EL ORATE VISIONARIO
Le llamaban “El orate visionario”. No era de allí. Había llegado al pueblo de pequeño, con una tía, que lo había adoptado al quedarse huérfano. Nadie sabía a ciencia cierta su edad, nadie había cruzado nunca una palabra con él. Pedro no hablaba. Sólo decía “mamá”. Deambulaba por las calles, echaba a correr sin motivo y se agazapaba tras un matorral o se escondía temeroso en un portal. El apodo le venía por la expresión de sus ojos cuando se detenía de repente y se quedaba mirando a un punto fijo, aterrorizado, temblando. Ni las burlas ni los empujones de los chiquillos lo sacaban de aquel ensimismamiento, que sólo rompía cuando su tía acudía a rescatarle y se lo llevaba a casa de la mano. “Mamá, mamá”, balbucía entonces.
Así transcurría su vida desde que su padre degolló a su madre en su presencia y se descerrajó un tiro en la sien.
© Anna Rossell