8 de abril de 2012

PARA JOAQUÍN DOLDAN, CARLOS ALBERTO Y DANTE LINARES DÍAZ, MIS TRES ÚLTIMOS SEGUIDORES. GRACIAS

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Mis monjas eran también mis profesoras. Lo fueron siempre hasta que comencé el cuarto curso de bachillerato, a los catorce años. Hasta entonces ellas impartían todas las asignaturas, con excepción de la gimnasia. La gimnasia nos la daba una señora que no era monja. Vestía siempre un traje de chaqueta de cuadros negros y rojos, blusa blanca de cuello ajustadísimo abrochada hasta el último botón, que amenazaba con ahogarla, falda de tubo hasta la rodilla, medias finas y zapatos de tacón alto, y con este mismo atuendo nos explicaba los ejercicios leyéndolos directamente del libro y haciendo gestos. Levantaba la pierna correspondiente veinte centímetros del suelo y gesticulaba tímidamente con el brazo que le quedaba libre para darnos a entender su funcionamiento. Cuando había que arrodillarse o echarse sobre el suelo ella nos decía lo que debíamos hacer, sólo lo decía, y nosotras teníamos que poner aún algo más de nuestra propia imaginación para ejecutar debidamente todos los movimientos.
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          Nuestro uniforme de gimnasia era bastante estrafalario: blusa blanca de manga larga, falda de algodón azul eléctrico, bombachos de la misma tela y color, bambas blancas, calcetines blancos y cinta elástica roja para el cabello. Lo de los bombachos y la falda era para sustituir los pantalones, que sin embargo nos hubieran ahorrado parecer unas fantoches y bastante incomodidad. Pero llevar pantalones era muy moderno. Y ya se sabía que moderno quería decir muchas cosas y casi nunca buenas. La clase de gimnasia se limitaba estrictamente a eso, a pesar de que en un rincón de nuestro patio había una pista con dos canchas de baloncesto, que nadie usaba.
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          En el cuarto curso se produjo algo parecido a un milagro. Nos cambiaron la profesora de gimnasia. En su lugar teníamos a otra más joven, que consideraba la gimnasia sólo como una parte de la Educación Física, que era el nombre oficial que recibía aquella materia en el boletín de notas. A partir de entonces Educación Física significó, además, un deporte, que en general era baloncesto y a veces también balonmano. Nos enseñó las reglas y jugábamos. Cuando había partido, ella ejercía de árbitro, pero para enseñarnos jugaba con nosotras y llevaba pantalones de espuma ajustados y una camiseta ancha. Aquella novedad era una revolución y, como era de esperar, las monjas la emprendieron a la contra, pero la nueva profesora era una mujer muy decidida, convencida de lo que hacía y de fuerte voluntad y pudo con el conato contrarrevolucionario de las monjas. Finalmente se impuso, lo cual era una demostración palpable de que había que tomar en serio su asignatura y su persona. Lamentablemente su asignatura no se limitaba a la Educación Física y su persona tampoco, también nos daba otra Educación: la de la Formación del Espíritu Nacional, y ahí no era tan deseable la voluntad férrea y la firme convicción que manifestaba su carácter. La tal profesora resultó ser una indiscutible militante de la Sección Femenina y, no contenta con serlo ella, se había propuesto firmemente la heroica cruzada de ganar adeptas sacándole partido al aire moderno que le daba a toda su actuación. Tenía verdadera vocación de educadora. Otra vez a vueltas con la modernidad, para ella la palabra significaba algo parecido a lo de las charlas postconciliares del cura simpático, pero de verdad. De verdad significaba que ponía a discusión pública y abierta los conceptos fundamentales del Espíritu Nacional que hicieran falta: la familia, el municipio y el sindicato, y conseguía impulsar en el grupo una verdadera discusión –verdadera por la intensidad del acaloramiento-, que siempre ganaba ella con su pasión, sus implacables afirmaciones y la superioridad de argumentación que le confería la ventaja de sus años y lo previsible de nuestras cándidas intervenciones. El Movimiento Nacional era una Democracia Orgánica porque en las Cortes estaban representados democráticamente los tres pilares básicos que sustentaban el Movimiento, que lo era todo, porque el Movimiento era España. Había un diputado por cada uno de esos pilares, así teníamos el diputado del tercio familiar, el del tercio del municipio y el del tercio del sindicato. El sindicato estaba formado por obreros y empresarios, todos hermanados y a la una, como debe ser, bajo la égida del partido único, que era la Falange y que conducía a nuestra España a su gran misión de unidad de destino en lo universal, que había que defender encarnizadamente de la conspiración judeo-masónica de sus enemigos, que la amenazaban por todas partes. Ante la aplastante lógica de tal argumentación no teníamos más remedio que capitular. El broche de oro a la formación de nuestro espíritu nacional lo constituía un cancionero que, a modo de demostración práctica de nuestro destino uno, reunía canciones de todas las regiones de la piel de toro y reforzaba con sus textos la proyección única y universal de España:
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La mirada clara y lejos y la frente levantada,
voy por rutas imperiales caminando hacia Dios.
Quiero levantar mi Patria, un inmenso afán me empuja,
poesía que promete exigencia de mi honor.
Montañas nevadas, banderas al viento,
el alma tranquila, yo sabré vencer.
Al cielo se alza la firme promesa
hasta las estrellas que encienden mi fe.
José Antonio es mi guía y bendice Dios mi esfuerzo;
cinco flechas florecidas quieren alzarse hacia Dios.
Renovando y construyendo forjaré la nueva historia;
de la entraña del pasado nace mi Revolución.
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Las Montañas nevadas, con su ímpetu militar, preparaban nuestros ánimos para seguir:
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En pie, camaradas, y siempre adelante,
cantemos el himno de la juventud,
el himno que canta la España gigante
que sacude el yugo de la esclavitud.
De Isabel y Fernando el espíritu impera,
moriremos besando la sagrada bandera.
Nuestra España gloriosa nuevamente ha de ser
la nación poderosa que jamás dejó de vencer.
El sol de justicia de una nueva era
radiante amanece en nuestra nación.
Ya ondea en el viento la pura bandera
que ha de ser el signo de la redención.
Con el brazo extendido y la frente elevada
trabajemos unidos en la empresa sagrada.
La bandera sigamos que nos lleve a triunfar
y sobre ella juremos no parar hasta conquistar.  
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          Una vez al año las monjas nos llevaban de excursión. Era una salida de un solo día y en el viaje de ida y vuelta, en el autocar, dábamos rienda suelta a nuestro espíritu nacional repasando el cancionero de arriba abajo:
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Prietas las filas, recias, marciales,
nuestras escuadras van.
Cara al mañana que nos promete
Patria, Justicia y Pan.
Mis camaradas fueron a luchar,
el gesto alegre y firme el ademán.
La vida a España dieron al morir,
hoy, grande y libre, nace para mí.
Lánzate al cielo, Flecha de España,
que un blanco has de encontrar.
Busca el imperio que ha de llevarte
por cielo, tierra y mar.
Ya las banderas cantan victoria
al paso de la paz.
Ya han florecido, rojas y frescas,
las rosas de mi haz.
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Y, cuando aquella música marcial había obrado las consiguientes maravillas, culminábamos nuestro despliegue de nacionalismo con el Cara al Sol. Nos esperaba como recompensa la cena en casa y un sueño reparador con la conciencia tranquila del deber cumplido.
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(De la novela: Anna Rossell, Aquellos años grises (España 1950-1975), Ed. ACEN, Primera parte, pp. 75-79)
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          El año del instituto me había enseñado que en España las actividades docentes no eran más interesantes por el mero hecho de no estar organizadas por monjas. Yo había bajado de la nube, me había dado un baño de realismo y había aprendido lo que seguro era obvio para cualquiera que tuviera dos dedos de frente y un ápice de habilidad para la reflexión: que el franquismo se extendía mucho más allá de las paredes de mi colegio, que era un mal que lo impregnaba todo, que lo había ocupado todo, el aire que se respiraba en las calles y en las plazas, que sus dominios llegaban mucho más allá de la Calle Diputación y del ensanche, que no había puertas que le pusieran freno y se colaba por los resquicios más finos de las paredes, en los institutos, en la Universidad y en los domicilios particulares -¡No tendrás otros Dioses aparte de mí!-, que había colonizado las almas de casi todo el mundo. La Facultad se debatía entre el aburrimiento mortal y la agitación política y yo andaba perdida entre uno y otra sin encontrar mi lugar ni mi razón. Las asambleas multitudinarias, que terminaban siempre en convocatoria de huelga estudiantil, eran caóticas, nunca se podían celebrar del principio hasta el final, se interrumpían al poco rato, la policía nos mandaba dispersarnos, desalojaba la Facultad, y acababan siempre en la calle con carreras, cargas policiales y detenciones. Aquella fue la tónica de mi primer curso universitario. Las intermitencias en lo intelectual y en lo político no propiciaban ni mi integración ni mi interés en nada y, aunque en mi curso había dos compañeras de mi antigua escuela, nuestra relación aquel año quedó diluida entre el ingente número de estudiantes matriculados, la desorientación generalizada y la suspensión frecuente de las clases. Sin embargo en torno a la inquietud y la vitalidad propia de aquellos años algo empezó a fraguar que incentivó mi conocimiento de otros estudiantes y suscitó mi admiración por algunos profesores. Ellos, y no los libros, me enseñaron con su actitud que hay espíritus que no se doblegan ante ninguna dictadura, que conservan la dignidad y la defienden contra viento y marea, la propia dignidad y la de otros, que su modo de ser y de actuar da sentido a la vida, el único, en un erial donde todos y todo parece haber sucumbido al efecto arrasador de una tempestad.
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          Aquel curso se resintió también la intensidad emocional que me unía a mis amigos del colegio salesiano de la calle de Rocafort. Tomás y Esther empezaban sus respectivas carreras de historia y de química en la Universidad Autónoma, Gonzalo se decantó por ingeniería técnica en la Escuela Industrial y Abel entró a trabajar en una editorial con un contrato de jornada completa, lo que le mantenía ocupado de la mañana a la noche. Como grupo seguíamos encontrándonos muchos domingos por la mañana para ir a misa  a la iglesia de la Vía Augusta donde sintonizábamos con el cura y el ambiente antifranquista que se respiraba y nos juntábamos otra vez al atardecer en la Plaza de la Catedral para bailar sardanas, pero los fuertes nexos que nos habían unido en nuestro despertar a la vida independiente de las respectivas familias comenzaron a ceder para diluirse en el nuevo contexto de cada uno y cristalizar finalmente en trayectorias distintas. 
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(De la novela: Anna Rossell, Aquellos años grises (España, 1950-1975), Ed. ACEN, 2012, Segunda parte, pp. 107-109)
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Portada de la novela Aquellos años grises (España 1950-1971)
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Resumen del contenido:
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Aquellos años grises (España, 1951-1975) es la historia de una niña de clase media que crece en un barrio del ensanche de la Barcelona de la posguerra y despierta a la conciencia político-social en los conflictivos años sesenta del siglo pasado. La acción de la novela se desarrolla desde los primeros años cincuenta del siglo XX hasta la muerte de Franco. Dividida en dos partes y escrita en primera persona, la voz narradora de la niña relata su vida y el ambiente social de la burguesía barcelonesa con la fina ironía característica del género de la picaresca. Las dos partes vienen diferenciadas estilísticamente: mientras que la primera está caracterizada por un registro humorístico con el que la protagonista pasa revista crítica a su entorno más inmediato, la segunda adopta un tono serio, con el que se marca la toma de conciencia social y política de la joven mujer en que se ha convertido aquella niña.
La novela está salpicada de numerosos iconos sociopolíticos de la vida cotidiana de aquellos años, por lo que forma parte de la historia personal de más de una generación de españoles.

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Aquellos años grises (España 1950-1975) -novela- 14 Euros