultivó todos los registros literarios, algunos tan personales y peculiares como la leyenda, pero conocido entre el gran público sobre todo por sus relatos, sus biografías noveladas y su autobiografía El mundo de ayer (1941), constituye un magnífico ejemplar, uno de los últimos exponentes de la gran novela burguesa al estilo del siglo XIX. Porque Stefan Zweig (Viena 1881, Petrópolis –Brasil- 1941), de quien se ha repetido hasta la saciedad con ánimo de encomio que retrata en su obra un mundo que se derrumba, no hace de esta novela un canto de cisne, sino una historia de todos los tiempos, un clásico. Si bien el escenario en que los hechos se desarrollan sumerge al lector de hoy en un pasado lejano, el tema que plantea el autor, en cambio, ha de captar forzosamente su atención, por su absoluta vigencia. Y es que Zweig, filólogo y filósofo de formación, hombre de una vasta y exquisita cultura, erudito como pocos y atento a los últimos descubrimientos y tendencias del arte y de la ciencia de su tiempo, hace en este texto una afinada reflexión sobre el alma humana, sobre las verdaderas razones de la actuación de las personas, que hay que buscar en cualquier parte menos donde a simple vista pudiera parecer. Stefan Zweig, que recoge el testigo del mejor Dostojevski, sabe tejer con maestría una historia de culpa y remordimiento que da fe de un buen conocimiento del psicoanálisis y de las vanguardias literarias del momento. Al hilo de una historia de amor no correspondida entre una muchacha tullida de la nueva aristocracia y el joven teniente Anton Hofmiller, que sigue carrera militar en un regimiento de ulanos del imperio austro-húngaro en los albores de la Primera Guerra Mundial, Zweig consigue uno de los posicionamientos más claros de su vida, tan reclamados por muchos por escasos: la desmitificación con mayúsculas de la vocación militar al servicio de la patria y de la monarquía y la de la figura del héroe de guerra, que resulta no ser tal. Con exquisita sensibilidad y atenta capacidad de observación, el autor nos desvela que el áureo brillo de las condecoraciones no es sino de latón, porque el arrojo hasta la muerte del militar que las consiguió no debe su impulso a razones de valentía patriótica, sino a un acto de la más urgente cobardía. A esto hay que añadir que Zweig hace uso de técnicas narrativas en su momento novedosas, y aún actuales, como el monólogo interior, y condimenta con mesuradas dosis de suspense la narración, consiguiendo mantener al lector expectante hasta el final.
Sin lugar a dudas hay que celebrar la reedición de esta novela -en esta magnífica traducción de Joan Fontcuberta-, ya publicada anteriormente en nuestro país por el Círculo de Lectores y por Luis de Caralt, en versión de Alfredo Cahn, y posteriormente, por Debate con el título de La piedad peligrosa, en traducción de Carlos Fortea. Tanto más cuanto que, en el caso de Zweig, urge separar el grano de la paja entre la inmensa cantidad de obra producida. Siendo como fue el autor en lengua alemana más traducido de su tiempo, alcanzó fama internacional en los años veinte a partir de sus novelas cortas y de la publicación en 1927 de su obra más aclamada, Momentos estelares de la humanidad, donde plantea una peculiar y subjetiva concepción de la historia entendida como un poderoso destino ineludible.
El éxito de ventas que alcanzó Stefan Zweig en el período de entreguerras dentro y fuera de Europa tiene probablemente su explicación en razones de distinta naturaleza, pero todas ellas constituyen ingredientes de lo que definimos como popular y populista, que en literatura, como en otros ámbitos, no es necesariamente una cualidad. El autor, que fue a la Primera Guerra Mundial como voluntario, convertido a raíz de ella en denodado pacifista, a menudo hizo de su literatura un alegato antibelicista en el momento adecuado, aun a costa de servirse del burdo esquematismo maniqueo, como han observado muchos de sus detractores, por ejemplo en Erasmo de Rotterdam: Triunfo y tragedia de un humanista (1934) o Castellio contra Calvino: conciencia contra violencia (1936). La oportunidad histórica, unida a la curiosidad morbosa de un público burgués, que encontraba en sus páginas el placer de hurgar en la vida sentimental y sexual de su propia clase o coincidía con el autor en su interés por lo demoníaco, puede explicar la fama de un escritor cuyo renombre había de propagarse fácilmente, además, por la dimensión histórica de los personajes, nacionales y extranjeros, a quienes dedicó sus biografías noveladas. Ello contribuyó sin duda a la divulgación de su obra más allá de las fronteras de su país y del público lector en lengua alemana y propagó como la pólvora por casi todo el mundo la fama de un autor cuyos textos fascinaban ya por su transculturalidad.
La polémica en torno a la cualidad de la obra de Stefan Zweig, con independencia de la que también levantó la ambigua posición frente al nacionalsocialismo de quien, según propia afirmación, aborrecía lo político y lo dogmático, sigue hoy igualmente viva. Hoy, como entonces, los frentes siguen divididos entre aquellos que, como Thomas Mann, encomian sus textos por su penetración psicológica y su maestría artística y, los que, como Hermann Hesse, abominan de ellos tachándolos de puro folletín. Actualmente las publicaciones filológicas sobre el autor provienen sobre todo del ámbito lingüístico anglosajón y eslavo, y no tanto del alemán, que sin embargo desde 1992 ha organizado dos congresos internacionales sobre este escritor y ha publicado recientemente tres volúmenes de su correspondencia epistolar (editorial Fischer, 2000, 2003 y 2005 respectivamente).
Anna Rossell
(En: La Vanguardia / Culturas)
17 de julio de 2008
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