26 de abril de 2012

PARA TONI AZNAR, MI ÚLTIMO SEGUIDOR

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Me enteré por Irene de que habían detenido a Gabriel. Hacía días que no se le veía por la Facultad. Sucedía a menudo que las caras conocidas que protagonizaban las asambleas desaparecían por largos períodos. Rara vez se les veía en clase. Su actividad principal era la política sumergida y sus apariciones intermitentes tenían que ver con los gajes de la clandestinidad. Su vida transcurría a caballo entre Barcelona y Perpiñán, y más de uno pasaba temporadas en la cárcel. Sin embargo Gabriel trabajaba en la Seat; él no podía permitirse largas ausencias. Irene me puso al corriente de que Gabriel estaba involucrado en la organización sindical clandestina de la empresa y que la policía lo había ido a buscar en plena noche, lo había sacado de la cama y se lo había llevado detenido a la comisaría de la Vía Layetana. Las protestas por los dieciséis inculpados en el Proceso de Burgos habían endurecido la vigilancia. También supe por Irene que llevaba sólo algunos años en Cataluña. Su familia vivía en Almería. Su padre, Angel Morera, había sido alcalde de un pueblo de la zona republicana, en la provincia de Gerona, y Franco lo encarceló y finalmente lo desterró por ello a Almería, donde ejercía de profesor de instituto. Las nueve condenas a muerte de Burgos habían causado indignación sobre todo en el País Vasco y en Cataluña. Entre los acusados había dos curas y la Iglesia católica vasca se había puesto en pie de guerra contra el régimen, había apoyado las reivindicaciones a favor de la amnistía y había puesto sus locales a disposición de los grupos de la oposición clandestina para que pudieran reunirse y organizarse. Incluso habían redactado homilías, que habían mandado a las distintas diócesis para propagar su posición entre la gente de a pie. Aquello era un acto de valiente rebeldía en toda regla. La Iglesia empezaba a caerme bastante mejor, al menos una parte de ella. En Cataluña, hacía pocos días, se había encerrado un numeroso grupo de intelectuales y artistas en Montserrat para pedir también la amnistía y además el derecho a la autodeterminación. Me preguntaba de dónde sacaría Irene toda aquella información. Yo no me había enterado de nada. Que yo supiera, Irene y Gabriel se conocían de la Facultad, pero su relación no trascendía la esfera de lo meramente estudiantil.

(Fragmento de la novela de Anna Rossell, Aquellos años grises (España 1950-1975), pp. 118-119)

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