LITERATURA DE LOS SENTIDOS
MARCEL BEYER,
Espías
Traducción de Isabel Payno,
Debate, Madrid, 2002, 280 pp.
Anna Rossell
En la conferencia que dio Marcel Beyer (Tailfingen, Würtemberg, 1965) en octubre de 2001 en el Goethe-Institut de Tokio el autor se refería a la fascinación que han ejercido sobre él algunos escritores japoneses como Junichiro Tanizaki (“Elogio de la sombra”) o Yasushi Inoue (“Shirobamba”). Es la evocación inducida por el juego de luces y sombras o el tratamiento literario, metafórico, que hacen de los claroscuros estos autores lo que dice provocar su reflexión, lo que incentiva su imaginación, su vena creativa. A Beyer le atrae precisamente que luz y oscuridad no se presenten en estos textos de la literatura japonesa como conceptos antagónicos que se excluyen mutuamente, sino como eterna relación de matices, como transiciones. A Marcel Beyer le seduce lo que no es explícito, lo que sólo se insinúa o se deja entrever. Es de ahí de donde mana la fuente de la que se alimenta su escritura. Y a pesar de que el nacionalsocialismo y sus huellas ocupan en sus textos, por su absoluta y directa presencia, un lugar preeminente, no es ni mucho menos la historia de Alemania –contra lo que a primera vista pudiera parecer- el tema que centra su interés. El autor practica en sus novelas una literatura de los sentidos en tanto que estudia el poder determinante de aquellos sobre la percepción humana de la realidad. Si en Das Menschenfleisch (Suhrkamp, 1991) y El técnico de sonido (Flughunde, Suhrkamp, 1995), publicada en España en 1999, también por la editorial Debate, son las sensaciones y la percepción auditiva el objeto de estudio del autor, en Espías (Spione, DuMont, 2000) es la vista la que constituye el centro de su reflexión. Beyer se propone en primer término estudiar la relación entre lo que vemos y lo que fantaseamos, entre lo que percibimos y lo que fabulamos, a partir de los vacíos o de las ausencias que en un contexto determinado devienen sintomáticamente significativos e incentivan nuestra imaginación. En este sentido las palabras –también la escritura-, en tanto que vehiculadoras de nuestra percepción y de nuestra fantasía, forman parte del campo de observación del autor. Pero aunque en esta novela Beyer tiende a cultivar más la reflexión que la narración –la acción del relato es escasa-, tampoco la elucubración reflexiva se impone definitivamente con éxito. Más bien predomina la impresión de que, a la sombra del más merecido reconocimiento de su anterior novela, El técnico de sonido, Beyer ha querido apuntar demasiado alto y se ha quedado a medio camino. Porque Espías apunta alto y quien la escribe tiene buena madera de literato, pero, en su pretensión de abarcar mucho, Espías no llega a medrar del todo en ninguna de las líneas que propone. El texto es una novela híbrida. A caballo entre la narración propiamente literaria y la reflexión filosófica, sazonada además de suspense, concluímos su lectura con cierta frustración al no cumplirse ninguna de las expectativas que alienta. Demasiado prometedora para el resultado final. Lo que parece una propuesta interesante se queda en esbozo. De ahí precisamente que el conjunto convenza menos de lo que aparenta ofrecer. Porque Beyer suscita enormemente el interés del lector desde el principio al emprender un relato que reúne todos los ingredientes para predisponer al descubrimiento de un secreto guardado con el mayor celo por alguna oculta razón, ofreciendo paso a paso, con calculada intriga, las piezas de una historia que supuestamente acabará por desvelarse. Pero ello no sucede. A esta ilusión contribuye sustancialmente el complejo plan estructural con que el autor diseña su novela, un perspectivismo de corte faulkneriano acentuado por el efecto que causa el rompimiento sistemático de la cronología lineal, de modo que tenemos la impresión de encontrarnos ante las piezas de un puzzle que se nos invita a recomponer. Pero este perspectivismo sólo sirve ilusoriamente al ritmo y a la dosificación de la intriga. La historia en sí se resume brevemente: En el año 1977 cuatro adolescentes, los tres hermanos Carl, Paulina y Nora y su primo, el propio narrador, pasan juntos sus vacaciones en la casa de aquellos, en la Cuenca del Ruhr. Como corresponde a la edad de los protagonistas y ayudados por la naturaleza del lugar –una zona de urbanizaciones aisladas alejada del núcleo urbano-, los chicos se constituyen en una pandilla de pequeños investigadores que a partir de detalles observados y de inocente espionaje construyen historias añadiendo a lo que ven una buena dosis de fantasía. Esta tendencia viene alimentada sobre todo por el enigma que encierra la vida de los abuelos comunes, el único dato de toda la novela que no parece producto de la imaginación de los jóvenes: una bonita historia de amor rodeada del halo de romanticismo que envuelve a todos los romances interrumpidos por una obligada separación o que concluyen prematuramente. El descubrimiento de un álbum de fotografías de familia por parte de los chicos nos permite ponernos en antecedentes: el abuelo, un aviador que en 1937 formó parte de la Legión Cóndor, enviada a España por el gobierno de Hitler en apoyo de las tropas franquistas rebeldes a la República; la abuela, una atractiva cantante de ópera cuyos enigmáticos ojos oscuros han heredado los cuatro adolescentes y cuya muerte o temprana y misteriosa desaparición separó para siempre al abuelo de la familia, al parecer obligado por su segunda mujer a la que todos se refieren como a la vieja. A partir de este momento el abuelo había roto bruscamente todo contacto con sus hijos, de modo que los nietos ni tan siquiera le conocen, a pesar de que son vecinos. Es esta cercanía física y los detalles observados en las fotos –la maqueta de un avión militar que cuelga del techo del comedor o la clamorosa presencia de los espacios vacíos que salpican todo el álbum y en la que los niños ven la mano de la vieja empeñada en eliminar para siempre cualquier recuerdo de la primera mujer- lo que incentiva la fantasía de la pandilla y aviva su imaginación. A ello contribuye también la huella, todavía presente en la región, del pasado nacionalsocialista que recorre toda la novela: el campo de tiro, donde los niños encuentran casquillos de bala, la antigua fábrica de armas en la que aún trabajaron sus padres, los copos algodonosos que flotan en el aire al atardecer cuya relación con la guerra de Hitler se descubrirá con los años, o el viejo vecino solitario criador de palomas al que los niños adjudican un pasado nazi. Pero las incógnitas que provocativamente se plantean alrededor de tantos indicios nunca se resolverán: ¿Por qué tienen ellos cuatro esos ojos tan oscuros que parecen italianos? ¿Por qué se rompió la relación del abuelo con la familia y ni siquiera le conocen? ¿Quién utiliza el campo de tiro? ¿Cómo murió la vieja? Ninguna de estas preguntas obtendrá respuesta, de modo que lo que al principio parecía plantear una historia de intriga cuyo misterio se nos invitaba a resolver termina con todos los interrogantes abiertos. Y no es que Beyer no sepa cómo contestarlos, sino que no es precisamente este planteamiento el que a él le interesa; las expectativas que al principio despierta la novela en el lector le sugieren a éste un desarrollo que el autor nunca ha pretendido. En realidad Marcel Beyer se propone demostrar en la práctica novelística de Espías la tesis de que no existe ninguna verdad objetiva: “Me resultaría inquietante comprobar que Nora sigue poseída por aquella fanática obsesión por la verdad”, piensa el personaje que ejerce de narrador principal cuando en los años noventa vuelve a encontrarse con su prima. Esta es la conclusión de la novela a cuyo servicio pone Beyer la técnica de la multiplicidad de las ópticas -entre las que no destaca como correctora más imparcial la del narrador en primera persona-: “Por la mirilla sólo se puede espiar de uno en uno. Ya intentamos mirar los cuatro a la vez en casa de alguien. […] Pero surgían conflictos constantemente: uno de nosotros observaba algo que el siguiente ya no veía […]”. El subjetivismo de las diferentes perspectivas no apunta al enriquecimiento de una historia única con diversas matizaciones personales, sino a la demostración de que cada personaje se construye su propia historia, negando así cualquier objetividad. Y ello hasta tal punto que el lector acabará incluso por dudar de la autenticidad de aquella única supuesta realidad inicial que había servido de punto de partida. Nada resulta fiable, nada es seguro; las imágenes que vemos son engañosas, lo mismo que las palabras: “De niños creemos todo lo que nos dicen los padres, no se nos ocurriría dudar de sus palabras ni un momento […]. Pero tarde o temprano esta confianza se desmorona, y uno ya no cree a sus padres. […]. Ahora uno se dedica exclusivamente a poner a prueba el poder de sus propias palabras“. Es este potencial ilusorio, fraudulento, de nuestras verdades construidas con nuestra particular mirada lo que Marcel Beyer se propone mostrar, aunque a primera vista parezca que el autor quiere indagar en la historia de Alemania. Quizá esta expectativa frustrada de la indagación histórica no sea ninguna debilidad de la novela, sino parte de la estrategia planificada por el autor con la pretensión de abundar en aquella tesis según la cual nada es lo que parece. Sea como fuere, la estrategia no da un resultado convincente. La absoluta subjetividad de la mirada es el verdadero tema que Beyer plantea en esta novela, de la que se sirve no tanto como laboratorio de experimentación para reflexionar sino mucho más como campo de demostración de una tesis de la que está plenamente convencido: Cada uno de nosotros tiene por realidad objetiva lo que no son más que construcciones meramente subjetivas, fruto de nuestra particular percepción personal, pero que conforman nuestra verdad hasta tal punto que pueden perseguirnos toda la vida hasta arruinarla. De hecho Carl no se librará del sentimiento de culpa que le embarga porque cree que él, junto con sus hermanas y su primo, contribuyó a la separación de sus padres, algo altamente improbable, y Paulina se sentirá obligada de modo obsesivamente enfermizo a frecuentar la tumba de la vieja, convencida como está de que fue una broma de mal gusto, maquinada por los cuatro en aquellas vacaciones, lo que acabó con su vida. Así el marco histórico en el que el autor ubica la novela acaba por resultar una mera excusa que muy bien hubiera podido ser cualquier otra. Y éste es otro de los problemas que presenta la novela, porque la historia de Alemania no se plantea como un simple ingrediente, sino que el autor la maneja como si se tratara del caldo de cultivo esencial y constitutivo de toda la trama narrativa y hace constantes guiños al lector para que así lo crea. Desde el presente del yo narrador en los años noventa y haciendo incursiones en la República de Weimar, la trama se construye sobre todo a base del recuerdo que conserva el narrador de su infancia, tan impregnada aún de nacionalsocialismo en 1977, cuando él tenía doce años. En este recorrido, con la insistencia de un leitmotiv, se nos sugiere la idea de que existe una íntima conexión entre el pasado histórico y el presente, una idea que Beyer finalmente no desarrolla: “[…] hay momentos en que a ella le da la impresión de que vive exclusivamente en el pasado. La única manera de explicar esta paradoja es que para él el presente y el pasado se entretejen el uno con el otro”, o cuando dibuja un paralelismo entre el pasado nacionalsocialista y el veneno del aquel gran hongo subterráneo –que emana significativamente de un antiguo vertedero de escombros de la Segunda Guerra Mundial- cuya presencia se hacía visible de modo sintomático a través de aquellas esporas del recuerdo infantil. Beyer construye aquí una lograda metáfora que cifra la influencia de la historia sobre el presente. Aquel hongo que, agrandado con los años, no puede mantenerse ya oculto por más tiempo y acaba por salir a la luz no es sino una réplica del pasado nacionalsocialista enterrado cuya represión consciente se verá contestada en forma de terrorismo de signo político por el grupo activista de la Fracción del Ejército Rojo a finales de los años setenta, y que, como las esporas, flota en el ambiente o en el aire. Pero esta metáfora, que apunta tan prometedora, se agota en el ademán. Con todo, el libro es de lectura recomendable en tanto que la técnica novelística que desarrolla no es nada simple y sin embargo mantiene viva la atención del lector. La novela constituye un buen montaje al que contribuye el buen manejo de diversas técnicas: las distintas ópticas de los personajes, las regresiones inesperadas al pasado y la distribución simétricamente significativa de los capítulos. Es una pena que la traducción española deje estilísticamente bastante que desear y que la edición, a juzgar por algún repetido error de puntuación que contiene, no haya sido sometida a la revisión que merece.
(14 –1-2003)
(En: Quimera. Revista de Literatura)
17 de julio de 2008
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