28 de enero de 2012

ÚLTIMO POEMARIO DE FELIPE SÉRVULO, GRAN POETA AMIGO

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Reseña de Noemí Trujillo del poemario LA NIÑA DE LA COLINA, de Felipe Sérvulo

jueves, enero 26, 2012

La niña de la Colina(Felipe Sérvulo, IN-VERSO, 2012)

NOEMÍ TRUJILLO

Comencé a leer a Felipe Sérvulo cuando firmaba con el nombre de Felipe S. González. El primer libro suyo que cayó en mis manos fue su segundo poemario publicado, Las noches del Sur (Diputación Provincial de Jaén, 1996) y sólo dos versos fueron suficientes para enamorarme del trazo limpio de su poesía: “Si me llamas y no estoy, / déjame grabado un sueño”. Entonces entendí cómo sucede ese milagro de pintar imágenes que parecen reales con palabras concisas y exactas; y supe que tenía mucho que aprender de él. En cada nuevo poema del libro aparecían dibujados, como si de una acuarela se tratara, restos de un naufragio conocido : “Por la mañana, / cumplido el rito, regresaremos / al puro formulismo / de las despedidas”. A partir de entonces y en cada uno de sus libros, he encontrado en las estrofas de Felipe estrellas, puntos de nostalgia, lirios cortados, y la sombra de la tradición que todo poeta que se precie debe llevar a sus espaldas.

El próximo mes de febrero verá la luz el quinto poemario de Felipe Sérvulo, La niña de la colina, publicado por un nuevo sello editorial, IN-VERSO Ediciones de poesía.
Ya en su libro anterior, La ciudad de hielo, con el telón de fondo del conflicto europeo de la Guerra de los Treinta Años, la retina del poeta nos enseñaba a comprender el diálogo entre el paisaje y la memoria. Felipe es un hombre asomado a una ventana mirando el amanecer; un hombre solo que busca su camino y que nos recuerda que la vida es como una batalla y el amor la única patria posible: “Siempre creí / que, lejos de tu aliento,/ no vería salvación”. Entre las brumas del recuerdo, nos abre un laberinto: “Al buscar la senda, / supieron que jamás verían hijos, / ni un reino nuevo, / ni un río que llevara / a otro mar”. Y entonces, comprendemos el incendio de la ciudad de Magdeburgo: “Magdeburgo sólo era / el humo espeso / y ninguna palabra”. Y sentimos la soledad de Lucía Quirante, personaje a quien está dedicado el libro Cartografía de la materia (formado por La ciudad de hielo y De la pureza de la tierra); personaje que brota del imaginario del poeta, quien nos dice que Lucía Quirante murió en el incendio de la ciudad de Magdeburgo en mayo de 1631. Y a partir de ahí, todos añoramos a Lucía Quirante y sabemos que todo sin ella es distinto.
En el poemario De la pureza de la tierra Felipe nos lleva hasta el Cortijo del Fraile (Almería), el lugar donde se desarrollaron los sucesos que, años más tarde, inspiraron a García Lorca sus Bodas de Sangre. Nuevamente el artista, el poeta, el historiador que hay en Felipe Sérvulo, rompe una viga hecha de color azul y cal triste para hablarnos de otra mujer, Francisca Cañada, la protagonista involuntaria de esta tragedia que inmortalizó el poeta.
La mujer siempre está presente en la poesía de Felipe, como una cuna de recuerdos. La imagen de la sangre, el camino de Níjar, la tierra del Cabo de Gata y una mujer estigmatizada que evocan los versos de Felipe. Felipe, que es fiebre y es caricia, que nos recuerda que pasa el tiempo y cae sobre nosotros, que “ hay que poder vivir / hasta gastar el aliento”.
Felipe Sérvulo es un autor al que se vuelve. Porque combina a la perfección la poesía, la filosofía, la historia y la memoria. Quizá como nadie más sepa hacerlo. Y por ese motivo es una buena noticia saber que se publica en breve su quinto poemario en el que con el frío viene una niña a vernos. El frío es esta crisis económica, esta crisis de valores, esta crisis poética, esta angustia existencial. La niña de la que nos habla Felipe es ese ser al que todos amamos, ese ser como esencia, que está en las íntimas fantasías, pero que alguna vez, se materializa y forma parte de nosotros, según palabras del propio autor:

Con el frío, esta madrugada
ha ocurrido el prodigio:
ha venido la niña a vernos.

Yo quiero ser esa niña, esa niña que Felipe Sérvulo ha traído sin querer a la mesita de noche de mi habitación y con la que me encuentro antes de acostarme. Esa niña tímida y silenciosa que tiene la cara llena de barro, el vestido ajado y los ojos bonitos. Me pregunto si la poesía misma no es también esa niña con telarañas en su pelo, esa niña callada de gesto cariñoso y sonrisa entristecida. Lo mejor de esa niña es que para el lector puede ser cualquier otra cosa, cualquier recuerdo que converja en él. Ese es el gran triunfo de Felipe Sérvulo como poeta, es capaz de quedarse en el corazón del lector como un regalo inesperado, como una música que escuchamos, como todas esa promesas que hicimos y que nos hicieron.
La niña comienza con una frase de Escarlata O’Hara en Lo que el viento se llevó: “Realmente, mañana será otro día”. Con la crisis que vivimos esta frase está rabiosamente de actualidad, es el único consuelo al que podemos aferrarnos todos los que padecemos el desplome de la economía europea. Que mañana será otro día. La colina a la que alude el título es Tara, la Colina de los Reyes de Irlanda; lugar sagrado e ideal, como los sueños. Y en Tara –otra Tara– está Vivien Leigh. Y la pobre niña, en su extravío, quiere vivir en ambas. ¿Acaso muchos de nosotros no pensamos en estos momentos en vivir en otro país? Los reyes irlandeses, la indestructible Vivien, la niña, aunque marcharon hace mucho tiempo, no han muerto, porque están en nuestra memoria como un fantasma lacaniano.
Amalia Sanchís ha editado este libro con extremo cuidado, prestando atención a cada detalle. La niña de la colina es el primer título de IN-VERSO, un sello de calidad que apuesta por autores de prestigio con una trayectoria consolidada; autores como Felipe Sérvulo, magos de la palabra que consiguen que nos reconozcamos en sus metáforas. Nunca me he sentido extranjera en la poesía de Felipe, siempre me he sentido bienvenida.
Felipe es un poeta al que vuelvo con ganas porque su poesía ahuyenta imágenes heridas que yo tenía en mi memoria. En este mar inmenso que es Internet y en el que todos navegamos, Felipe Sérvulo es un gran faro y su poesía consigue que no nos sintamos náufragos. Me ha gustado especialmente el poema Renovación, ahora que el mercado laboral es un tiburón sin escrúpulos que nos devora quizá todos debamos renovarnos, reinventarnos, poetizarnos. Acabo esta reseña con unos versos de este poema: “Tienes que mirar dentro. / Juntar palabras viejas / y tirarlas al mar, lejos. / Que nunca vuelvan”… “Aunque ahora dudes / ser pionera del lenguaje, / en este tiempo sin ternura”.
Porque vivimos en un mundo sin ternura, la poesía es más necesaria que nunca.

Fuente: http://lanauseanoticias.blogspot.com/2012/01/resena-de-noemi-trujillo-del-poemario.html

25 de enero de 2012

PARA ÓBOLO CULTURAL, MI ÚLTIMO SEGUIDOR, MI AGRADECIMIENTO

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Tampoco esta vez nos habían dejado el coche en el garaje Diana. Eran las terceras Navidades que mi hermana había deseado el regalo de sus sueños. El coche hubiera dado a nuestra familia en un periquete el mismo rango de la familia vecina. Bueno, no el mismo, sino incluso superior; mi hermana se pedía un Jaguar rojo y los del cuarto primera tenían un Seat 1400. Pero entre el montón de juguetes no había ningún cartel que anunciara que el Jaguar nos esperaba en el garaje de la esquina. Veía la desilusión pintada en la cara de Natalia y me preguntaba cómo podía ser tan inocente y creerse aún a pies juntillas el bulo de los reyes magos, siendo como era ella tres años mayor que yo. Desde luego no iba a ser yo quien la hiciera bajar de la nube. Hasta que nuestra hermana pequeña se hubiera puesto en la edad de escribir a sus majestades de oriente se nos hubiera cortado el suministro y no era cosa de arriesgarnos a que esto sucediera. Había que seguir manteniendo el chollo mientras se pudiera. La pobre hasta se creía el cuento de que eran los reyes magos los que daban el rebajón a los turrones y al vino dulce que dejábamos en la mesita junto al belén la noche anterior y que eran sus camellos los que se bebían el agua del cubo que poníamos al pie del árbol. Mientras ella seguía ensimismada en su desgracia yo contemplaba aquella exposición de ilusiones entre el despliegue de papeles y cintas de colores desparramados por el suelo delante de la gran ventana del comedor por la que entraba a raudales la luz de la mañana: nuestra vieja cocinita recién pintada, los cacharros de aluminio, los vestidos nuevos para las muñecas viejas, la muñeca nueva con su vestido nuevo y una caja de Juegos Reunidos con los que mis padres se empeñarían en amenizarnos las tardes de los domingos cuando ellos no tuvieran nada mejor que hacer. Dos dos seis siete cinco uno dos. -¿Está Esther? El teléfono parecía de verdad, era igual que el que papá tenía en su despacho y tenía un cable de los modernos, de los enrollados en espiral, pero el mío no era negro.

Los domingos y fiestas de guardar íbamos a misa a la parroquia. No sabía muy bien por qué había que ir a la de las doce, pero era a la que había que ir. A esta hora la iglesia se ponía a rebosar y había que apretarse en las hileras de los bancos para que pudiéramos sentarnos todos. Aun así, en la parte trasera se aglomeraban los que no habían conseguido asiento o no habían querido conseguirlo para poder quedarse junto a la puerta y salir a fumar cuando les diera el apretón o a airearse cuando el sermón se hiciera demasiado largo. Casi todos los que se quedaban al fondo eran hombres. Las mujeres se las apañaban para colocarse siempre en buen lugar, sobre todo aquellas que querían lucir sus pieles o sus joyas, que eran la mayoría. Había en la disposición del público asistente una curiosa ordenación de mayor a menor en función de los abrigos de pieles y los sombreros y guantes que llevaban. Así las filas más cercanas al oficiante y al altar eran ocupadas por señoras y caballeros de la mejor sociedad cuya representación iba diluyéndose entre la medianía en sentido decreciente. Con frecuencia a los niños nos tocaba por vecina una de estas peripuestas señoronas, que eran nuestro entretenimiento en aquellas largas y aburridas sesiones que habían de garantizarnos el cielo. Mis ojos quedaban justo a la altura de las manos de los adultos, que descansaban en el apoyabrazos del reclinatorio de delante. A mi lado el color rojo brillante del esmalte de uñas atraía aún más la mirada hacia lo que ya de por sí era todo un espectáculo: un muestrario de joyas cargadas de colgantes se aseguraba protagonismo con su insistente tintineo cada vez que había que persignarse, o cuando, en verano, la mano abría o cerraba repetidamente el abanico. Aún recuerdo el susto mayúsculo y la repulsión que experimenté la primera vez que, al levantar la vista, vi una pequeña cabeza de animal y unas patitas colgando de una estola de piel a un lado y a otro del cuello de una de aquellas mujeres. Pasado el tiempo, cuando en los cines estrenaron la película 101 dálmatas, sabría que aquellos personajes habían de estar directamente emparentados con Cruela de Vil.

Colocarse en el último tercio de la zona de los bancos tenía sus ventajas. Al terminar la misa papá era de los primeros en salir, mientras que mamá se detenía a saludar a conocidos y vecinos. Yo me alegraba de poder seguir a papá hacia la libertad. Fuera me sentía más segura y observaba en la distancia la puesta en escena final del espectáculo: el mosén rector de la parroquia, que era quien celebraba la misa de las doce, se había quitado en un santiamén el alba y en traje de faena, su sotana negra, ya estaba plantado en la salida con el cepillo apoyado en su orondo barrigón, dando la mano con sonrisa remilgada, saludando y despidiendo a sus queridos feligreses, más o menos queridos, según. Recuerdo el especial aprecio que le tenía el mosén a nuestra vecina, la señora Mistral. La señora Mistral vivía justo en el piso de encima del nuestro. Pasaba largas temporadas fuera, en su otra casa de no recuerdo qué ciudad. Que yo supiera, no era viuda, tenía marido, aunque éste debía de estar muy ocupado porque nunca aparecía por allí. La señora Mistral era una de aquellas feligresas a las que el mosén quería mucho. No estaba en el barrio el año entero, pero cuando estaba, estaba, y compensaba con creces sus prolongadas ausencias. Era además una de esas almas caritativas que cumplían con lo que había que cumplir: presidía la mesa de acción católica cuando se recogían limosnas para los pobres negritos de África y hacía entrega de los regalos de reyes a los niños del hospicio, a los que besaba en un gesto de magnánima caridad. Era verdad, salía en las fotos de la hoja dominical. Hasta tal punto era buena que no nos extrañó nada que un buen día apareciera por casa con una niña del Cotolengo a la que había adoptado. A mí me sorprendió mucho el aspecto humilde de la niña. Lo de la adopción significaba que era su hija, ¿no? Pues debía de ser que no, porque en general una madre rica tiene una niña rica y una madre pobre tiene una niña pobre. Algo no encajaba en todo aquello, pero ya se sabe que el mundo de los adultos no se acaba de entender. Poco después entendí un poco más cuando mamá comentó que nos había invitado precisamente a nosotras a jugar con la niña porque a nosotras nos tenía por más cercanas a la categoría de la huérfana que a las chicas del cuarto primera, que eran más o menos de nuestra misma edad, a las que, sin embargo, ni se le había pasado por la cabeza molestar. Por edad era yo la que le correspondía a la niña adoptada, pero no recuerdo haber jugado nunca más con ella ni tampoco haberla visto ninguna otra vez. Más tarde pensé que probablemente a la señora Mistral la niña no le había parecido lo suficientemente digna de su benevolencia, porque de todo lo que nos contó comprendí que la tenía como en período de prueba, o algo así.

(Fragmento del primer capítulo de la novela Aquellos años grises, inédita)

24 de enero de 2012

PARA mj MI ÚLTIMA SEGUIDORA, MI AGRADECIMIENTO

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Sobrecubierta de Mi viaje a Togo, de Anna Rossell (ilustrado por Pilar Millán)


Martes, 06-04-2004



     10.30 h de la mañana: Manolo Ávila (alias Avililla) y yo salimos del
aeropuerto de El Prat hacia Lomé (Togo, África occidental), vía
París. En el Charles De Gaulle tenemos que esperar aproximadamente una
hora y media antes de tomar el vuelo de enlace. Vamos a Togo a ver a Paco
Rodríguez, uno de los amigos salesianos de la infancia de Manolo, uno de
los pocos que no dejó los hábitos. Hace cuarenta y siete años que no se
han visto y en este tiempo apenas han sabido nada uno de otro. Es misionero
y vive en Kara, una ciudad del norte de la franja togolesa. Hace unos
días le escribimos un imeil que él tardó mucho en contestar por las dificultades
que tienen para hacerlo desde allí. Le anunciábamos nuestra visita.
Él se alegraba y nos abría las puertas. El texto, muy breve, comentaba:
«Espero que no seáis muy melindres».
     De Togo apenas sabemos nada, lo mínimo. En Barcelona no hemos
encontrado prácticamente ninguna información y tampoco internet ha
servido de gran ayuda. Salimos sin haber reservado hotel, vamos por nuestra
cuenta. No es un viaje organizado.
     El avión tiene prevista la llegada a las 18.00 h —hay dos horas de diferencia
con respecto a la hora española— y pensamos que será mejor ver
directamente el hotel donde vamos a pasar la noche. Creemos que tendremos
tiempo de buscar habitación tranquilamente.
     Aterrizamos en el aeropuerto de Lomé a las 18.20 h. En el avión
hemos tenido que rellenar un impreso para la policía del país: información
sobre nuestros datos personales y de viaje para el visado, que proporcionan
en el propio aeropuerto.
     Contrariamente a lo que esperábamos, cuando llegamos ya ha anochecido.
El aeropuerto de Lomé es pequeño; la mayoría de los viajeros
hace cola delante del control de pasaportes; la zona de los visados forma
otra cola, no demasiado larga, pero los agentes se toman su tiempo. En
el avión, que iba repleto y era enorme, éramos casi los únicos blancos. Es
un hecho que impresiona.
     Por lo que parece vamos a necesitar mucha paciencia. Aquello de las
cosas de palacio van despacio, por más que se trate de un proverbio español,
no nos inmuniza: las cosas son las mismas, pero el palacio y el despacio son
togoleses. Y no sabemos cómo son, pero ya empezamos a intuirlo.
         Parece que Manolo se niega a creer lo que intuye porque se adelanta
hacia la ventanilla como para comprobar si la nuestra es la cola correcta.
Ahora sabemos que este gesto tan inocente, aquí en Togo y en una situación
como ésta, es una temeridad. Un blanco debe comportarse con discreción 
para pasar cuanto más desapercibido mejor. El color de la piel ya   
resulta suficientemente indiscreto, pero este gesto de impaciencia ha puesto
de manifiesto nuestra ignorancia, nuestro desconocimiento del país.
Ahora ya no sólo somos blancos, ahora somos blancos que no saben a qué
se exponen. Somos blancos también en el otro sentido de la palabra.
     Inmediatamente, un hombre con una tarjeta de identificación personal 
plastificada prendida del lado derecho de la camisa le frena en seco y 
le pide el pasaporte y el impreso que hemos rellenado en el avión. El hombre

no lleva uniforme, pero parece un empleado del aeropuerto. Le hace
un gesto a Manolo indicándole que le siga. Yo también le sigo. Al hombre 
se le une otro que parece colega suyo. Los dos van hasta unas mesas altas 
en las que se puede escribir sin necesidad de sentarse y ambos se dedican

a pasar los datos del formulario del avión a otro formulario de mayor formato,
pero idéntico al primero. Cada uno de ellos rellena uno, uno por 
cada uno de nosotros. Ambos actúan con nerviosismo, muy deprisa. Nos 
hacen firmar al pie del impreso y se dirigen con nuestros pasaportes hacia

la ventanilla donde están los agentes de la policía. Nosotros les seguimos,
desorientados, como corderos que tienen miedo a perderse; su ritmo no
nos permite pensar ni reaccionar.
     En la ventanilla dos policías procesan el papeleo. Nos piden no sé
cuántos CFA, la moneda de Togo. No tenemos cefeás y entendemos mal
el francés. Nos lo traducen a veinte euros por cada uno de los visados. Yo
tengo billetes pequeños, pero el desasosiego que me causa el ritmo que
me imponen aquellos dos empleados me impide actuar con tranquilidad y
con lógica. Les doy el primer billete que pillo, es de cincuenta euros. Los
dos empleados nos alejan de nuevo de la ventanilla para seguir con el proceso.
Hemos entregado cincuenta euros y no nos han devuelto el cambio.
Sospechamos que ya podemos ir despidiéndonos de él. Aquellos dos nos
reclaman veinte euros. Es evidente que no se percatan de que no somos
nosotros quienes nos debemos el cambio. Dicen que los veinte de antes
eran para la policía, los de ahora son para pagar sus servicios. Empezamos
a pensar que nos encontramos en manos de profesionales de la estafa y lo
peor es que ignoramos hasta dónde serán capaces de llegar: tienen nuestros
pasaportes. La sensación de inseguridad es enorme.
     Volvemos hacia la ventanilla tras los dos empleados (no les hemos pagado
nada más). Dejan nuestros papeles en manos de los policías. Ahora todo
es cuestión de esperar otra vez. Tiene que firmarlos el jefe, que no está tras
la ventanilla. Cuando juntan unos cuantos se los llevan al despacho.
     Mientras esperamos tenemos a los dos moscones revoloteando a nuestro
alrededor. No cesan de decirnos cosas que no entendemos. Parece que
sigan un plan muy elaborado para ponernos nerviosos y darnos inseguridad.
Hacemos como si no fuera con nosotros e intentamos esquivarlos,
pero resulta del todo imposible.
     Por fin llega el visado con la firma y nos lo entregan. Nos informan
de que se trata de un permiso para siete días y que es necesario renovarlo
en Lomé para validarlo hasta la fecha de salida del país. Les recordamos,
sin hacernos muchas ilusiones de recuperar nuestro dinero, que nos
deben el cambio. Sorprendentemente, el policía nos lo da sin chistar.
Manolo le pregunta al agente si debemos pagar algo a aquellos dos; nos
informa de que se puede, pero que no es ninguna obligación.
       Cruzamos el control. Los dos empleados no se separan de nosotros,
prácticamente nos atropellan. Nos hablan continuamente y no sabemos
qué hacer. Manolo les da diez euros para que se fundan. Tenemos suerte.
Se conforman con el botín y desaparecen. Pero el nudo sigue firme en la
garganta. ¿Y ahora qué nos espera?
     Fuera reina la oscuridad; en el exterior apenas hay iluminación. No
tenemos cefeás, no tenemos habitación reservada en ningún hotel, no
vemos que haya transporte público alguno que nos pueda conducir al centro.
La oficina de cambio de moneda está cerrada. Vemos una puerta desvencijada
donde pone «Agencia de viajes». Está abierta y entramos.
Queremos alquilar una habitación y cambiar dinero. ¿Se puede? Se puede.
       La agencia es un pequeño despacho, muy destartalado, donde dos
muchachas parecen morirse de aburrimiento todo el día. Es muy probable
que seamos los únicos clientes desde hace una eternidad. Nos muestran
una lista rancia de hoteles, con precios y sin foto. Son bastante caros. Nos
decidimos por uno de precio intermedio (¡a saber con qué criterio!); nos
aseguran que es céntrico. Una de las chicas llama un taxi, que nos hace
pagar por adelantado. Vale siete mil cefeás, más tres mil de la comisión de
la agencia. Ella sube al taxi con nosotros.
       El trayecto no es largo. El taxi va pasando por calles que unos recién
llegados no pueden describir fácilmente. Poca iluminación. En las callejas
secundarias que atraviesan el Boulevard du 13 Janvier —una de las vías más
importantes de la ciudad— la oscuridad es absoluta. El bulevar está repleto
de tenderetes donde se vende de todo: comida, bebidas, colchones, 
motos, bicicletas, ruedas de automóvil, objetos variopintos y ventiladores,
muchos ventiladores. El tráfico es muy ruidoso y caótico. Se respira una
pestilencia de carburante mal quemado y de ínfima calidad. Resulta muy
desagradable. Algunos de los que regentan los tenderetes están sentados en
escabeles, pero la mayoría de ellos en el suelo, en una piedra o un bidón
vacío puesto del revés; otros duermen o están tumbados. Hay muchos
coches y motos circulando.
     El taxi se detiene delante de un edificio trasnochado. El callejón está
oscuro por completo. A un lado de la puerta, un segurata sentado en un
sillón con el cuerpo deshinchado levanta perezosamente una ceja al vernos
llegar. Entramos en el pequeño hall de la recepción acompañados
por el taxista y la chica de la agencia. Detrás del mostrador se amontonan
cinco personas, dos mujeres y tres hombres, con cara de no tener
nada que hacer. Un hombre, que imagino un huésped, está sentado en
un sofá. Cumplimentamos los datos para el registro de llegada y el segurata
nos conduce a nuestra habitación, no sin haber pagado antes el precio
de la noche que nos reclaman: treinta mil cefeás (1 Euro= 655 CFA). Por
si nuestros problemas con el cambio de pesetas a euros fueran pocos
ahora tenemos que enfrentarnos a los cefeás. ¡Lo que nos faltaba! Las
cantidades son astronómicas y no tenemos agilidad de cálculo.
     En el camino a nuestra habitación pasamos por patios interiores y
pasillos mal construidos, cochambrosos, abandonados y oscuros. Vemos
una especie de garaje, trastos por todas partes. Se trata de uno de esos hoteles
que nuestras expectativas de señores europeos nos hacen considerar de
muy mala muerte. Con el tiempo sabremos que, en Lomé, éste es un hotel
de lo más normal.
     La habitación es amplia. Tiene televisión, baño, con bañera y ducha,
y aire acondicionado. La televisión es un modelo de los años sesenta con
mala conexión o sin antena (las imágenes del único programa que se coge
están movidas), el aparato del aire acondicionado hace un ruido espantoso,
la bañera está sucia y las sábanas de la cama doble están usadas, tienen
manchas y pelos adheridos.
     Dejamos las mochilas y salimos con el corazón encogido. El hotel es
céntrico. Está en una calle secundaria sin asfaltar, pero el bulevar es una
vía de las principales y estamos a la vuelta de la esquina.
     El ruido en el bulevar es impresionante, el tráfico, sorprendente:
coches y motos con dos tripulantes. Todos conducen como locos con una
seguridad extraordinaria y esquivando los obstáculos y a los peatones en
el último momento. Cruzar al otro lado de la calle parece temerario, pero
no hay accidentes. No se ven semáforos ni pasos de peatones. Ambos
lados del bulevar están llenos de puestos de venta de cualquier mercancía,
iluminados con pequeños quinqués de petróleo. Los olores son muy
intensos y se mezclan hedores de todo tipo. Son tufos extraños, pero predomina
con creces el de gasolina que, sumado al alto grado de humedad
del aire, dificulta la respiración. Estamos muy desorientados y caminamos
como perdidos: somos los únicos blancos y la calle está muy animada.
       Deberíamos comer algo, pero ¿qué? Y ¿dónde? Los locales que vemos con
cartel de «Restaurante» presentan un aspecto deplorable, son como barracones
llenos de suciedad. Alguno parece menos desahuciado, pero ninguno
nos atrae. Aun así se nota que muchos pretenden ofrecerse como establecimientos
muy especiales, de cierta categoría. Se nos cae el alma a los
pies. Han sido demasiadas experiencias duras: el susto del aeropuerto, la
necesidad de pasar la noche en el primer hotel que se nos ha presentado y
ahora no nos quedan fuerzas para meternos en ninguna parte y comer
algo. Pero hambre sí tenemos y estamos agotados. Nos preguntamos si
seremos capaces de aguantar un mes entero aquí, pero nuestro billete de
vuelta está cerrado con fecha 6 de mayo de 2004.
     Erramos un buen rato, estamos muertos. Por fin vemos una terracita
de bar-restaurante que nos recuerda un poco (de lejos) el aspecto de los
locales que en nuestro país reciben este nombre. Sentados a una mesa hay
dos hombres blancos charlando animadamente con un hombre joven
negro. Entramos y nos sentamos. Pedimos pinchos de buey, agua y cerveza.
Comemos sin entusiasmo, pero bebemos como náufragos que han llegado
a puerto por la gracia de Dios. Después de cenar volvemos al hotel.
Estamos rematados.
     A cada uno de los lados de la entrada está sentado un segurata con el
cuerpo desmadejado. Uno de ellos se nos queda mirando y nos dice nosequé
de un café. Pretende que le invitemos a café, a él y a su compañero.
Lo mandamos al cuerno. Esto ya es demasiado. Con mucha aprensión nos
metemos en la cama. Dormimos con interrupciones, pero dormimos.
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(Primer capítulo de Mi viaje a Togo. Ilustrado por Pilar Millán,a la venta en la Librería Altaïr, de Madrid y Barcelona)
 

20 de enero de 2012

PRESENTACIÓN DE MIS DOS ÚLTIMOS LIBROS DE INSPIRACIÓN AFRICANA: EL POEMARIO "QUADERN MALIÀ / CUADERNO DE MALÍ" Y LA NOVELA "MONDOMWOUWÉ" EN LA LIBRERÍA ALTAÏR, DE BARCELONA

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(Texto en español más abajo)
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Estimats amics i amigues,
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per a tot@s aquell@s que no vàreu poder venir a les presentacions dels meus últims dos llibres a El Masnou he organitzat una presentació –aquesta vegada dels dos llibres junts, donat que tots dos són d’inspiració africana- a la Llibreria Altaïr, de Barcelona.
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Presentació de la novel·la inspirada a Togo (Àfrica occidental) Mondomwouwé (2011), a càrrec de Pilar Escriche, filòloga, especialista en literatura de viatges.
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Presentació del poemari Quadern malià / Cuaderno de Malí (2011), a càrrec de Jordi Jané i Lligé, filòleg i poeta.
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LLOC: Llibreria Altaïr de Barcelona, Gran Via de Les Corts Catalanes, 616, 08007 Barcelona (entre Rambla de Catalunya i Balmes, davant del Cinema Coliseum)
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DIA I HORA: Dimarts, 7 de febrer, a les 19:30 h
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Si us interessa comprar els meus llibres:
els trobareu a la Llibreria Altaïr, que ja els té. 
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M’agradaria molt que vinguéssiu per poder gaudir de la vostra companyia i compartir aquesta il·lusió amb els meus amics i amigues. No cal dir que també m’agradaria tornar a veure als / a les que ja heu vingut a El Masnou.
Una forta abraçada. Fins dimarts, 7 de febrer, doncs,

Entrevista a Mataró Ràdio sobre els meus llibres (Programa, Viu la vida, dia a dia, dilluns 06 de febrer 2012, 10:30 h): http://www.ivoox.com/2012-02-06-viu-vida-dia-a-dia-2a-audios-mp3_rf_1032291_1.html
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para tod@s aquell@s que no pudisteis venir a las presentaciones de mis dos últimos libros en El Masnou he organizado otra presentación –esta vez conjunta para ambos libros, dado que los dos son de inspiración africana- en la Librería Altaïr, de Barcelona.
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Presentación de la novela inspirada en Togo (África occidental) Mondomwouwé (2011) –edición en español-, a cargo de Pilar Escriche, filóloga, especialista en literatura de viajes.
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Presentación del poemario Quadern malià / Cuaderno de Malí (2011) –edición bilingüe-, a cargo de Jordi Jané i Lligé, filólogo y poeta.
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LUGAR: Librería Altaïr, de Barcelona, Gran Via de Les Corts Catalanes, 616, 08007 Barcelona (entre Rambla de Catalunya y Balmes, delante del Cine Coliseum)
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DÍA Y HORA: Martes, 7 de febrero, a las 19:30 h
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Si os interesa adquirir mis libros:
los podéis encontrar en la Librería Altaïr, que ya los tiene. 
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Me gustaría mucho que vinierais para poder disfrutar de vuestra compañía y compartir esta ilusión con mis amig@s. Huelga decir que también me gustaría volver a ver a aquell@s que ya hayáis venido a las presentaciones de El Masnou.
Un abrazo, y hasta el martes, 7 de febrero, pues.

Entrevista en Matarò Ràdio sobre mis libros (Programa, Viu la vida, dia a dia, lunes 06 de febrero 2012, 10:30 h): http://www.ivoox.com/2012-02-06-viu-vida-dia-a-dia-2a-audios-mp3_rf_1032291_1.html

18 de enero de 2012

FIESTA DE LA POESÍA - PRESENTACIÓN DE LA ANTOLOGÍA "TARDES DEL LABERINTO", DE LA ASOCIACIÓN DE ESCRITORES "EL LABERINTO DE ARIADNA"

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el próximo 26 de Enero a partir de las 19:30 h,en el HORIGINAL (c/ Ferlandina 29, Barcelona / España) presentaremos nuestra última antología Tardes del Laberinto en lo que hemos llamado “Fiesta de la poesía”.
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En la fiesta, a parte de recitar los antologados que lo deseen, cinco compañeros nuestros, Eva Hibernia, Marta Binetti, Joseba Ayensa, Rosa Abuchaibe y Juan Pablo Martínez, nos ofrecerán actuaciones especiales, y todos tendremos la ocasión de compartir un agradable rato entre amigos..
Invitamos a tod@s l@s amig@s de las letras y del buen ambiente a compartir esta gran fiesta con nosotr@s.
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Hemos creado un evento en Facebook http://www.facebook.com/events/163159013788727/ , si entráis en el evento podéis (a través de una pestaña) invitar a vuestros amigos y así difundir más el acto. También tenemos información en la web del Laberinto http://www.ariadna-web.org/agenda_detall_1/_CAFjuKR7gbWugNNBTq6Ha2r5XWsTFRHVIDgbiVzYIHzxJakapSIJGMosy-kFSGQo  
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Este blog recoge nuestra fiesta en el HORIGINAL (gracias Joseba):  http://horinal.blogspot.com/, así como este vídeo (gracias, Anna Benítez): http://www.youtube.com/watch?v=vAdP4cdeMpE y este otro (gracias, Rosa Abuchaibe): http://www.youtube.com/watch?v=V-LtlnBFRxA.

17 de enero de 2012

PARA ELISABET J. B., MI ÚLTIMA SEGUIDORA, MI AGRADECIMIENTO

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Para Elisabet J. B., un capítulo de mi última novela, Mondomwouwé (Barcelona, 2011), inspirada en Togo (Àfrica occidental), a modo de bienvenida a esta tertulia literaria:

SÉVERIN Y THÉRÈSE 

“¿Oyes lo que te digo?”, repitió Séverin a su mujer con voz airada. No se te ocurra insinuar ni una vez más que soy un manirroto y voy tirando el dinero por ahí. Además, sabes bien que me lo gano, ¿quién consiguió el trabajo de vigilante nocturno, eh? Thérèse seguía aparentemente impasible, enjuagando y estrujando la ropa que aún quedaba en la jofaina. Con los ojos fijos en el agua y el torso desnudo, desmayado sobre la palangana jabonosa, removía y estrujaba, calmosa pero con brío, cada una de las piezas que iba amontonando sobre la piedra justo al lado del recipiente. Hubiera dado cualquier cosa por no tener que seguir escuchando aquella voz odiosa que le martilleaba los oídos desde hacía demasiados años. Nunca había encajado con indiferencia los ex abruptos de su marido. Se le tensaban los músculos de todo el cuerpo y se le electrizaba el vello cuando él se le acercaba. No soportaba su olor ni sus ademanes, ni la mirada lasciva que le dedicaba cada vez que el cuerpo le pedía sexo y la forzaba. Entretanto él tenía que saber que había sido ella quien, tres años antes, había recurrido a los misioneros para suplicarles un empleo para su marido. Entonces Thérèse tenía la esperanza de que al menos una ocupación le impidiera gastar en los bares de alterne el poco dinero que ella ganaba para que los más pequeños pudieran ir a la escuela. Aquel hombre era un pozo sin fondo, nunca tenía bastante. Los padres le habían conseguido trabajo y vivienda, pero él había visto en aquel privilegiado techo la oportunidad de una fuente adicional de ingresos, decidió alquilarlo y obligó a la familia a quedarse en su miserable chabola, ampliada con retazos de plástico duro y recubrimiento de uralita. Y ahora le venía con el cuento de que se presentaba la ocasión, por segunda vez en poco tiempo, de deparar a uno de sus hijos una vida digna y llena de comodidades en España -así lo planteaba él-, si conseguía convencer a aquellos blancos que se habían presentado por sorpresa en la comunidad de que adoptaran a uno. No era difícil, decía. Al menos eso era lo que pensaba la gente. Ahora entre los europeos se cotizaban alto los chavales de otras razas. Aquel hombre no se arredraba ante nada con tal de disponer de más dinero para él. Thérèse se incorporó lentamente con la ropa escurrida en la jofaina. “¿Oyes lo que te digo?”, alcanzó a escuchar una vez más antes de desaparecer por detrás de una de las pocas paredes de cemento.

         Nos levantamos a las siete y media. Tenemos la intención de visitar las instalaciones donde los amigos del Centro tienen los talleres de formación profesional. Después iremos a comprar al supermercado y, de camino, llamaremos a casa.

        Los chicos están trabajando desde las 7.00 h. Aquí pueden aprender las profesiones de carpintería, albañilería, y soldadura y forja del hierro. Para mujeres también hay talleres, pero éstos están en el Centro de Formación Femenina y la administración es independiente de la suya.

       En las enormes naves donde los alumnos hacen prácticas hay una actividad febril. Es digno de admiración con el calor tan desconsiderado que hace. Me viene a la mente que en Alemania se suspenden las clases en las escuelas cuando, en las estribaciones del verano, unas temperaturas muy alejadas de éstas empiezan a hacer difícil la concentración en las tareas escolares. Hitzefrei lo llaman, “libre por motivo del calor”.

       Vamos en busca de Vicent para informarle de que pasaremos por el supermercado. Quizá necesite algo que nosotros podamos traerle. Delante del taller de forja del hierro un joven nos da conversación y nos explica que él se acaba de diplomar y que está muy contento; ahora es el encargado de uno de los módulos donde se alojan los alumnos. Nos dice que antes de que llegaran los padres salesianos los jóvenes de Kara no tenían futuro. Ahora, en cambio, aprenden un oficio y después encuentran trabajo. A él le han cambiado la vida, dice. 

       Nos acercamos hasta donde trabajan los aprendices de carpintero. Allí está Vicent, hablando con dos monjas: Carmen (española de Burgos) y Consuelo (de un pueblo de Togo). Ellas se dedican a la enseñanza. Son marianistas. Tienen a su cargo una escuela mixta –unos trescientos alumnos- y un internado femenino. Carmen lleva cuarenta años en Kara; ella y otra compañera con la que fundó la escuela. Estamos de suerte. Nos llevan en su coche hasta el supermercado. Esto nos ahorra el sudor de un camino de tres cuartos de hora. El supermercado queda muy lejos. La vuelta será dura.

       El súper está al lado de la pizzería donde cenamos ayer y pertenece al mismo propietario. Aquí en Kara es la única tienda montada según el modelo de un supermercado europeo. Pero las diferencias son más obvias que las coincidencias. El local es muy pequeño y las estanterías muestran una gama de productos a buen seguro más que suficientes, pero de muy poca variación para nuestras costumbres de lujo. Casi toda la mercancía es importada. En el mostrador frigorífico tienen congelados, embutidos y carne fresca. Todo ello en cantidades muy limitadas; aquí los clientes son escasos en cualquier tienda, y más aún en una tienda como ésta. En el mostrador refrigerado hay una bandeja con cuatro o cinco costillas de cerdo. Se ven frescas, pero la pieza de carne de buey resulta muy desagradable a mis privilegiados ojos.

       En la caja una empleada ha cogido nuestras bolsas y nos ha acompañado hasta la calle. Nos miraba esperando un gesto nuestro que le indicara dónde teníamos aparcado el coche. Le hemos dicho que íbamos andando. Aquí esto sorprende, no se lo esperan de gente como nosotros. Para hacer más llevadero el calvario del camino hemos comprado una botella grande de agua mineral muy fría. Hemos llegado calados de sudor.

       El almuerzo en casa es a las 12.30 h. La mesa ya está puesta. Como no es día festivo, cocina Malik, el cocinero de la comunidad. Libra sólo los festivos.  Hoy tenemos ensalada verde con tomate, cebolla, aguacate y huevo duro. De segundo estofado de lentejas. Malik también nos trae a la mesa el arroz sobrante del domingo, el que habíamos cocinado nosotros con verduras. De postre, macedonia de frutas; buenísima.

       Malik no come con nosotros. Él sirve la mesa, friega los platos y, cuando termina su trabajo, se marcha a casa.

       Lo de hacer de marqueses hasta este punto a Álex y a mí no nos va; nos sentimos incómodos. No es nuestro estilo. ¿Quizá pudiéramos colaborar, ayudarles en algo? Juan Diego promete encontrarnos ocupación y se le encienden los ojos con una chispa diabólica cuando de repente se le ocurre que podríamos trasladar hasta la casa los sacos de cemento que necesitan para unas reformas y preparar la mezcla para los albañiles. Todos se divierten un motón a nuestra costa. Yo no entiendo por qué. ¿Acaso pensaban que no íbamos a poder hacerlo? De momento Álex ya ha acordado con Vicent que harán prácticas con el Access y yo me he ofrecido para dar clases de español.

       Álex se ha ido al despacho de Vicent a eso de las 15.00 h. Deben de haber pegado la hebra porque son las 17.25 h. y todavía no ha vuelto. La clase de español que me he comprometido a darles a Marcel y a Clarisse tenía que haber empezado a las 17.00 h., pero Marcel no se ha presentado. Es muy raro, parecía realmente interesado... .

       Oigo que alguien llama tímidamente a nuestra puerta. Es Marcel. Viene muy sudado. De la frente le cae a raudales el sudor por toda la cara y respira con agitación.

       Después de la clase Álex me cuenta que Vicent le había encargado no sé qué cosa en el último momento y que el chaval, después de liquidar aquel encargo, había salido a toda prisa. Más tarde le digo de broma a Vicent que me desquitaré, que alargaré mi clase de español con Marcel cuando él lo esté esperando a la hora de la catequesis. Se queda tan ancho y responde tranquilamente: “Bueno, él se lo perderá”. Este Vicent tiene guasa.

       Cenamos juntos. Malik ha preparado ensalada de pasta con trozos de una especie de salchicha de Frankfurt –dice que es de pollo-. Bebemos agua y vino peleón de tetrabrik, que los amigos trasladan a una botella de cristal, “así parece más refinado”, dicen riendo. El vino es de marca Don García, que se ve por todas partes. Fresquito entra de maravilla. De postres, fruta variada. Rafael se dispone a comerse un mango de los silvestres, de los que no están injertados. Tienen mucha fibra y son más incómodos de comer, pero él afirma, rotundamente, que son más gustosos. Cuando lo dice ya se prepara mentalmente, porque a todas luces se le hace la boca agua. Pone la directa, se disculpa de antemano y sin más preámbulos anuncia lo que ocurrirá a continuación de modo inevitable: se comerá un mango “como los cerditos” y se pondrá perdido. Los ojos le bailan sólo con imaginarse el enorme placer al que se entregará de un momento a otro. Con el cuchillo hace una pequeña incisión en un extremo, se lleva el fruto a la boca y sorbe con cara de delirio. Me recuerda las descripciones gastronómicas del detective Carvalho, el de las novelas policíacas de Manolo Vázquez Montalbán. Rafael sostiene una lucha feroz con los largos hilos del mango para apurarlos hasta el final; van saliendo continuamente de la pulpa, de color amarillo intenso. Termina la operación levantando las manos, que ahora tiene empapadas y con los dedos pringados de la masa amarilla. Parece querer decir: “No tengo la culpa de nada”. Se levanta volando de la mesa y se va al lavabo a adecentarse. Álex y yo, que le hemos ido imitando en todo el proceso, esperamos nuestro turno con las manos en alto. Juan Diego ha sido más civilizado; él se ha zampado medio mango de los otros –de los que no obligan a protagonizar ningún espectáculo- y Vicent ha hecho un pequeño homenaje a la macedonia del mediodía. Hay quien toma café; Vicent su infusión de hierbas. Para él es un ritual sagrado, que no perdona.

       Después de cenar –a las 20.30 h.- tienen por costumbre encontrarse fuera con los internos para la última oración del día, antes de acostarse. Salimos. Los jóvenes esperan sentados en unas gradas circulares que hay justo al lado de la casa de los amigos. Es Juan Diego quien cierra hoy la plegaria con la habitual reflexión del día. Lo hace de un modo muy sencillo, muy sentido y auténtico: la oración no se limita al conocido ritual, sino que hace referencia a los acontecimientos de la vida cotidiana de la comunidad. La reunión concluye con oraciones y cánticos.

       Antes de acostarse Rafael saca unas sillas y se sienta un rato al “fresco” (es un decir), delante de la puerta, y charla con los niños de las barriadas vecinas, que siempre andan dando tumbos por allí. Nos invita a acompañarlo y lo hacemos. La expectación que despierta nuestra extraña presencia atrae a muchos de los internos, que buscan el momento oportuno para hablar con nosotros. Despertamos su curiosidad y estimulamos su imaginario. Saben que venimos del país de sus sueños. Pero los mayores –con excepción de Marcel- no tardan mucho en retirarse a los correspondientes pabellones y nos quedamos con dos chavalillos de unos nueve o diez años, que literalmente hacen vida en el jardín del Centro. Como ellos, otros chicos de similar edad andan siempre por el jardín. Normalmente no se les ve jugar ni relacionarse entre ellos. Se tumban o están sentados en los bancos de piedra que hay en el porche de la casa de la misión, solitarios, inactivos. No son niños abandonados, su familia vive en la barriada vecina y van a la escuela. Pero pasan las horas muertas esperando que se deje caer por la casa alguno de los cuatro misioneros o sus visitas. Entonces saludan, se levantan de un brinco para acompañarles dos o tres pasos y, cuando ellos desaparecen tras la puerta, vuelven a donde estaban. Cuando entramos al recinto al regresar de nuestros paseos por la carretera, siempre aparece alguno de repente a nuestro lado sin que podamos ni intuir de dónde ha salido: “Bon jour, Bon soir. Bonne arrivée, ma sœur ». No dicen nada más. Simplemente nos acompañan, caminan junto a nosotros, mudos, hasta donde vayamos –un breve camino de dos o tres minutos-. “Au revoire”. Para ellos esta casa y todo lo que se relaciona con esta casa es el punto de referencia más importante. En algunos casos debe de ser prácticamente el único. No se separan de los religiosos. Respirar el mismo aire que ellos respiran es vital. En el despacho de Vicent siempre hay alguno de estos chicos. Se conforman con estar sentados cerca de él y mirar como trabaja. Vicent les sirve de faro y de vez en cuando les da algún pequeño encargo, una responsabilidad. Uno de los chiquillos se ha especializado en abrir y cerrar con llave la puerta del taller donde Vicent tiene su despacho. Aparte del propio Vicent, sólo él lo consigue. Se trata de una complicada operación. Parece que estos niños contaran los minutos que les faltan hasta cumplir la edad necesaria para acceder a la formación profesional. Teóricamente no los admiten hasta los diecisiete o dieciocho años, pero hacen algunas excepciones considerando las circunstancias familiares. 

       Los chavales están de guasa con Rafael y pasamos un buen rato. Son muy inocentes y dulces. Fuera reina la oscuridad más absoluta.
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© Anna Rossell

(capítulo de la novela Mondomwouwé, Barcelona 2011.

Si os interesa adquirirla la encontraréis en la librería Altaïr -de Barcelona o de Madrid y en la librería Primado de Valencia-).

CHARLA CON EL PROFESOR JOSÉ CARLOS FERNÁNDEZ EN EL ATENEU BARCELONÈS

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Este viernes próximo, 20 de enero de 2012, a las 18:00 h, en el Ateneo Barcelonés -C./ Canuda, 6, Barcelona, España, 5ª planta, Aula de Escritores)-, tenemos tertulia con:
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JOSÉ CARLOS FERNÁNDEZ, Editor, investigador, articulista, guionista, filósofo, novelista, con cerca de mil conferencias de más de un centenar de temas científicos, literarios artísticos e históricos, un escritor de peso.
Reside en Lisboa y aprovechando su estancia en Barcelona, El Laberinto de Ariadna ha organizado para el día 20-ENERO-2012, en el Ateneo de Barcelona, una charla sobre la poesías de Florbela Espanca, conocida como la Musa de Portugal.

En el caso de que estés por estos lares y te sea posible, me encantaría contar contigo como uno de los asistentes a este acto.

Lugar: Aula dels Escriptors de la ACEC, edificio Ateneu Barcelonès - C/ Canuda, 6 - Barcelona

Horario: 18.00 h

Organiza: El Laberinto de Ariadna

Imparte: Anna Rossell
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José Carlos Fernández

La poesia de Florbela Espanca, Musa de Portugal.

Es escritor e investigador y ha colaborado como articulista en multitud de revistas, especialmente Esfinge y Cuadernos de Cultura. Ha realizado guiones documentales sobre La Córdoba Omeya y Romana, el Simbolismo en la Pintura de Julio Romero de Torres y el simbolismo del Arte Tibetano. Autor del libro Córdoba Eterna y de la novela histórica El Viaje Iniciático de Hipatia y coordinador de las ediciones Grecia Mágica, La Atlántida - mito o realidad, Los Templarios y el Camino de Santiago, Valores Eternos. Imparte cursos de Historia de la Filosofía, Psicología, Simbolismo del Arte, Oratoria y Dialéctica. Cerca de mil conferencias de más de un centenar de temas científicos, literarios, artísticos e históricos -siempre en su aspecto humanista- dicen de una labor incansable de búsqueda y exposición de los pilares de la cultura que son los pilares del alma humana. Reside con su esposa en Portugal desde 2004, y en Lisboa desde hace cinco años, donde dirige las revistas Acropole y Conócete a ti mismo.

RESUMEN DE HIPATIA. LA BÚSQUEDA DEL ALMA DE LOS NÚMEROS

El Imperio Romano se desmorona, fanáticos de la nueva religión persiguen de un modo cruento e implacable a los defensores de la Sabiduría Antigua. Las Escuelas de Misterios agonizan y hay una feroz lucha entre sectas religiosas cristianas... La joven Hipatia de Alejandría recorre los santuarios iniciáticos del Nilo buscándose a sí misma, bebiendo de los manantiales del saber vivo. Continúa su aprendizaje con el filósofo Plutarco, en Atenas y finalmente vuelve a su ciudad natal para abrir una Escuela de Filosofía. El Templo de Seraphis es destruido, y con él, asesinados los últimos sacerdotes iniciados de Alejandría. El ejemplo de vida y las enseñanzas de Hipatia son como la alegre luz de una llama que, en las tinieblas de la razón, convoca a los últimos idealistas y enamorados de la verdad, más allá de los fanatismos que hacen sucumbir a la ciudad y al mundo. Pero ella y su Escuela serán un obstáculo para la ambición insaciable del patriarca cristiano Cirilo...
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A MODO DE PRESENTACIÓN DEL PROFESOR JOSÉ CARLOS FERNÁNDEZ
(texto de presentación del acto)
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por Anna Rossell
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Buenas tardes amigas y amigos de El Laberito de Ariadna.
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Es para mí un gran honor poder presentar hoy aquí a José Carlos Fernández, este gran erudito e intelectual, a quien, en nombre de todo El Laberinto de Ariadna, quiero dar las gracias por compartir con nosotros, y la bienvenida. Ello ha sido posible por la impagable intermediación de nuestro amigo y poeta Juan José Romero Montesinos –Terly-, también aquí entre nosotros, que nos ha facilitado su contacto y ha hecho las gestiones necesarias. También a él deseo expresarle nuestro agradecimiento. Gracias, Terly.
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No quiero extenderme en la presentación de José Carlos Fernández -ni debo-, pues no se trata hoy de presentar un libro sino a la persona, y la dificultad que ello entraña para una figura de su intensa y profunda andadura intelectual y humanística hace vano el intento de glosar su recorrido. De modo que me aproximaré torpemente a su biografía profesional sólo con algunas pinceladas para esbozar brevemente su perfil y acercarlo a todos aquellos que  no hayan tenido la ocasión o el tiempo de conocerle o informarse sobre él:
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Autor del libro Córdoba Eterna y de la novela histórica El Viaje Iniciático de Hipatia,  una magna obra que, de la mano de su personaje principal, la filósofa alejandrina Hipatia -defensora de la Sabiduría Antigua, cuya esencia busca intensamente para conocerse a sí misma y una de sus últimas representantes, nos descubre un estudio profundo de las logias en las que se formaban los filósofos, nos permite sumergirnos en el vastísimo mundo cultural del Antiguo Egipto y asistir al desmoronamiento del Imperio Romano. Una obra muy bien documentada históricamente. El propio autor se refiere a ella diciendo que quiso “profundizar en el significado que tenía para los discípulos de la filosofía alejandrina la Matemática y la Geometría sagradas como medio de comprender verdades inefables, de vivir una realidad que es permanente”.
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José Carlos Fernández es también coordinador de las ediciones Grecia Mágica, La Atlántida - mito o realidad, Los Templarios y El Camino de Santiago, Valores Eternos y de las exposiciones El Egipto Secreto y Don Dinis, el rey civilizador. Es, además, autor de guiones documentales sobre la 'Córdoba Omeya y Romana', el 'Simbolismo en la Pintura de Julio Romero de Torres' y el 'Simbolismo del Arte Tibetano'. Imparte cursos de Historia de la Filosofía, Psicología, Simbolismo del Arte, Oratoria y Dialéctica. Ha dado cerca de mil conferencias de más de un centenar de temas científicos, literarios, artísticos e históricos. Gracias a él conocemos a la poeta portuguesa Florbela Espanca, de la que hoy nos hablará. Sus estudios e investigaciones dan testimonio (cito una fuente de Internet) de una labor incansable de búsqueda y exposición de los pilares de la cultura que son los pilares del alma humana.
Reside en Portugal desde 2004, y actualmente en concreto en Lisboa, donde dirige las revistas Acropole y Conócete a ti mismo.

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Esta breve exposición de datos es ya suficiente como para poder afirmar que José Carlos Fernández es uno de los pocos ejemplares de aquella valiosísima especie cuyos últimos representantes puros fueron los románticos europeos, aquellos sabios eruditos que reunían en su persona un saber universal y del universo, que constituía el eje cohesionador de su vida y de su obra –concebidas como un todo único-,  sabios en un vastísimo campo del saber, un saber humanístico global –por utilizar una palabra en auge que me hace especial ilusión aplicar a otro contexto en el que tiene auténtico y hondo significado-. De él podría decirse lo mismo que del personaje de su novela histórica, Hipatia, como reza el resumen que puede leerse en Internet: El ejemplo de [su] vida y [sus] enseñanzas […] son como la alegre luz de una llama que, en las tinieblas de la razón, convoca a los últimos idealistas y enamorados de la verdad, más allá de los fanatismos que hacen sucumbir […] al mundo. Me congratulo pues de su presencia, de poder conocerlo personalmente y de tener el privilegio de aprender de sus enseñanzas.
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Anna Rossell