5 de octubre de 2010

LA RECUPERACIÓN DE UN CLÁSICO

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Miklós Bánffy, Los días contados
Traducción del húngaro de Éva Cserháti y Antonio Manuel Fuentes Graviño
Libros del Asteroide, Barcelona, 2009, 666 págs.
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Miklós Bánffy, Las almas juzgadas
Traducción del húngaro de Éva Cserháti y Antonio Manuel Fuentes Graviño
Libros del Asteroide, Barcelona, 2010, 528 págs.

por Anna Rossell
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Deslumbradora y apabullante esta magna novela del escritor húngaro Miklós Bánffy, que publica en tres volúmenes Libros del Asteroide y cuyo tercer tomo se anuncia inminente. Increíble, a juzgar por la amplitud de los conocimientos y la maestría de su pluma, que Europa haya tardado tanto tiempo en recuperar a uno de sus autores, que sin duda merece el calificativo de clásico. No es fácil de entender, a pesar de los avatares que su persona y su obra sufrieron a causa de la historia europea en los convulsos momentos que les tocó vivir.
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Miklós Bánffy, que nació en 1873 en la ciudad húngara de Kolozsvár, capital histórica de la región transilvana –hoy Cluj-Napoca, Rumanía-, y murió en Budapest en 1950, nos lega con esta novela no sólo una valiosa pieza de la tradición del canon occidental sino también un documento histórico de una de las épocas más agitadas de nuestro no tan lejano pasado, que cambió significativamente el mapa de Europa. Porque Los días contados (1934), Las almas juzgadas (1937) y El reino dividido (1940), aunadas bajo el título de Trilogía transilvana, son un prolífico y exhaustivo retrato de los primeros años del siglo XX, los que condujeron a Europa a la Primera Guerra Mundial. Bánffy pertenece a la prestigiosa saga de narradores que han dejado testimonio literario del hundimiento de un mundo. Lo hicieron también otros coetáneos suyos reconocidos mucho antes: Giuseppe Tomasi di Lampedusa con El Gatopardo en otra latitud geográfica, pero en la suya propia Stephan Zweig con La impaciencia del corazón o El mundo de ayer, Joseph Roth con su Marcha de Radetzky, Arthur Schnitzler, en El teniente Gustl y, aunque en un registro diferente, también Robert Musil en El hombre sin atributos. Con excepción del primero, todos ellos dan cuenta del ocaso del vasto Imperio Austro-húngaro desde la óptica de Viena; Bánffy viene ahora a completar la visión, del lado de Budapest y Transilvania, hasta ahora sólo documentado por Sandor Marai en sus Memorias de un burgués. Es cualidad añadida el hecho de que Bánffy -conde de Losoncz, perteneciente a una familia transilvana nobiliaria de tradición secular- conoce al dedillo, desde dentro, la sociedad que describe y, como político activo que fue, también protagonizó y fue testigo directo de los acontecimientos históricos del momento. Nadie mejor que él para pintar con información de primera mano este colosal y dilatado retablo histórico a través de matizadas atmósferas y tan variopinto elenco de personajes. Como si de un grandioso espectáculo se tratara, el autor pone en escena los acontecimientos de los ocho años que precedieron a la caída de la Doble Monarquía –la Kakania de Musil-, y en la primera línea de los focos a la clase política que la protagonizó, la nobleza. Enlazando con el más puro estilo de la novela realista y naturalista decimonónica -el de La Regenta de Alas, Madame Bovary de Flaubert, Ana Karenina de Tolstoi o Effi Briest de Fontane-, Miklós Bánffy despliega una palestra de protagonistas cuyo carácter plasma con autenticidad hasta los últimos rincones de su psicología. Ellos sirven a Bánffy para conducir al lector por los ambientes y situaciones necesarios para entregarnos un cuadro completo, rico en matices. Tres son los pilares en los que se basa el autor para tejer su compleja trama social: el conde Bálint Abády, embajador regresado a su tierra donde ocupará un escaño de diputado como político independiente, su amiga de la infancia Adrienne Milóth, víctima de un fracasado matrimonio y amante de Bálint, y el primo de éste, el músico László Gyeröffy, que nos adentra en el mundo de la vida disipada y de las deudas a donde le conducen su adicción al juego y al alcohol. Alrededor de estos tres ejes toman vida, dibujados con excelente pulso, un sinfín de caracteres representantes de la extravagancia enajenada, la frialdad calculadora, del chismorreo venenoso, de la ensimismada petulancia, la frivolidad amorosa, del honor ofendido, el enamoramiento apasionado, el zalamero servilismo o el cinismo recalcitrante, por nombrar sólo algunos atributos que recorren aquella sociedad. El autor húngaro no sólo se nos revela como maestro en la construcción de los personajes sino también en la de los ambientes, como cuando describe las tensiones entre los partidos políticos o las exuberantemente pormenorizadas escenas de caza y los fabulosos y matizados paisajes, que desgrana con todo lujo de detalles y en los que se entretiene con una exquisitez preciosista, que saben reflejar bien los traductores –excelso el trabajo léxico desplegado-. Trasciende aquí, y en general en toda la novela, la biografía del polifacético y culto autor, que además de político y novelista fue también pintor, dramaturgo, escenógrafo, músico e impulsor de la cultura húngara. En la voz narradora omnisciente, que pretende guardar la equidistancia del cronista neutral, se percibe claramente la simpatía del autor por el protagonista, Bálint Abády, que sobresale precisamente entre sus congéneres políticos por ser el único que se toma seriamente su quehacer en el parlamento. Así, la clase política de la época, representada por la aristocracia y la nobleza y dominada por la ambición de poder y las luchas internas de los partidos, nada atenta a las necesidades de la gente sencilla ni a los abusos de los aprovechados de turno sin escrúpulos, se nos presenta como la primera culpable del naufragio del imperio. Frente a todos ellos –no por casualidad le arrogará la cualidad de político independiente- el autor perfila una contrafigura que destaca como excepción, no sólo por su actitud responsable sino también por ser el único que persigue el objetivo de modernizar su sociedad. Bálint Abády –en muchos aspectos una réplica del autor- ejerce de político en el parlamento y fuera de él, detecta los males que aquejan a la sociedad de su tiempo porque conoce a la gente que los sufre y, como su creador –que había leído El Capital de Marx y colaboró con Mihály Károlyi, el político líder de la Revolución de 1918- simpatiza con el sistema de cooperativas, que intenta poner en práctica en los neveros de Transilvania.
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Publicada originalmente en cinco tomos y concebida para un volumen más -que se perdió y del que tenemos conocimiento por el testimonio de la última criada de Bánffy y del párroco de Bonchida, el castillo propiedad de la familia del autor-, el texto adolece de algunas repeticiones, que se explican técnicamente por la intención de recordar al lector detalles que pudiera haber olvidado en la dilatada lectura. La novela, que como sus hermanas decimonónicas es muy extensa y apunta al gran público, roza en algunos momentos lo folletinesco –en las numerosas escenas amorosas- por la recurrente utilización de epítetos manidos, que no casan con la elegancia estilística predominante. Ambas deficiencias podrían tener su justificación en una posible publicación por entregas.
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Bánffy, ya conocido como dramaturgo –Leyenda del Sol y Gran Señor, Attila- y como novelista por su Trilogía transilvana en los años cuarenta con éxito de crítica y autor también de cuentos, fue inhabilitado para la política en Rumanía, país al que en 1922 por el Pacto de Trianon, quedó anexionada Transilvania. Sus obras fueron prohibidas por los gobiernos comunistas de Hungría y Rumanía y el autor fue olvidado hasta los años setenta, cuando la crítica lo rescató tímidamente. En Transilvania su obra se reeditó en 1982, en Hungría no ha sido reeditada hasta 2006, después de que su hija publicara una versión inglesa de Los días contados. Aun a falta del tercer volumen, la Trilogía transilvana es sin duda la historia de la decadencia y desaparición de la aristocracia húngara y transilvana, la de una pérdida y la de los errores que condujeron a ella. Sin embargo no es nostalgia lo que el texto destila, sino la acusación de quien sabe que hubo una oportunidad que se perdió.

Anna Rossell

(Publicado en Quimera. Revista de Literatura (Octubre, 2010), pp. 76-77)

LA RECUPERACIÓN DE UN CLÁSICO

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Miklós Bánffy, Los días contados
Traducción del húngaro de Éva Cserháti y Antonio Manuel Fuentes Graviño,
Libros del Asteroide, Barcelona, 2009, 666 págs.

Miklós Bánffy, Las almas juzgadas
Traducción del húngaro de Éva Cserháti y Antonio Manuel Fuentes Graviño,
Libros del Asteroide, Barcelona, 2010, 528 págs.

por Anna Rossell

Deslumbradora y apabullante esta magna novela del escritor húngaro Miklós Bánffy, que publica en tres volúmenes Libros del Asteroide y cuyo tercer tomo se anuncia inminente. Increíble, a juzgar por la amplitud de los conocimientos y la maestría de su pluma, que Europa haya tardado tanto tiempo en recuperar a uno de sus autores, que sin duda merece el calificativo de clásico. No es fácil de entender, a pesar de los avatares que su persona y su obra sufrieron a causa de la historia europea en los convulsos momentos que les tocó vivir.

Miklós Bánffy, que nació en 1873 en la ciudad húngara de Kolozsvár, capital histórica de la región transilvana –hoy Cluj-Napoca, Rumanía-, y murió en Budapest en 1950, nos lega con esta novela no sólo una valiosa pieza de la tradición del canon occidental sino también un documento histórico de una de las épocas más agitadas de nuestro no tan lejano pasado, que cambió significativamente el mapa de Europa. Porque Los días contados (1934), Las almas juzgadas (1937) y El reino dividido (1940), aunadas bajo el título de Trilogía transilvana, son un prolífico y exhaustivo retrato de los primeros años del siglo XX, los que condujeron a Europa a la Primera Guerra Mundial.

Bánffy pertenece a la prestigiosa saga de narradores que han dejado testimonio literario del hundimiento de un mundo. Lo hicieron también otros coetáneos suyos reconocidos mucho antes: Giuseppe Tomasi di Lampedusa con El Gatopardo en otra latitud geográfica, pero en la suya propia Stephan Zweig con La impaciencia del corazón o El mundo de ayer, Joseph Roth con su Marcha de Radetzky, Arthur Schnitzler, en El teniente Gustl y, aunque en un registro diferente, también Robert Musil en El hombre sin atributos. Con excepción del primero, todos ellos dan cuenta del ocaso del vasto Imperio Austro-húngaro desde la óptica de Viena; Bánffy viene ahora a completar la visión, del lado de Budapest y Transilvania, hasta ahora sólo documentado por Sandor Marai en sus Memorias de un burgués. Es cualidad añadida el hecho de que Bánffy -conde de Losoncz, perteneciente a una familia transilvana nobiliaria de tradición secular- conoce al dedillo, desde dentro, la sociedad que describe y, como político activo que fue, también protagonizó y fue testigo directo de los acontecimientos históricos del momento. Nadie mejor que él para pintar con información de primera mano este colosal y dilatado retablo histórico a través de matizadas atmósferas y tan variopinto elenco de personajes. Como si de un grandioso espectáculo se tratara, el autor pone en escena los acontecimientos de los ocho años que precedieron a la caída de la Doble Monarquía –la Kakania de Musil-, y en la primera línea de los focos a la clase política que la protagonizó, la nobleza. Enlazando con el más puro estilo de la novela realista y naturalista decimonónica -el de La Regenta de Alas, Madame Bovary de Flaubert, Ana Karenina de Tolstoi o Effi Briest de Fontane-, Miklós Bánffy despliega una palestra de protagonistas cuyo carácter plasma con autenticidad hasta los últimos rincones de su psicología. Ellos sirven a Bánffy para conducir al lector por los ambientes y situaciones necesarios para entregarnos un cuadro completo, rico en matices. Tres son los pilares en los que se basa el autor para tejer su compleja trama social: el conde Bálint Abády, embajador regresado a su tierra donde ocupará un escaño de diputado como político independiente, su amiga de la infancia Adrienne Milóth, víctima de un fracasado matrimonio y amante de Bálint, y el primo de éste, el músico László Gyeröffy, que nos adentra en el mundo de la vida disipada y de las deudas a donde le conducen su adicción al juego y al alcohol. Alrededor de estos tres ejes toman vida, dibujados con excelente pulso, un sinfín de caracteres representantes de la extravagancia enajenada, la frialdad calculadora, del chismorreo venenoso, de la ensimismada petulancia, la frivolidad amorosa, del honor ofendido, el enamoramiento apasionado, el zalamero servilismo o el cinismo recalcitrante, por nombrar sólo algunos atributos que recorren aquella sociedad. El autor húngaro no sólo se nos revela como maestro en la construcción de los personajes sino también en la de los ambientes, como cuando describe las tensiones entre los partidos políticos o las exuberantemente pormenorizadas escenas de caza y los fabulosos y matizados paisajes, que desgrana con todo lujo de detalles y en los que se entretiene con una exquisitez preciosista, que saben reflejar bien los traductores –excelso el trabajo léxico desplegado-. Trasciende aquí, y en general en toda la novela, la biografía del polifacético y culto autor, que además de político y novelista fue también pintor, dramaturgo, escenógrafo, músico e impulsor de la cultura húngara. En la voz narradora omnisciente, que pretende guardar la equidistancia del cronista neutral, se percibe claramente la simpatía del autor por el protagonista, Bálint Abády, que sobresale precisamente entre sus congéneres políticos por ser el único que se toma seriamente su quehacer en el parlamento. Así, la clase política de la época, representada por la aristocracia y la nobleza y dominada por la ambición de poder y las luchas internas de los partidos, nada atenta a las necesidades de la gente sencilla ni a los abusos de los aprovechados de turno sin escrúpulos, se nos presenta como la primera culpable del naufragio del imperio. Frente a todos ellos –no por casualidad le arrogará la cualidad de político independiente- el autor perfila una contrafigura que destaca como excepción, no sólo por su actitud responsable sino también por ser el único que persigue el objetivo de modernizar su sociedad. Bálint Abády –en muchos aspectos una réplica del autor- ejerce de político en el parlamento y fuera de él, detecta los males que aquejan a la sociedad de su tiempo porque conoce a la gente que los sufre y, como su creador –que había leído El Capital de Marx y colaboró con Mihály Károlyi, el político líder de la Revolución de 1918- simpatiza con el sistema de cooperativas, que intenta poner en práctica en los neveros de Transilvania.

Publicada originalmente en cinco tomos y concebida para un volumen más -que se perdió y del que tenemos conocimiento por el testimonio de la última criada de Bánffy y del párroco de Bonchida, el castillo propiedad de la familia del autor-, el texto adolece de algunas repeticiones, que se explican técnicamente por la intención de recordar al lector detalles que pudiera haber olvidado en la dilatada lectura. La novela, que como sus hermanas decimonónicas es muy extensa y apunta al gran público, roza en algunos momentos lo folletinesco –en las numerosas escenas amorosas- por la recurrente utilización de epítetos manidos, que no casan con la elegancia estilística predominante. Ambas deficiencias podrían tener su justificación en una posible publicación por entregas.
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Bánffy, ya conocido como dramaturgo –Leyenda del Sol y Gran Señor, Attila- y como novelista por su Trilogía transilvana en los años cuarenta con éxito de crítica y autor también de cuentos, fue inhabilitado para la política en Rumanía, país al que en 1922 por el Pacto de Trianon, quedó anexionada Transilvania. Sus obras fueron prohibidas por los gobiernos comunistas de Hungría y Rumanía y el autor fue olvidado hasta los años setenta, cuando la crítica lo rescató tímidamente. En Transilvania su obra se reeditó en 1982, en Hungría no ha sido reeditada hasta 2006, después de que su hija publicara una versión inglesa de Los días contados. Aun a falta del tercer volumen, la Trilogía transilvana es sin duda la historia de la decadencia y desaparición de la aristocracia húngara y transilvana, la de una pérdida y la de los errores que condujeron a ella. Sin embargo no es nostalgia lo que el texto destila, sino la acusación de quien sabe que hubo una oportunidad que se perdió.

Anna Rossell

(Publicado en Quimera. Revista de Literatura (Octubre, 2010), pp. 76-77)

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