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Sobrecubierta de Mi viaje a Togo, de Anna Rossell (ilustrado por Pilar Millán)
Martes, 06-04-2004
10.30 h de la mañana: Manolo Ávila (alias Avililla) y yo salimos del
aeropuerto de El Prat hacia Lomé (Togo, África occidental), vía
París. En el Charles De Gaulle tenemos que esperar aproximadamente una
hora y media antes de tomar el vuelo de enlace. Vamos a Togo a ver a Paco
Rodríguez, uno de los amigos salesianos de la infancia de Manolo, uno de
los pocos que no dejó los hábitos. Hace cuarenta y siete años que no se
han visto y en este tiempo apenas han sabido nada uno de otro. Es misionero
y vive en Kara, una ciudad del norte de la franja togolesa. Hace unos
días le escribimos un imeil que él tardó mucho en contestar por las dificultades
que tienen para hacerlo desde allí. Le anunciábamos nuestra visita.
Él se alegraba y nos abría las puertas. El texto, muy breve, comentaba:
«Espero que no seáis muy melindres».
De Togo apenas sabemos nada, lo mínimo. En Barcelona no hemos
encontrado prácticamente ninguna información y tampoco internet ha
servido de gran ayuda. Salimos sin haber reservado hotel, vamos por nuestra
cuenta. No es un viaje organizado.
El avión tiene prevista la llegada a las 18.00 h —hay dos horas de diferencia
con respecto a la hora española— y pensamos que será mejor ver
directamente el hotel donde vamos a pasar la noche. Creemos que tendremos
tiempo de buscar habitación tranquilamente.
Aterrizamos en el aeropuerto de Lomé a las 18.20 h. En el avión
hemos tenido que rellenar un impreso para la policía del país: información
sobre nuestros datos personales y de viaje para el visado, que proporcionan
en el propio aeropuerto.
Contrariamente a lo que esperábamos, cuando llegamos ya ha anochecido.
El aeropuerto de Lomé es pequeño; la mayoría de los viajeros
hace cola delante del control de pasaportes; la zona de los visados forma
otra cola, no demasiado larga, pero los agentes se toman su tiempo. En
el avión, que iba repleto y era enorme, éramos casi los únicos blancos. Es
un hecho que impresiona.
Por lo que parece vamos a necesitar mucha paciencia. Aquello de las
cosas de palacio van despacio, por más que se trate de un proverbio español,
no nos inmuniza: las cosas son las mismas, pero el palacio y el despacio son
togoleses. Y no sabemos cómo son, pero ya empezamos a intuirlo.
el avión, que iba repleto y era enorme, éramos casi los únicos blancos. Es
un hecho que impresiona.
Por lo que parece vamos a necesitar mucha paciencia. Aquello de las
cosas de palacio van despacio, por más que se trate de un proverbio español,
no nos inmuniza: las cosas son las mismas, pero el palacio y el despacio son
hacia la ventanilla como para comprobar si la nuestra es la cola correcta.
Ahora sabemos que este gesto tan inocente, aquí en Togo y en una situación
como ésta, es una temeridad. Un blanco debe comportarse con discreciónpara pasar cuanto más desapercibido mejor. El color de la piel ya
resulta suficientemente indiscreto, pero este gesto de impaciencia ha puesto
de manifiesto nuestra ignorancia, nuestro desconocimiento del país.
se exponen. Somos blancos también en el otro sentido de la palabra.
Inmediatamente, un hombre con una tarjeta de identificación personal
plastificada prendida del lado derecho de la camisa le frena en seco y
le pide el pasaporte y el impreso que hemos rellenado en el avión. El hombre
no lleva uniforme, pero parece un empleado del aeropuerto. Le hace
un gesto a Manolo indicándole que le siga. Yo también le sigo. Al hombrese le une otro que parece colega suyo. Los dos van hasta unas mesas altas
en las que se puede escribir sin necesidad de sentarse y ambos se dedican
a pasar los datos del formulario del avión a otro formulario de mayor formato,
pero idéntico al primero. Cada uno de ellos rellena uno, uno por
cada uno de nosotros. Ambos actúan con nerviosismo, muy deprisa. Nos
hacen firmar al pie del impreso y se dirigen con nuestros pasaportes hacia
la ventanilla donde están los agentes de la policía. Nosotros les seguimos,
desorientados, como corderos que tienen miedo a perderse; su ritmo no
nos permite pensar ni reaccionar.
En la ventanilla dos policías procesan el papeleo. Nos piden no sé
cuántos CFA, la moneda de Togo. No tenemos cefeás y entendemos mal
el francés. Nos lo traducen a veinte euros por cada uno de los visados. Yo
tengo billetes pequeños, pero el desasosiego que me causa el ritmo que me imponen aquellos dos empleados me impide actuar con tranquilidad y
con lógica. Les doy el primer billete que pillo, es de cincuenta euros. LosPor fin llega el visado con la firma y nos lo entregan. Nos informan
en Lomé para validarlo hasta la fecha de salida del país. Les recordamos,
sin hacernos muchas ilusiones de recuperar nuestro dinero, que nos deben el cambio. Sorprendentemente, el policía nos lo da sin chistar.
Manolo le pregunta al agente si debemos pagar algo a aquellos dos; nos informa de que se puede, pero que no es ninguna obligación.
prácticamente nos atropellan. Nos hablan continuamente y no sabemos
qué hacer. Manolo les da diez euros para que se fundan. Tenemos suerte. Se conforman con el botín y desaparecen. Pero el nudo sigue firme en la
garganta. ¿Y ahora qué nos espera? Fuera reina la oscuridad; en el exterior apenas hay iluminación. No
tenemos cefeás, no tenemos habitación reservada en ningún hotel, no
vemos que haya transporte público alguno que nos pueda conducir al centro. tenemos cefeás, no tenemos habitación reservada en ningún hotel, no
La oficina de cambio de moneda está cerrada. Vemos una puerta desvencijada
donde pone «Agencia de viajes». Está abierta y entramos. Queremos alquilar una habitación y cambiar dinero. ¿Se puede? Se puede.
muchachas parecen morirse de aburrimiento todo el día. Es muy probable
que seamos los únicos clientes desde hace una eternidad. Nos muestran una lista rancia de hoteles, con precios y sin foto. Son bastante caros. Nos
decidimos por uno de precio intermedio (¡a saber con qué criterio!); nos aseguran que es céntrico. Una de las chicas llama un taxi, que nos hace
pagar por adelantado. Vale siete mil cefeás, más tres mil de la comisión de la agencia. Ella sube al taxi con nosotros.
llegados no pueden describir fácilmente. Poca iluminación. En las callejas
secundarias que atraviesan el Boulevard du 13 Janvier —una de las vías más importantes de la ciudad— la oscuridad es absoluta. El bulevar está repleto
de tenderetes donde se vende de todo: comida, bebidas, colchones,motos, bicicletas, ruedas de automóvil, objetos variopintos y ventiladores,
muchos ventiladores. El tráfico es muy ruidoso y caótico. Se respira una pestilencia de carburante mal quemado y de ínfima calidad. Resulta muy
desagradable. Algunos de los que regentan los tenderetes están sentados enoscuro por completo. A un lado de la puerta, un segurata sentado en un
seguridad extraordinaria y esquivando los obstáculos y a los peatones en
no hay accidentes. No se ven semáforos ni pasos de peatones. Ambos
lados del bulevar están llenos de puestos de venta de cualquier mercancía, iluminados con pequeños quinqués de petróleo. Los olores son muy
intensos y se mezclan hedores de todo tipo. Son tufos extraños, pero predomina con creces el de gasolina que, sumado al alto grado de humedad
del aire, dificulta la respiración. Estamos muy desorientados y caminamos como perdidos: somos los únicos blancos y la calle está muy animada.
cartel de «Restaurante» presentan un aspecto deplorable, son como barracones
llenos de suciedad. Alguno parece menos desahuciado, pero ninguno nos atrae. Aun así se nota que muchos pretenden ofrecerse como establecimientos
muy especiales, de cierta categoría. Se nos cae el alma a los
muy especiales, de cierta categoría. Se nos cae el alma a los
pies. Han sido demasiadas experiencias duras: el susto del aeropuerto, la
necesidad de pasar la noche en el primer hotel que se nos ha presentado yahora no nos quedan fuerzas para meternos en ninguna parte y comer
algo. Pero hambre sí tenemos y estamos agotados. Nos preguntamos si seremos capaces de aguantar un mes entero aquí, pero nuestro billete de
vuelta está cerrado con fecha 6 de mayo de 2004. Erramos un buen rato, estamos muertos. Por fin vemos una terracita
de bar-restaurante que nos recuerda un poco (de lejos) el aspecto de los locales que en nuestro país reciben este nombre. Sentados a una mesa hay
dos hombres blancos charlando animadamente con un hombre joven negro. Entramos y nos sentamos. Pedimos pinchos de buey, agua y cerveza.
Comemos sin entusiasmo, pero bebemos como náufragos que han llegado a puerto por la gracia de Dios. Después de cenar volvemos al hotel.
Estamos rematados. A cada uno de los lados de la entrada está sentado un segurata con el
cuerpo desmadejado. Uno de ellos se nos queda mirando y nos dice nosequé de un café. Pretende que le invitemos a café, a él y a su compañero.
Lo mandamos al cuerno. Esto ya es demasiado. Con mucha aprensión nos metemos en la cama. Dormimos con interrupciones, pero dormimos.
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(Primer capítulo de Mi viaje a Togo. Ilustrado por Pilar Millán,a la venta en la Librería Altaïr, de Madrid y Barcelona)