15 de marzo de 2009

Hans Magnus Enzensberger, Josefine y yo (por Anna Rossell)



CONVERSACIONES DESIGUALES, Trad. de Richard Gross. Anagrama, Barcelona, 2008, 158 págs.


Anna Rossell


“¿Qué impulsa a la gente a interesarse tanto por Josefina? Problema tan difícil de resolver como el del canto de Josefina, y estrechamente relacionado con él”. Esta es la cuestión que se plantea el ratón narrador del cuento de Kafka, Josefine, la cantora o el pueblo de los ratones, una parábola sobre la relación dialéctica entre el artista y su público. Hans Magnus Enzensberger (Kaufbeuren, Baviera, 1929) se inspira en la pregunta nuclear de este texto kafkiano para seguir fabulando sobre el personaje de Josefine y sobre el nexo entre ella y su admirador. El relato -en forma de anotaciones de diario que abarcan el espacio temporal de un año (de septiembre de 1990 a septiembre de 1991)- compendia las conversaciones mantenidas a lo largo de este tiempo por una anciana burguesa y un solitario economista treintañero, Joachim, dedicado a su rutina profesional y a la escritura de poemas en su tiempo libre. La vieja dama, que recuerda en cierto modo la de la obra teatral de Dürrenmatt, excéntrica ex cantante supuestamente afamada y tres veces casada, convive en un viejo caserón, reflejo deslucido de la vieja gloria, con Fryda, una fiel sirvienta judía de ascendencia polaca, con la que mantiene una recíproca relación de tiranía y amistad. Un incidente inicial, el frustrado robo del bolso de la dama en una calle de Berlín gracias a la intervención de un transeúnte, Joachim, sirve de excusa algo forzada para hacer confluir a los dos personajes. Como agradecimiento la dama invitará al joven a tomar el té en su casa, un ritual que se repetirá a partir de este momento todos los martes hasta la muerte de Josefine.Al igual que la historia del escritor de Praga, que alude en el título al cuento del flautista de Hamelín, el encantador de ratas, el relato de Enzensberger pretende ser una indagación más amplia acerca de las razones que sostienen cualquier relación entre un líder y sus seguidores en general. A juzgar por las conversaciones que mantienen estos dos improvisados amigos, la intención de Enzensberger es, además, pasar revista a una amplia gama de temas de la vida moderna, fenómenos de la sociedad de masas, cotidianos y no tan cotidianos, como la publicidad, la moda, la probable reelección del canciller Kohl, el dinero, el progreso o la guerra de Irak. A quien conozca la trayectoria de Enzensberger no puede extrañar que el autor construya un personaje que llame a cada cosa por su nombre, guste o no guste a quien lo oiga. Así su vieja dama, de ademán déspota aunque de fondo tierno, niña de los ojos del autor, es una descarada, de absoluta incorrección política, que dispara las verdades a bocajarro, tal como las piensa y siente, y deja fuera de combate a su interlocutor, a quien deslumbra y anonada por la contundente seguridad y clarividencia de cada una de sus sentencias. Sin embargo, y como puede inferirse de la desigual naturaleza de los personajes, la guerra dialéctica que sostienen no reviste profundidad filosófica alguna. Precisamente de esto se trata. Enzensberger parece proponerse como único objetivo decir lisa y llanamente que hay cosas que saltan a la vista, que son sencillas sin más, y que quien le da vueltas a la tuerca es un hipócrita, esconde algún interés o sucumbe a la música del flautista de turno dejándose llevar por su debilidad de carácter. Desde luego el relato del autor alemán sigue teniendo su sello, pero dista mucho de la seriedad que revisten las obras de todo género que caracterizan al penetrante y concienzudo Enzensberger, ganador de tantos y merecidos galardones. En consonancia con la tesis que propugna, la obra no puede ser de calado intelectual ni lo pretende, prueba de ello la constituye la sintomática ausencia en las conversaciones de Josefine y Joachim del tema de la reunificación alemana, a la que no se hace siquiera alusión, precisamente en el año 1991. Con Josefine y yo Enzensberger se ha permitido un divertimento sin complicaciones, un paseo por una galería temática variopinta que entretiene por la desenvoltura y agilidad de su desenfadada prosa, de registro predominantemente deslenguado, que sabe mantener bien la traducción, y la ligereza y la simplicidad del argumento, armado en una estructura igualmente sencilla. Se lee de un tirón este relato exento de complicación, pero no de humor agudo, que a menudo proporciona al lector el secreto y hondo placer de escuchar de la boca de la irreverente dama, al menos por una vez, lo que él, como tantos otros, íntimamente piensa y por falso pudor no se atreve a manifestar.


(En: Quimera. Revista de Literatura)

Hans Magnus Enzensberger, Josefine y yo (por Anna Rossell)

Hans Magnus Enzensberger, Josefine y yo (por Anna Rossell)
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CONVERSACIONES DESIGUALES, Trad. de Richard Gross. Anagrama, Barcelona, 2008, 158 págs.

Anna Rossell

“¿Qué impulsa a la gente a interesarse tanto por Josefina? Problema tan difícil de resolver como el del canto de Josefina, y estrechamente relacionado con él”. Esta es la cuestión que se plantea el ratón narrador del cuento de Kafka, Josefine, la cantora o el pueblo de los ratones, una parábola sobre la relación dialéctica entre el artista y su público. Hans Magnus Enzensberger (Kaufbeuren, Baviera, 1929) se inspira en la pregunta nuclear de este texto kafkiano para seguir fabulando sobre el personaje de Josefine y sobre el nexo entre ella y su admirador. El relato -en forma de anotaciones de diario que abarcan el espacio temporal de un año (de septiembre de 1990 a septiembre de 1991)- compendia las conversaciones mantenidas a lo largo de este tiempo por una anciana burguesa y un solitario economista treintañero, Joachim, dedicado a su rutina profesional y a la escritura de poemas en su tiempo libre. La vieja dama, que recuerda en cierto modo la de la obra teatral de Dürrenmatt, excéntrica ex cantante supuestamente afamada y tres veces casada, convive en un viejo caserón, reflejo deslucido de la vieja gloria, con Fryda, una fiel sirvienta judía de ascendencia polaca, con la que mantiene una recíproca relación de tiranía y amistad. Un incidente inicial, el frustrado robo del bolso de la dama en una calle de Berlín gracias a la intervención de un transeúnte, Joachim, sirve de excusa algo forzada para hacer confluir a los dos personajes. Como agradecimiento la dama invitará al joven a tomar el té en su casa, un ritual que se repetirá a partir de este momento todos los martes hasta la muerte de Josefine.Al igual que la historia del escritor de Praga, que alude en el título al cuento del flautista de Hamelín, el encantador de ratas, el relato de Enzensberger pretende ser una indagación más amplia acerca de las razones que sostienen cualquier relación entre un líder y sus seguidores en general. A juzgar por las conversaciones que mantienen estos dos improvisados amigos, la intención de Enzensberger es, además, pasar revista a una amplia gama de temas de la vida moderna, fenómenos de la sociedad de masas, cotidianos y no tan cotidianos, como la publicidad, la moda, la probable reelección del canciller Kohl, el dinero, el progreso o la guerra de Irak. A quien conozca la trayectoria de Enzensberger no puede extrañar que el autor construya un personaje que llame a cada cosa por su nombre, guste o no guste a quien lo oiga. Así su vieja dama, de ademán déspota aunque de fondo tierno, niña de los ojos del autor, es una descarada, de absoluta incorrección política, que dispara las verdades a bocajarro, tal como las piensa y siente, y deja fuera de combate a su interlocutor, a quien deslumbra y anonada por la contundente seguridad y clarividencia de cada una de sus sentencias. Sin embargo, y como puede inferirse de la desigual naturaleza de los personajes, la guerra dialéctica que sostienen no reviste profundidad filosófica alguna. Precisamente de esto se trata. Enzensberger parece proponerse como único objetivo decir lisa y llanamente que hay cosas que saltan a la vista, que son sencillas sin más, y que quien le da vueltas a la tuerca es un hipócrita, esconde algún interés o sucumbe a la música del flautista de turno dejándose llevar por su debilidad de carácter. Desde luego el relato del autor alemán sigue teniendo su sello, pero dista mucho de la seriedad que revisten las obras de todo género que caracterizan al penetrante y concienzudo Enzensberger, ganador de tantos y merecidos galardones. En consonancia con la tesis que propugna, la obra no puede ser de calado intelectual ni lo pretende, prueba de ello la constituye la sintomática ausencia en las conversaciones de Josefine y Joachim del tema de la reunificación alemana, a la que no se hace siquiera alusión, precisamente en el año 1991. Con Josefine y yo Enzensberger se ha permitido un divertimento sin complicaciones, un paseo por una galería temática variopinta que entretiene por la desenvoltura y agilidad de su desenfadada prosa, de registro predominantemente deslenguado, que sabe mantener bien la traducción, y la ligereza y la simplicidad del argumento, armado en una estructura igualmente sencilla. Se lee de un tirón este relato exento de complicación, pero no de humor agudo, que a menudo proporciona al lector el secreto y hondo placer de escuchar de la boca de la irreverente dama, al menos por una vez, lo que él, como tantos otros, íntimamente piensa y por falso pudor no se atreve a manifestar.

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Heinrich Böll, El honor perdido de Katharina Blum (por Anna Rossell)

Heinrich Böll, El honor perdido de Katharina Blum (por Anna Rossell)
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UN ESTUDIO SOBRE LA VIOLENCIA

EL HONOR PERDIDO DE KATHARINA BLUM O CÓMO SURGE LA VIOLENCIA Y ADÓNDE PUEDE CONDUCIR, Trad. de Helene Katendahl. Trad. del epílogo de Bárbara Serrano. Seix Barral, Barcelona, 2007, 154 págs.

Anna Rossell

Heinrich Böll (Colonia, 1917-Colonia, 1985) fue el último de los escritores alemanes occidentales que desde los primeros años de la posguerra hasta su muerte representó la voz de la otra Alemania, aquella que pasó revista con ojo crítico a todos y cada uno de los momentos de la reconstrucción social y política del país después del nacionalsocialismo y de la guerra. Su literatura retrata con distante ironía, de modo pormenorizado, ambientes de un tiempo y una geografía íntimamente ligados a su entorno más directo, y sin embargo es a la vez universal. El honor perdido de Katharina Blum vuelve a dar fe de esta trayectoria. Este relato, publicado por primera vez en 1974 en el semanario Spiegel, fue el producto de la tensión que desencadenaron los métodos de persecución policial de los miembros de la RAF, la guerrilla urbana de extrema izquierda que en los años setenta del siglo pasado sembró el terror en Alemania occidental en nombre del antiimperialismo. Los asesinatos y atentados perpetrados por el grupo así como la actuación de la policía para acabar con ellos propiciaron un clima de tensión antes desconocido en Alemania y desencadenaron una fuerte polémica acerca de la violencia. La historia de Katharina Blum surgió como reacción del autor al acoso a que se vio sometido por parte del diario amarillo Bild-Zeitung, que en 1971 y 1972 había publicado artículos que le acusaban de simpatizar con la RAF. Cuando los manipuladores de la opinión pública tildan directamente de terrorista a quien critica a los órganos de seguridad del Estado por sus prácticas abusivas para combatir el terrorismo un gran peligro se cierne sobre la democracia, cuya buena salud tanto depende del buen periodismo. Böll, difamado como simpatizante del terrorismo y comparado con Goebbels en las páginas del Bild-Zeitung, vivió en carne propia las consecuencias del periodismo amarillo hasta el punto de que el día de la detención de Baader, uno de los fundadores de la RAF, la policía llegó a cercar su vivienda. El autor, que atento siempre a la contradicción humana y a los comportamientos deshonestos, abominaba de la hipocresía individual y social, por lo que se ganó merecidamente la fama de moralista, no podía dejar pasar la oportunidad de mostrar cómo surge la violencia y adónde puede conducir, como reza el subtítulo del relato. Con la historia del personaje ficticio de Katharina Blum, Böll pone al descubierto cómo el poder manipulador de un periodismo sensacionalista y sin escrúpulos consigue hundir el honor de la más inocente de las criaturas hasta el punto de llevarla a cometer homicidio movida precisamente por la condición sencilla y transparente de su naturaleza. A Katharina, una mujer joven de clase media, trabajadora e íntegra, se le transforma la vida a partir del día en que, en una fiesta de carnaval, conoce al hombre de su vida, un prófugo, Ludwig, que huye de la justicia por deserción y robo de dinero al ejército. Su amor es correspondido y empieza así un idilio que será el comienzo de su desgracia. Por amor Blum incurre en el delito de ayudar a escapar a Ludwig, al que además facilitará la segunda vivienda de un acosador suyo que, contra su voluntad, le ha dejado la llave. Lo demás vendrá rodado: el Bild-Zeitung transforma una vida honrada y sin complicaciones en una existencia de moral dudosa y de ascendencia más que sospechosa. Katharina acabará encarcelada por asesinato, perderá a su madre y a sus amigos, que sucumben al envenenamiento de la noticia fácil. Adelantándose a sus detractores, de derechas y de izquierdas, en el epílogo que escribió diez años después de la primera publicación para una reedición del libro, Böll llamó irónicamente „panfleto“ a su relato, un relato cuya vigencia sigue tristemente en boga. Lejos de ser un panfleto, la historia de Katharina es una narración lúcida que, a modo de artículo periodístico a la contra del que combate, desenmascara los mecanismos que generan la violencia cuando ésta se ejerce con la supuesta intención de combatirla.

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Joseph Roth, Job / La rebelión (por Anna Rossell)



NARRATIVA UNIVERSAL CENTROEUROPEA


Joseph Roth, Job, Trad. de Berta Vias Mahou. Acantilado. Barcelona, 2007. 218 págs.


Joseph Roth, La rebelión, Trad. de Feliu Formosa. Acantilado. Barcelona, 2008. 148 págs.


Anna Rossell


Los grandes acontecimientos históricos han sido siempre fuente de inspiración para la literatura. Hay en ellos material épico abundante para fabular e inmortalizar hechos y ambientes que mantienen vivo su recuerdo. Sin embargo no abundan los autores capaces de captar sus entresijos, de leer en los repliegues de la historia y plasmarlos con la sensibilidad necesaria para que resulten cercanos. Son escasos los que logran no simplemente hacerlos entender, sino comprender. Únicamente lo consiguen quienes, más allá de la mera descripción de los hechos, encuentran el lenguaje para describir con sutileza y profundidad sus consecuencias para los seres humanos involucrados en ellos. Joseph Roth pertenece a este linaje. El es uno de los más grandes representantes de la literatura centroeuropea en lengua alemana de principios del siglo XX. El supo retratar como ningún otro el desmoronamiento del imperio austro-húngaro. Nacido en 1894 en Brody -Galicia del este, centro-Europa-, austriaco de ascendencia judía, fue uno de los autores de la llamada generación perdida europea. Coetáneo de Stefan Zweig y como él, y a diferencia de tantos otros, nada entusiasta de la Gran Guerra, participó finalmente en ella y después de la contienda se vio obligado a interrumpir sus estudios para sobrevivir. Puede decirse que fue escritor en el más amplio sentido de la palabra, pues se dedicó tanto al periodismo, en el que cultivó toda clase de géneros (reportaje, glosa, crítica teatral, cinematográfica y literaria), como a las bellas letras, y muchos valoran tanto la alta calidad de sus trabajos periodísticos como su obra más estrictamente literaria. Es magistral su dominio de la pluma y poseía un desarrollado sentido del olfato para anticiparse a los acontecimientos: su novela La tela de araña (1923) es una detallada descripción del advenimiento y la intrincada construcción del nacionalsocialismo diez años antes de la subida de Hitler al poder. A estas cualidades hay que añadir su sagacidad y la precisión de su escritura periodística, que lo sitúan a la altura de contemporáneos suyos de tanto renombre como Egon Erwin Kisch y Kurt Tucholsky. Roth, que trabajó para los periódicos más importantes de la época y firmaba sus colaboraciones para el diario socialista Vorwärts con el sobrenombre de Joseph el rojo, ejerció la crítica político-social y arremetió contra los políticos reaccionarios de su tiempo. Autor de cuantiosas novelas, la mayoría de ellas traducidas al español, su fama comenzó a extenderse sobre todo a partir de La marcha de Radezky (1932). A través del devenir de varias generaciones de la familia Trotta, Roth transmite en ella una visión panorámica del canto del cisne de la monarquía de los Habsburgo, saga cuyos avatares retomó en La cripta de los capuchinos (1938). El tono especialmente melancólico de su escritura a partir de 1926 -año en que viajó a la URSS como corresponsal- da idea del cambio de rumbo que, por desencanto, sufrió su ideología de tendencia socialista, que se tornó en nostalgia de la época monárquica. Como su coetáneo Zweig, veía en aquel pasado un tiempo glorioso que había sabido unir nacionalidades y culturas diversas, un momento álgido de cosmopolitismo cultural perdido para siempre. Pero Roth conservó la mirada lúcida y penetrante que ve en la humildad y el sufrimiento del menos favorecido un reflejo de las condiciones sociales y políticas que rigen su destino. La andadura de sus personajes es la que habla de la verdadera historia, no hay otra. El realismo de su prosa se nutre de su capacidad para la observación y la descripción sensible de lo minucioso. El universo que sale de su pluma es el de las personas de carne y hueso que transportan al lector al ambiente que las envuelve y le sumergen irrefrenablemente en él. En La rebelión (1924) viajamos al escenario vienés de la primera posguerra mundial y acompañamos a Andreas Pum en sus esfuerzos cotidianos por rehacer su vida. Pum es un ex combatiente inválido que ha visto recompensados sus servicios a la causa con una condecoración y una licencia para tocar el organillo por las calles. Todo en la novela gira en torno a este personaje. El constituye el eje a partir del cual Roth desgrana el desencanto sufrido por tantos otros como él, gente sencilla, ávida de calidez humana. Su ingenua naturaleza le permite creer firmemente en el orden del mundo y en Dios, en el gobierno y en las leyes, y a despreciar a quienes se desmarcan de su manto supuestamente protector. Su condecoración y su licencia le llenan del inocente orgullo que sustenta su fe en los hombres y el futuro. Pero la insensible frialdad de aquellos que han rehecho su vida como si la guerra no hubiera significado más que un breve e incómodo paréntesis, la crueldad de quienes se arriman al sol que más calienta a costa de lo que sea y de quien sea y sobre todo la sinrazón de los mecanismos de una burocracia que no sirve al individuo sino que lo pone absurdamente a su servicio, le irán convirtiendo en un opositor, un rebelde como los que él antes despreciaba. Aunque en un registro narrativo muy distinto del de Kafka, Roth, como el escritor de Praga, retrata un mundo en el que la burocracia y la corrupción determinan el destino del individuo como antes lo hiciera Dios. La vida de Andreas Pum, como la de K. en El Proceso, transcurrirá y se apagará, víctima de este omnipotente desatino. Roth es el escritor de los más desfavorecidos, el narrador de mundos que se vienen abajo. También en Job (1930) describe una biografía triste. También Job es la historia de un desencanto. La novela narra la andadura de una humilde familia judía de Zuchnow, una pequeña localidad por aquel entonces rusa. En el protagonista Mendel Singer el autor recrea la historia de Job. Como el personaje bíblico, también Mendel Singer es un hombre piadoso y recto, que confía plenamente en el Dios bondadoso y cree ciegamente en el sentido oculto de los designios divinos. La modesta vida que le permite llevar su sueldo de maestro, con el que debe alimentar a su mujer Deborah y a su descendencia, transcurre con cierta tranquilidad hasta el nacimiento de su cuarto y último hijo, Menuchim. El benjamín de la familia es un niño tullido, que con su enfermedad sumirá a los padres en la tristeza más profunda. El infortunio de los Singer va en aumento al ser llamados a filas sus otros dos hijos varones y acaba de colmarse cuando su hija se entrega a sus amoríos con cosacos, amoríos que el padre desea cortar de raíz. La carta de uno de los hijos, que les informa de su deserción y de su nueva vida en los EEUU y les invita a seguirle llega en el momento justo. La familia emigra a América y deja atrás a Menuchim, al cuidado de una joven pareja. Estalla la guerra y las desgracias se suceden cayendo como una plaga sobre ellos: el hijo americano se alista voluntario y pierde la vida en la contienda, el otro sirve al zar y se da por desaparecido, la madre muere como consecuencia de la noticia y la hija enloquece. Como Andreas Pum contra el Estado y el gobierno, también Mendel Singer se rebela contra Dios. Le declara la guerra a un Dios desconsiderado e injusto al que acusa de cruel y de cebarse en los más débiles. Mendel Singer pierde su fe, deja de rezar, destierra a Dios de su corazón y abomina de Él. Su mundo interior se ha desmoronado. El final, feliz a pesar de todo, casi de cuento de hadas, no resta calidad al genio narrativo de Roth, cuya selecta pluma moldea al personaje con magistral sutileza y sabe hacer del lenguaje literario una exquisita herramienta. Salpicando el texto con notas de finísimo humor -evitando en todo momento el melodrama-, da vida a las emociones más inasequibles. Roth pone de manifiesto los recovecos más recónditos del alma de sus criaturas con la mera insinuación de un gesto, sabe captar y transmitir como nadie lo etéreo, lo sublime, lo inmaterial. Es el maestro de lo intangible.

(En: Quimera. Revista de Literatura, núm. 296 / 7, julio-agosto 2008, pp. 96-97)

Joseph Roth, Job / La rebelión (por Anna Rossell)

Joseph Roth, Job / La rebelión (por Anna Rossell)
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NARRATIVA UNIVERSAL CENTROEUROPEA

Joseph Roth, Job, Trad. de Berta Vias Mahou. Acantilado. Barcelona, 2007. 218 págs.

Joseph Roth, La rebeliónTrad. de Feliu Formosa. Acantilado. Barcelona, 2008. 148 págs.

Anna Rossell

Los grandes acontecimientos históricos han sido siempre fuente de inspiración para la literatura. Hay en ellos material épico abundante para fabular e inmortalizar hechos y ambientes que mantienen vivo su recuerdo. Sin embargo no abundan los autores capaces de captar sus entresijos, de leer en los repliegues de la historia y plasmarlos con la sensibilidad necesaria para que resulten cercanos. Son escasos los que logran no simplemente hacerlos entender, sino comprender. Únicamente lo consiguen quienes, más allá de la mera descripción de los hechos, encuentran el lenguaje para describir con sutileza y profundidad sus consecuencias para los seres humanos involucrados en ellos. Joseph Roth pertenece a este linaje. El es uno de los más grandes representantes de la literatura centroeuropea en lengua alemana de principios del siglo XX. El supo retratar como ningún otro el desmoronamiento del imperio austro-húngaro. Nacido en 1894 en Brody -Galicia del este, centro-Europa-, austriaco de ascendencia judía, fue uno de los autores de la llamada generación perdida europea. Coetáneo de Stefan Zweig y como él, y a diferencia de tantos otros, nada entusiasta de la Gran Guerra, participó finalmente en ella y después de la contienda se vio obligado a interrumpir sus estudios para sobrevivir. Puede decirse que fue escritor en el más amplio sentido de la palabra, pues se dedicó tanto al periodismo, en el que cultivó toda clase de géneros (reportaje, glosa, crítica teatral, cinematográfica y literaria), como a las bellas letras, y muchos valoran tanto la alta calidad de sus trabajos periodísticos como su obra más estrictamente literaria. Es magistral su dominio de la pluma y poseía un desarrollado sentido del olfato para anticiparse a los acontecimientos: su novela La tela de araña (1923) es una detallada descripción del advenimiento y la intrincada construcción del nacionalsocialismo diez años antes de la subida de Hitler al poder. A estas cualidades hay que añadir su sagacidad y la precisión de su escritura periodística, que lo sitúan a la altura de contemporáneos suyos de tanto renombre como Egon Erwin Kisch y Kurt Tucholsky. Roth, que trabajó para los periódicos más importantes de la época y firmaba sus colaboraciones para el diario socialista Vorwärts con el sobrenombre de Joseph el rojo, ejerció la crítica político-social y arremetió contra los políticos reaccionarios de su tiempo.Autor de cuantiosas novelas, la mayoría de ellas traducidas al español, su fama comenzó a extenderse sobre todo a partir de La marcha de Radezky (1932). A través del devenir de varias generaciones de la familia Trotta, Roth transmite en ella una visión panorámica del canto del cisne de la monarquía de los Habsburgo, saga cuyos avatares retomó en La cripta de los capuchinos (1938). El tono especialmente melancólico de su escritura a partir de 1926 -año en que viajó a la URSS como corresponsal- da idea del cambio de rumbo que, por desencanto, sufrió su ideología de tendencia socialista, que se tornó en nostalgia de la época monárquica. Como su coetáneo Zweig, veía en aquel pasado un tiempo glorioso que había sabido unir nacionalidades y culturas diversas, un momento álgido de cosmopolitismo cultural perdido para siempre.Pero Roth conservó la mirada lúcida y penetrante que ve en la humildad y el sufrimiento del menos favorecido un reflejo de las condiciones sociales y políticas que rigen su destino. La andadura de sus personajes es la que habla de la verdadera historia, no hay otra. El realismo de su prosa se nutre de su capacidad para la observación y la descripción sensible de lo minucioso. El universo que sale de su pluma es el de las personas de carne y hueso que transportan al lector al ambiente que las envuelve y le sumergen irrefrenablemente en él. En La rebelión (1924) viajamos al escenario vienés de la primera posguerra mundial y acompañamos a Andreas Pum en sus esfuerzos cotidianos por rehacer su vida. Pum es un ex combatiente inválido que ha visto recompensados sus servicios a la causa con una condecoración y una licencia para tocar el organillo por las calles. Todo en la novela gira en torno a este personaje. El constituye el eje a partir del cual Roth desgrana el desencanto sufrido por tantos otros como él, gente sencilla, ávida de calidez humana. Su ingenua naturaleza le permite creer firmemente en el orden del mundo y en Dios, en el gobierno y en las leyes, y a despreciar a quienes se desmarcan de su manto supuestamente protector. Su condecoración y su licencia le llenan del inocente orgullo que sustenta su fe en los hombres y el futuro. Pero la insensible frialdad de aquellos que han rehecho su vida como si la guerra no hubiera significado más que un breve e incómodo paréntesis, la crueldad de quienes se arriman al sol que más calienta a costa de lo que sea y de quien sea y sobre todo la sinrazón de los mecanismos de una burocracia que no sirve al individuo sino que lo pone absurdamente a su servicio, le irán convirtiendo en un opositor, un rebelde como los que él antes despreciaba. Aunque en un registro narrativo muy distinto del de Kafka, Roth, como el escritor de Praga, retrata un mundo en el que la burocracia y la corrupción determinan el destino del individuo como antes lo hiciera Dios. La vida de Andreas Pum, como la de K. en El Proceso, transcurrirá y se apagará, víctima de este omnipotente desatino.Roth es el escritor de los más desfavorecidos, el narrador de mundos que se vienen abajo. También en Job (1930) describe una biografía triste. También Job es la historia de un desencanto. La novela narra la andadura de una humilde familia judía de Zuchnow, una pequeña localidad por aquel entonces rusa. En el protagonista Mendel Singer el autor recrea la historia de Job. Como el personaje bíblico, también Mendel Singer es un hombre piadoso y recto, que confía plenamente en el Dios bondadoso y cree ciegamente en el sentido oculto de los designios divinos. La modesta vida que le permite llevar su sueldo de maestro, con el que debe alimentar a su mujer Deborah y a su descendencia, transcurre con cierta tranquilidad hasta el nacimiento de su cuarto y último hijo, Menuchim. El benjamín de la familia es un niño tullido, que con su enfermedad sumirá a los padres en la tristeza más profunda. El infortunio de los Singer va en aumento al ser llamados a filas sus otros dos hijos varones y acaba de colmarse cuando su hija se entrega a sus amoríos con cosacos, amoríos que el padre desea cortar de raíz. La carta de uno de los hijos, que les informa de su deserción y de su nueva vida en los EEUU y les invita a seguirle llega en el momento justo. La familia emigra a América y deja atrás a Menuchim, al cuidado de una joven pareja. Estalla la guerra y las desgracias se suceden cayendo como una plaga sobre ellos: el hijo americano se alista voluntario y pierde la vida en la contienda, el otro sirve al zar y se da por desaparecido, la madre muere como consecuencia de la noticia y la hija enloquece. Como Andreas Pum contra el Estado y el gobierno, también Mendel Singer se rebela contra Dios. Le declara la guerra a un Dios desconsiderado e injusto al que acusa de cruel y de cebarse en los más débiles. Mendel Singer pierde su fe, deja de rezar, destierra a Dios de su corazón y abomina de Él. Su mundo interior se ha desmoronado. El final, feliz a pesar de todo, casi de cuento de hadas, no resta calidad al genio narrativo de Roth, cuya selecta pluma moldea al personaje con magistral sutileza y sabe hacer del lenguaje literario una exquisita herramienta. Salpicando el texto con notas de finísimo humor -evitando en todo momento el melodrama-, da vida a las emociones más inasequibles. Roth pone de manifiesto los recovecos más recónditos del alma de sus criaturas con la mera insinuación de un gesto, sabe captar y transmitir como nadie lo etéreo, lo sublime, lo inmaterial. Es el maestro de lo intangible.

(En: Quimera. Revista de Literatura, núm. 296 / 7, julio-agosto 2008, pp. 96-97)

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Wolfgang Borchert, Obras completas (por Anna Rossell)

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LITERATURA DE LAS RUINAS

Wolfgang Borchert, Obras completas, Trad. de Fernando Aramburu. Laetoli. Villatuerta (Navarra), 2007. 359 págs.

Anna Rossell

La publicación de las Obras completas de Wolfgang Borchert (Hamburgo 1921 – Basilea 1947) en traducción española es un acontecimiento que hay que celebrar. Dar a conocer como es debido y en traducción de calidad a este extraordinario autor, un clásico de las letras alemanas a pesar de una exigua creación literaria que cabe en 350 páginas, era una cuenta editorial pendiente que esperábamos impacientes quienes seguimos de cerca la literatura alemana del siglo XX. De Borchert se conocía en España su única pieza teatral Draußen vor der Tür -traducida libremente con el título La calle sin puertas-, incluida en una colección de Teatro Contemporáneo (Aguilar, 1965), la antología de cuentos An diesem Dienstag –en versión catalana, Aquest dimarts- (Eumo, 1992) y una selección de poemas a cargo de Jorge del Arco, Un andar solitario (Betania, 2003). La editorial Laetoli pone fin a esta dispersión, que transmitía una idea distorsionada de un autor cuyo nombre ha pasado a la historia de la literatura por sus cuentos y su obra teatral y no por sus poemas, género con el que inició sus balbuceos literarios a los quince años y que siguió cultivando sin alcanzar la brillantez que consiguió en los otros dos, donde se ganó merecidamente la categoría de clásico. De su extensa producción lírica el propio Borchert sólo consideró catorce poemas dignos de ver la luz, los únicos que se editaron como libro en vida del autor, bajo el título de Laterne, Nacht und Sterne –Farol, noche y estrellas-.La publicación de Laetoli tiene el valor añadido de dar a conocer a uno de los representantes más destacados de la generación joven de la literatura alemana, generación perdida nacida en los años veinte, cuya infancia y adolescencia quedaron atrapadas entre guerras, y que, desconfiando de sus mayores y de toda ideología, tuvo que hacerse a sí misma y despojar la lengua alemana del interiorizado lastre nacionalsocialista. De este período literario alemán de la posguerra inmediata -1945 a 1948, año de la fundación de las dos Alemanias-, apenas se conocen en español ni autores ni textos, y ello es lamentable puesto que esta primera fase echó los cimientos de una literatura que cristalizó en el Grupo 47, impulsado por Hans Werner Richter, y marcó la evolución literaria alemana de la República Federal hasta finales de los años sesenta. Alfred Andersch, Wolfdietrich Schnurre, Günter Eich, Robert Wolfgang Schnell, Luise Rinser, Franz Josef Schneider o textos de esta época de autores de renombre como Heinrich Böll, entre otros, no se conocen en español. Ellos forjaron la que se ha dado en llamar “Literatura de las ruinas” o “Literatura de la hora cero”, por su voluntad de romper radicalmente con la tradición que les había llevado al nacionalsocialismo y a la guerra y de volver a empezar de nuevo, de establecer un antes y un después, manteniendo vivo el recuerdo del horror para no recaer en él.Los textos de Borchert están impregnados de la devastación y los sufrimientos de la guerra y de sus consecuencias. Él, cuyo sueño fue ser actor y gustaba de ironizar y parodiar, fue detenido en 1940 por la Gestapo. En 1941 fue llamado a filas y enviado al frente del este donde le encarcelaron varias veces acusado de autolesionarse con el propósito de ser repatriado y de ofensas al Estado alemán. Su salud se vio profundamente afectada por ello. La difteria y la hepatitis que contrajo ya no le permitirían recuperarse jamás. Cuando, en 1943, por fin consiguió un permiso para viajar a su querida ciudad natal, los bombardeos de los aliados, de los que había sido objeto, la habían dejado reducida a escombros. Su nuevo encarcelamiento en 1944 por parodiar al ministro de propaganda Goebbels agravarían aún más su estado. Enviado otra vez al frente, ya al final de la guerra, su compañía, hecha prisionera por el ejército francés, es llevada al cautiverio del que él consigue escapar. Los seiscientos kilómetros que tendrá que recorrer, enfermo, para llegar a Hamburgo hacen el resto. Sus esfuerzos por reanudar su carrera teatral después de la guerra serán vanos: las frecuentes hospitalizaciones y la fiebre lo relegan a la vida del desahuciado que sabe que le queda poco tiempo, tiempo que aprovecha hasta el último minuto en un pulso contra la muerte. Escribe toda su obra en prosa y su pieza teatral Draußen vor der Tür, (Fuera, delante de la puerta), en 1946 y pocos meses de 1947, hasta su muerte en un hospital de Basilea en noviembre del mismo año.No es de extrañar que el tema recurrente de su literatura sea el sufrimiento, el hambre, el miedo, la nostalgia, el frío en el frente de Rusia, la locura en la reclusión de la cárcel, el insomnio y las pesadillas del soldado, la soledad y la incomprensión del que regresa a Alemania y comprueba que no tiene hogar ni familia, que ha perdido el norte y sigue sin saber a dónde va cuando más lo necesita y la gente a su alrededor ha reconstruido su vida de la noche a la mañana y olvidado el horror vivido como si de un simple paréntesis se tratara: “nadie sabe adónde vamos. Pero todos viajan. [...]. Y ninguno sabe adónde vamos. Y todos viajan. Y ninguno sabe... y ninguno sabe... y ninguno sabe...” (A lo largo de la calle larga, larga). Su mundo literario es un mundo en ruinas, de muerte y de mutilados de cuerpo y alma, en el que Dios ha dejado de existir y cuya dolorosa ausencia es sin embargo omnipresente. El desamparo del individuo es absoluto, su pregunta vital queda sin respuesta: “¿Dónde está el hombre viejo que se hacía llamar Dios? ¿Por qué no habla? / ¡Responded! / ¿Por qué calláis ¿Por qué? ¿Nadie, pues, responde? / ¿Nadie, pues, responde? ¿Nadie?” (Fuera delante de la puerta).Ya hace mucho que los estudiosos de la literatura alemana de la posguerra inmediata saben que aquella intención programática de la generación joven -cortar radicalmente con los modelos literarios anteriores a la última catástrofe bélica mundial- quedó en una declaración de principios bienintencionada. El nihilismo existencialista de Borchert enlaza con Sartre y Heidegger, el grito desgarrador de su lenguaje expresionista encuentra su correlato pictórico en el de Munch. Con todo, sus textos, a pesar de la desolación existencial que habita en ellos, dejan a veces un pequeño resquicio de esperanza. En sus cuentos y en su obra teatral encontramos con frecuencia un yo escindido, un yo y un otro, que encarnan respectivamente la desesperación y el consuelo, la voz que anima a la supervivencia. El hecho de que escribiera en una carrera desenfrenada contra el tiempo que le quedaba de vida es signo de que Borchert no perdió del todo la esperanza. No es casual que el último texto que escribiera fuera su manifiesto pacifista ¡Entonces sólo hay una salida!, donde, con el estilo repetitivo que le caracteriza, exhorta a todos y cada uno a decir no a la guerra y describe con palabras devastadoras, que arrancan de lo más profundo del dolor de quien lo ha vivido en carne propia, el desolador paisaje humano y material que nos espera, si esto no sucede. En Luftkrieg und Literatur (Sobre la historia natural de la destrucción) W. G. Sebald arremete contra los escritores e historiadores alemanes acusándoles de no haber dejado constancia de la destrucción a que se vieron sometidas las ciudades alemanas por los bombardeos aliados. Entre las poquísimas excepciones que menciona está el cuento de Borchert Nachts schlafen die Ratten doch (Pues claro que las ratas duermen de noche). Sin embargo no es éste ni mucho menos el único texto de Borchert que da testimonio de las ruinas, como tampoco es él la excepción que las documentó. Sebald olvida esta época de la literatura alemana de la posguerra, 1945-1948, en la que muchos autores cultivaron el cuento y sobre todo el reportaje -un género que floreció en estos años- llevados precisamente por esta necesidad.

(En: Quimera. Revista de Literatura, 2008)

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Christoph Hein, Willenbrock (por Anna Rossell)

Christoph Hein, Willenbrock (por Anna Rossell)
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UN BILDUNGSROMAN A LA ALTURA DE LOS TIEMPOS, Christoph Hein, Willenbrock, Traducción de Daniel Najmías, Anagrama, Barcelona, 2002, 324 pp.

Anna Rossell

No es de extrañar que Willenbrock, la novela del alemán Christoph Hein publicada en el 2000 por la editorial Suhrkamp, tuviera la controvertida acogida que le dispensó la crítica del país al que iba destinada en primera línea. Era de esperar. No resultaba fácil escribir una historia sobre la Alemania unificada, y mucho menos aún procediendo de la pluma de Hein. Porque en este caso las expectativas debían de ser muy altas, sin duda muy difíciles de satisfacer: ¿qué visión de la nueva Alemania ofrecería este autor de la antigua RDA?Conocido como uno de los detractores activos de la censura en su país y luchador por las libertades sin caer por ello en la crítica fácil y generalizada del modelo socialista, Christoph Hein (1944, Heinzendorf / Silesia) se había ganado, a uno y otro lado del Muro, la reputación de intelectual lúcido y honrado que, como Heinrich Böll o Günter Grass en la parte occidental, servía de referente moral más allá del área de influencia de sus fieles lectores. Su elección en octubre de 1998 como presidente del PEN alemán unificado confirmaría esta merecida fama. ¿Cuál sería el balance literario que este escritor haría de la unificación transcurridos once años desde la caída del Muro?El libro no podía ser más esperado. Ciertamente, el lugar que Hein elige para ubicar la acción de su novela –el centro de Berlín y, más concretamente, el negocio de compra-venta de coches usados con el que ahora se gana la vida el protagonista- es ideal para armar una trama realista y creíble donde confluyan los síntomas más característicos y representativos de una sociedad que, tras el desmoronamiento de la Unión Soviética, parece haber perdido el norte de manera desenfrenada. No es casualidad, sino una significativa metáfora, que el terreno que Willenbrock usa como aparcamiento de sus coches y donde ha instalado la caravana que le sirve de despacho hubiera sido en tiempos de la RDA un vivero. Sin embargo el acierto de esta elección inicial no se mantiene en el desarrollo de la trama. Si el lector espera encontrar en esta novela un retrato de la nueva capital que, a la manera del Berlín Alexanderplatz de Alfred Döblin a finales de los años 20 del pasado siglo, le permita tomar el pulso a esta gran ciudad setenta años después y asistir a sus transformaciones a partir de la unificación de las dos Alemanias, se verá defraudado.Lejos de dar una visión de conjunto, Hein se limita a narrar la trayectoria de un único individuo, el nuevo ciudadano Willenbrock, antes alemán oriental y ahora alemán a secas, cuando ya ha conseguido medrar en la sociedad capitalista con su negocio de coches usados. La probable intención del autor de presentar las andanzas de su héroe como una historia prototípica es palpable y la tesis que desarrolla Hein no está del todo exenta de realismo, pero la novela queda muy lejos de conducir al lector en su esperado recorrido por el nuevo tejido ciudadano. Para ello habría sido necesario seguir del principio al fin el hilo de los episodios de robo con violencia que sufre el protagonista, mostrar los móviles y sus conexiones.En lugar de ello Christoph Hein prefiere poner el amenazador incremento de la inseguridad ciudadana -que se nos presenta como una consecuencia de la nueva situación a partir del hundimiento del socialismo- al servicio de la evolución psicológica de su personaje. Esta decisión no hubiera resultado tan sorprendente y frustrante si el protagonista hubiese sido un antiguo ciudadano del Berlín occidental. En este caso la trayectoria que Hein elige hubiera sido más creíble: el mundo del berlinés occidental no se hundió con la caída del muro, aquél únicamente vio cómo se abrían de un día para otro las posibilidades de expansión de los mercados en un sistema que ya conocía y que ahora, dada rienda suelta a la ambición a ritmo trepidante, iba a potenciar al máximo sus peores cualidades con el consiguiente aumento de las mafias y la violencia. Pero ésta era una opción que, como autor de la antigua República Democrática Alemana, Christoph Hein no podía plantearse. Así el lector espera mucho más de Willenbrock, espera adentrarse en el pasado del protagonista, seguirle en el derrumbamiento de su mundo en aquella Alemania radicalmente distinta, conocer las dificultades y los avatares de su adaptación a la sociedad capitalista, sus pensamientos más íntimos con respecto a los grandes cambios que se han ido produciendo a su alrededor. Nada de esto se cumple.Willenbrock es más bien un ejercicio de diversión del autor, que se entrega a la creación de un protagonista con quien simpatiza profundamente, aunque en más de una ocasión se ría de él y lo contemple en la distancia con una nada despreciable dosis de humor. Es en el trabajo con su personaje donde Hein se siente a gusto, un placer que el lector comparte.Christoph Hein no escatima la ironía hacia el protagonista en las situaciones que considera más oportunas y que constituyen a mi entender algunos de los momentos más logrados de su novela. El autor aplica la ironía también con éxito a la hora de plasmar el imaginario de tópicos generalizados de los que se han nutrido durante años las atormentadas relaciones entre el este y el oeste. Y es que la ironía es probablemente una de las herramientas que Hein maneja con mayor agilidad, acostumbrado como está a recorrer y agotar las sutilezas del lenguaje a las que le obligó durante años la censura de su país.Así, la fuerza de la novela recae hasta tal punto sobre el protagonista, que lamentablemente su creador descuida el entorno, de modo que el marco de la historia que nos narra hubiera podido ser Berlín o cualquier ciudad de provincias.Pero Hein, eso sí, crea un personaje cercano, un hombre sin grandes ambiciones cuya única aspiración es sobrevivir cómodamente en la nueva sociedad capitalista en la que, de la noche a la mañana, tiene que buscarse la vida. Willenbrock es un hombre casado, un ingeniero de mediana edad que, con la unificación de Alemania, ha perdido su trabajo en la antigua empresa de máquinas calculadoras en la RDA. Su carácter corresponde al de un individuo común, sencillo y pragmático, que no se calienta la cabeza por nada, vive al día y aprovecha sin complicaciones la oportunidad que le brinda su negocio de conocer a las clientas atractivas más allá de lo estrictamente necesario.El matrimonio Willenbrock lleva una vida tranquila y holgadamente acomodada. La compra-venta de automóviles va viento en popa y produce beneficios suficientes para mantener además a flote la deficitaria tienda de moda femenina, propiedad de su mujer, de la que ella se promete independencia económica en el futuro. Los Willenbrock son ya dueños de una vivienda confortable en una zona residencial de nueva construcción en el norte de Berlín y disfrutan del tiempo de ocio en su casa de campo de Antepomerania.Pero esta tranquilidad empieza a verse amenazada a partir del momento en que se produce la primera irrupción violenta en el terreno vallado del negocio de Willenbrock. Lejos de recibir la denodada protección que uno espera de la sociedad capitalista ante los ataques contra la propiedad privada, la policía y la compañía de seguros le consideran precisamente a él sospechoso de haber fingido el asalto para poder cobrar la indemnización. Superada la perplejidad y la indignación que ello le produce y considerando el elevado costo que le supone la póliza del seguro, Willenbrock empieza a plantearse alternativas: contrata a un vigilante nocturno que habrá de producir un efecto intimidatorio ante futuros ataques. Una segunda irrupción, esta vez con resultado añadido del robo de un número de coches nada despreciable, se encarga de demostrar que el remedio elegido dista mucho de ejercer el efecto deseado. Para los asaltantes parece haberse tratado de un juego de niños: han agredido y maniatado al vigilante y han matado a su perro. Pero el creciente sentimiento de inseguridad se convierte en total indefensión cuando, además, los Willenbrock sufren un ataque en su casa de campo del que él sale considerablemente contusionado y ambos psicológicamente traumatizados. Los indicios conducen sobre la pista de dos hombres rusos a los que la policía detiene y se limita a devolver a su país con el argumento de que la justicia no ha conseguido reunir pruebas concluyentes.Los episodios de violencia que sufre nuestro héroe y la reacción de las instituciones públicas y privadas responsables de su defensa y protección vienen a resultar una especie de silogismo cuya conclusión no puede ser otra que defiéndete a ti mismo, lo cual se acerca peligrosamente a tómate la justicia por tu mano. Willenbrock, de quien Hein se esfuerza por resaltar el talante tranquilo y pacífico, acaba por aceptar, tras larga lucha interior y muchas reticencias, una pistola nueva de trinca que le ofrece su buen cliente y amigo, el Dr. Krylow, un antiguo funcionario soviético, ahora reciclado a mafioso, a quien, a juzgar por el apelativo de doctor y la sensibilidad cultural y humana de que hace gala, imaginamos frecuentando ambientes oficialmente muy diferentes en la Rusia soviética. Los sistemas de seguridad que Willenbrock hace instalar en su casa de campo, así como su gradual aceptación del arma de fuego con la que va familiarizándose paulatinamente parecen señalar la insostenible y peligrosa dirección en la que va evolucionando la convivencia humana a pasos agitantados a partir de los acontecimientos iniciados en 1989. Tanto más cuanto que Willenbrock acaba usando la pistola y Hein se encarga de subrayar la creciente generalización de la violencia al hacernos saber que la tienda de armas y artilugios defensivos que Willenbrock visita para proteger su casa tiene cada vez más clientes y que el comentario del médico que lo reconoce tras la brutal agresión no es más alentador.Sin embargo Hein no hace un tratamiento maniqueo del tema. Cierto que el Dr. Krylow es ruso y que rusos son también los sospechosos del ataque a la casa de campo, pero el honrado y diligente Jurek, el mecánico que trabaja como empleado en el negocio de coches de Willenbrock, es polaco y leemos sobre algunos de los agresores que se sospecha que son alemanes. Por otro lado, Christoph Hein esboza también momentos y situaciones no relacionados directamente con la violencia, sino con la maquinaria subyacente a ella, cuyos protagonistas son alemanes de uno y otro ex lado. Por ejemplo la clara insinuación de que el cuñado de Willenbrock -potentado empresario, que convierte sospechosamente en oro todo lo que toca, y alcalde honorario de su pueblo- es un hipócrita arribista para quien todo gira alrededor de hacer negocio: un grosero machista cuando lo exigen las conveniencias (cuenta chistes de mal gusto sobre mujeres en la reunión social por el entierro de su madre para ganarse la simpatía de los ricachos patanes que lo escuchan) y un experto en escatimar el pago de impuestos a hacienda. O cuando el narrador nos describe un mitin político de un nuevo partido del que no se revela el nombre, pero que el lector avezado reconoce como el PDS, antiguo SED ahora rebautizado, cuyos líderes -antiguos colegas de Willenbrock- son ridiculizados hasta el límite de lo grotesco.Es una lástima que el autor no desarrolle estas situaciones que se quedan en un mero apunte y que hubieran podido construir un potente tejido para novelar el entramado de un espectro social de mucho mayor alcance. Así casi se tiene la sospecha que los personajes secundarios existen prácticamente sólo en función del protagonista con quien se nos invita a compararlos.Y desde luego Willenbrock sale más que airoso de la comparación. En su relación con todos y cada uno de ellos él es indudablemente el vencedor. No es que el antiguo ingeniero sea un dechado de virtudes ni tenga modales precisamente refinados: aprovecha la ocasión de ahorrarse un buen dinero comprando por vía ilegal algún material de construcción para la nave industrial que habrá de albergar pronto su negocio, busca placentera distracción en revistas pornográficas, aprovecha la primera ocasión que se le presenta para descargar su líbido con alguna de sus amigas y no se anda con chiquitas cuando trata con alguien que no le cae bien.Pero lo que a primera vista parecen defectos no son sino, en realidad, las mayores cualidades. Pues todos estos aspectos de su carácter son sólo debilidades en la medida en que hacen a Willenbrock mucho más humano y entrañable que la mayoría de los personajes que conviven con él en la novela. Porque, a pesar de su aparente rudeza, Willenbrock es sensible, legal, honrado y sentimental: no explota las relaciones mafiosas que le proporciona la compra-venta de coches de las que fácilmente podría sacar partido, es responsable y con frecuencia tierno y detallista con sus dos empleados y establece un trato casi de amistad con ellos; se siente manifiestamente mal en situaciones que le producen rechazo por la hipocresía o el oportunismo dominantes, como cuando se le ve en compañía de su cuñado o cuando acude al mitin político de sus antiguos compañeros de trabajo; nunca es grosero con las mujeres a pesar de lo que al principio podríamos esperar de él, sino directo y transparente, y se muestra tierno y detallista con su esposa con quien mantiene una sana relación matrimonial y desarrolla un trato de encomiable compañerismo que no empañan en nada aquellos regulares amoríos. En definitiva, Willenbrock resulta simpático, demasiado simpático y buena persona en el ambiente en que está inmerso para que resulte completamente creíble. En la vena sensible de Willenbrock (y también de Krylow) la novela no logra el realismo al que probablemente apunta. Su personaje principal, en el rechazo y desprecio que muestra hacia determinados comportamientos reprobables que parecen extenderse ahora como la pólvora, tiene bastante en común con los protagonistas masculinos de las novelas de Böll de los años cincuenta, sólo que éstos eran completamente coherentes, personajes positivos, moralmente insobornables, que preferían automarginarse y mantener la mirada limpia y crítica a adaptarse a los nuevos tiempos de la posguerra y la reconstrucción.La violencia indiscriminada que amenaza cada vez más al hombre de la calle es, en definitiva, el hilo conductor de esta novela de Christoph Hein que nos lleva a la conclusión (ésta sí parece bastante más realista) de que, más que una amenaza, es ya un hecho que las mafias se han enseñoreado de las grandes urbes y que el comportamiento mafioso es hoy en día la única defensa, una defensa individual en un mundo sin ley. Con todo, Willenbrock es en su conjunto una novela sin complicaciones, de lectura fluida a la que mucho contribuye el registro coloquial que predomina y que la traducción de Daniel Najmías sabe trasladar con lograda naturalidad al español.

(En: Quimera. Revista de Literatura)

Publicado por Anna Rossell en 13:23

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Anna Seghers, Tránsito (por Anna Rossell)


Anna Seghers, Tránsito (por Anna Rossell)
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Ningún lugar en el mundo


Anna Seghers, Tránsito, Traducción de Carlos Fortea, RBA, Barcelona, 2005, 239 pp.


Anna Rossell


Sabido es que el paso del tiempo contribuye de modo decisivo a situar una obra en el lugar que justamente le corresponde en la historia de la literatura. La distancia asegura mayor objetividad en el juicio crítico y es la única garante de que un texto merezca o no la categoría de clásico. Si fue La séptima cruz (Das siebte Kreuz, 1939) la novela que dio a Anna Seghers fama internacional y que ensombreció en su momento su otra gran obra, Tránsito (Transit, 1944), los años permiten una valoración más ajustada de ambos textos y hacen necesaria una corrección. Porque aunque sigue siendo unánime entre los estudiosos la opinión de que son estas dos novelas las más logradas de su autora, bien puede afirmarse que es Tránsito, y no tanto La séptima cruz, la que en primera línea debe prevalecer por encima de todo en el canon literario occidental, por más que Marcel Reich-Ranicki incorpore esta última, y no la primera, a su canon de la literatura alemana (Der Kanon, Insel, 2002). Por esto debemos congratularnos de que Tránsito haya sido recuperada ahora en lengua española, la lengua en que fue publicada por primera vez, en México –país que acogió a Seghers en su forzado exilio-, antes incluso que en la versión original alemana, que no pudo ver la luz hasta 1946.Efectivamente Tránsito reúne con creces los ingrediente necesarios de un clásico de la literatura, en tanto que aborda un tema universal en el tiempo y en el espacio y lo hace con exquisita sensibilidad lingüística y gran madurez estructural.Netty Reiling (1900-1983) –que a partir de 1929 adoptó el pseudónimo de Anna Seghers- consigue novelar con extraordinaria objetividad unos meses de la dramática vida de los exiliados alemanes a su paso por Francia en espera de una tierra de acogida en ultramar. Objetividad muy difícil de lograr, sobre todo si consideramos que tanto el tema como la situación personal de la autora en el momento de la gestación y escritura del texto la hacían prácticamente imposible. Porque Seghers concibe y escribe esta novela, que glosa la triste y trágica situación del exilio alemán huido del nacionalsocialismo, en los años 1940-1941, los mismos años en que la autora sitúa los hechos novelados, y narra sucesos que la afectan a ella y a su familia de manera absolutamente directa y personal.Seghers, de ascendencia judía y miembro activo del KPD -el partido comunista de la Alemania de entonces- desde 1928, se encuentra en París cuando el ejército nazi ocupa la capital francesa en 1940 y los exiliados alemanes se ven de nuevo obligados a huir hacia el sur en busca de refugio en la zona francesa no ocupada. Marsella, el último puerto europeo hacia la libertad, “el único puerto del país en el que aún ondeaban banderas francesas”, será la ciudad de su angustiosa espera y el escenario donde transcurre el grueso de los sucesos de la novela. Así las páginas de Tránsito dan cuenta de un momento histórico que, aun siendo estrictamente autobiográfico, dista mucho de ser parte de una autobiografía. A través de un vasto abanico de historias individuales la autora despliega un calidoscopio de personajes que configuran la diversa y amplia palestra de biografías que forman el conjunto del grupo de los exiliados. Sin faltar a la especificidad de cada una de ellas, todas están marcadas sin embargo por el denominador común de su situación de tránsito, que convierte la esperanza de una nueva patria y de una plaza en un barco en un infierno burocrático que traduce a dramática realidad la metáfora kafkiana y la devuelve a la fuente de inspiración “natural” del autor checo. Con absoluto realismo Seghers narra las vicisitudes del día a día de la vida de una serie de personajes a quienes el exilio ha abocado a un terrible destino común, “todos huyendo de la muerte, hacia la muerte”: los campos de concentración (en Alemania y en Francia), el miedo permanente, el abandono forzoso de su país, la pérdida de la lengua y, en definitiva, de la identidad, la profunda soledad por la impuesta carencia de nexos emocionales, el doloroso desarraigo de quienes se encuentran entre un pasado perdido y un futuro incierto que quizá nunca tendrán, un lugar en suspenso, un limbo donde el tiempo se ha detenido.La autora, que se sirve de un joven personaje masculino y apolítico, pero sensible y humanamente comprometido, para ganar la necesaria distancia hacia unos hechos de vivencia personal tan inmediata, consigue de este modo una objetividad histórica que hace de esta novela un documento, una crónica que, sin embargo, reduce al mínimo absoluto los elementos que remiten a lo que tradicionalmente entendemos por Historia. No es ésta la que a Seghers le interesa aquí; no es de fechas señaladas ni de logros militares, ni siquiera de actuaciones políticas de uno u otro signo de lo que quiere dejar constancia, sino de los terribles efectos de la Historia de éste momento, y de todos los momentos, sobre la vida de los exiliados.Porque el acusado realismo del estilo de Seghers, que no sólo se debe a la autenticidad con que describe los hechos, sino también al minucioso detalle, casi fotográfico, con que retrata las calles, los consulados y los cafés de la Marsella de la época, no está reñido en absoluto con la universalidad de lo narrado. A pesar de la concreción del marco histórico, Seghers se esfuerza por subrayar que la maldición que persigue al exiliado es siempre la misma, o muy parecida, desde los tiempos más remotos y lo hace a través de reflexiones de su protagonista sobre épocas pasadas demasiado iguales o echando mano de referencias o evocaciones mitológicas, un recurso que caracteriza su obra en general. Y es precisamente esta atípica combinación entre realismo y mitología -tanto griega como cristiana-, así como el hecho de que las alusiones a la Segunda Guerra Mundial y a las cuestiones ideológicas estén calculada y estratégicamente reducidas al mínimo, lo que convierte esta novela en un texto universal y le confiere la actualidad más absoluta. Así el drama de los exiliados alemanes perseguidos por el nacionalsocialismo -que coinciden con los españoles republicanos en idéntico calvario, arrastrados por acontecimientos de la misma naturaleza- se lee como el drama de cualquier exiliado, de cualquier desplazado forzoso, sea por razones político-ideológicas, económicas o de cualquier otra naturaleza, que acostumbra a no ser tan otra. Y es ésta la razón por la que este texto supera en madurez a su rival autógrafo, Das siebte Kreuz –también publicado en español por Akal y Alfaguara, bajo el título La séptima cruz, en diversas ediciones y traducciones distintas-, que no consigue ser leído fuera del concreto contexto de los años en que se ubica, o lo consigue mucho menos.Desde luego esta novela constituye una pieza fundamental del género llamado del exilio, en tanto que proporciona material esencial para el estudio de la literatura producida en esta época. Pero su importancia trasciende con creces ese marco: la modernidad que en su momento suponía la técnica narrativa del montaje y del monólogo interior utilizado por la autora -en la línea de uno de sus admirados maestros, el norteamericano John Dos Passos-, la hacen merecedora de consideración también desde este punto de vista. Ello nos invita a recordar la importante contribución de Anna Seghers a la polémica que sostuvieron autores del exilio en torno al concepto de realismo literario en lo que se conoce como Realismusdebatte (Debate sobre el realismo), protagonizado sobre todo por Bertolt Brecht y György Lukács, en un intenso intercambio epistolar que la autora alemana contribuyó a enriquecer. La obra de Anna Seghers, comunista convencida y presidenta de la Asociación de Escritores de la República Democrática Alemana desde su fundación en el año 1952 hasta 1978, ha dejado traslucir su militancia ciega más a menudo de lo deseable, pero su autora siempre se desmarcó del concepto de realismo y de las consignas estéticas del teórico húngaro que el socialismo ortodoxo pretendió imponer a la escritura literaria. Esta novela, en fluida traducción de Carlos Fortea y publicada recientemente también por La Magrana, en versión catalana de Joan Fontcuberta, nos brinda lo mejor de su producción.

Anna Seghers, Tránsito (por Anna Rossell)

Anna Seghers, Tránsito (por Anna Rossell)
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Ningún lugar en el mundo

Anna Seghers, Tránsito, Traducción de Carlos Fortea, RBA, Barcelona, 2005, 239 pp.

Anna Rossell

Sabido es que el paso del tiempo contribuye de modo decisivo a situar una obra en el lugar que justamente le corresponde en la historia de la literatura. La distancia asegura mayor objetividad en el juicio crítico y es la única garante de que un texto merezca o no la categoría de clásico. Si fue La séptima cruz (Das siebte Kreuz, 1939) la novela que dio a Anna Seghers fama internacional y que ensombreció en su momento su otra gran obra, Tránsito (Transit, 1944), los años permiten una valoración más ajustada de ambos textos y hacen necesaria una corrección. Porque aunque sigue siendo unánime entre los estudiosos la opinión de que son estas dos novelas las más logradas de su autora, bien puede afirmarse que es Tránsito, y no tanto La séptima cruz, la que en primera línea debe prevalecer por encima de todo en el canon literario occidental, por más que Marcel Reich-Ranicki incorpore esta última, y no la primera, a su canon de la literatura alemana (Der Kanon, Insel, 2002). Por esto debemos congratularnos de que Tránsito haya sido recuperada ahora en lengua española, la lengua en que fue publicada por primera vez, en México –país que acogió a Seghers en su forzado exilio-, antes incluso que en la versión original alemana, que no pudo ver la luz hasta 1946.Efectivamente Tránsito reúne con creces los ingrediente necesarios de un clásico de la literatura, en tanto que aborda un tema universal en el tiempo y en el espacio y lo hace con exquisita sensibilidad lingüística y gran madurez estructural.Netty Reiling (1900-1983) –que a partir de 1929 adoptó el pseudónimo de Anna Seghers- consigue novelar con extraordinaria objetividad unos meses de la dramática vida de los exiliados alemanes a su paso por Francia en espera de una tierra de acogida en ultramar. Objetividad muy difícil de lograr, sobre todo si consideramos que tanto el tema como la situación personal de la autora en el momento de la gestación y escritura del texto la hacían prácticamente imposible. Porque Seghers concibe y escribe esta novela, que glosa la triste y trágica situación del exilio alemán huido del nacionalsocialismo, en los años 1940-1941, los mismos años en que la autora sitúa los hechos novelados, y narra sucesos que la afectan a ella y a su familia de manera absolutamente directa y personal.Seghers, de ascendencia judía y miembro activo del KPD -el partido comunista de la Alemania de entonces- desde 1928, se encuentra en París cuando el ejército nazi ocupa la capital francesa en 1940 y los exiliados alemanes se ven de nuevo obligados a huir hacia el sur en busca de refugio en la zona francesa no ocupada. Marsella, el último puerto europeo hacia la libertad, “el único puerto del país en el que aún ondeaban banderas francesas”, será la ciudad de su angustiosa espera y el escenario donde transcurre el grueso de los sucesos de la novela. Así las páginas de Tránsito dan cuenta de un momento histórico que, aun siendo estrictamente autobiográfico, dista mucho de ser parte de una autobiografía. A través de un vasto abanico de historias individuales la autora despliega un calidoscopio de personajes que configuran la diversa y amplia palestra de biografías que forman el conjunto del grupo de los exiliados. Sin faltar a la especificidad de cada una de ellas, todas están marcadas sin embargo por el denominador común de su situación de tránsito, que convierte la esperanza de una nueva patria y de una plaza en un barco en un infierno burocrático que traduce a dramática realidad la metáfora kafkiana y la devuelve a la fuente de inspiración “natural” del autor checo. Con absoluto realismo Seghers narra las vicisitudes del día a día de la vida de una serie de personajes a quienes el exilio ha abocado a un terrible destino común, “todos huyendo de la muerte, hacia la muerte”: los campos de concentración (en Alemania y en Francia), el miedo permanente, el abandono forzoso de su país, la pérdida de la lengua y, en definitiva, de la identidad, la profunda soledad por la impuesta carencia de nexos emocionales, el doloroso desarraigo de quienes se encuentran entre un pasado perdido y un futuro incierto que quizá nunca tendrán, un lugar en suspenso, un limbo donde el tiempo se ha detenido.La autora, que se sirve de un joven personaje masculino y apolítico, pero sensible y humanamente comprometido, para ganar la necesaria distancia hacia unos hechos de vivencia personal tan inmediata, consigue de este modo una objetividad histórica que hace de esta novela un documento, una crónica que, sin embargo, reduce al mínimo absoluto los elementos que remiten a lo que tradicionalmente entendemos por Historia. No es ésta la que a Seghers le interesa aquí; no es de fechas señaladas ni de logros militares, ni siquiera de actuaciones políticas de uno u otro signo de lo que quiere dejar constancia, sino de los terribles efectos de la Historia de éste momento, y de todos los momentos, sobre la vida de los exiliados.Porque el acusado realismo del estilo de Seghers, que no sólo se debe a la autenticidad con que describe los hechos, sino también al minucioso detalle, casi fotográfico, con que retrata las calles, los consulados y los cafés de la Marsella de la época, no está reñido en absoluto con la universalidad de lo narrado. A pesar de la concreción del marco histórico, Seghers se esfuerza por subrayar que la maldición que persigue al exiliado es siempre la misma, o muy parecida, desde los tiempos más remotos y lo hace a través de reflexiones de su protagonista sobre épocas pasadas demasiado iguales o echando mano de referencias o evocaciones mitológicas, un recurso que caracteriza su obra en general. Y es precisamente esta atípica combinación entre realismo y mitología -tanto griega como cristiana-, así como el hecho de que las alusiones a la Segunda Guerra Mundial y a las cuestiones ideológicas estén calculada y estratégicamente reducidas al mínimo, lo que convierte esta novela en un texto universal y le confiere la actualidad más absoluta. Así el drama de los exiliados alemanes perseguidos por el nacionalsocialismo -que coinciden con los españoles republicanos en idéntico calvario, arrastrados por acontecimientos de la misma naturaleza- se lee como el drama de cualquier exiliado, de cualquier desplazado forzoso, sea por razones político-ideológicas, económicas o de cualquier otra naturaleza, que acostumbra a no ser tan otra. Y es ésta la razón por la que este texto supera en madurez a su rival autógrafo, Das siebte Kreuz –también publicado en español por Akal y Alfaguara, bajo el título La séptima cruz, en diversas ediciones y traducciones distintas-, que no consigue ser leído fuera del concreto contexto de los años en que se ubica, o lo consigue mucho menos.Desde luego esta novela constituye una pieza fundamental del género llamado del exilio, en tanto que proporciona material esencial para el estudio de la literatura producida en esta época. Pero su importancia trasciende con creces ese marco: la modernidad que en su momento suponía la técnica narrativa del montaje y del monólogo interior utilizado por la autora -en la línea de uno de sus admirados maestros, el norteamericano John Dos Passos-, la hacen merecedora de consideración también desde este punto de vista. Ello nos invita a recordar la importante contribución de Anna Seghers a la polémica que sostuvieron autores del exilio en torno al concepto de realismo literario en lo que se conoce como Realismusdebatte (Debate sobre el realismo), protagonizado sobre todo por Bertolt Brecht y György Lukács, en un intenso intercambio epistolar que la autora alemana contribuyó a enriquecer. La obra de Anna Seghers, comunista convencida y presidenta de la Asociación de Escritores de la República Democrática Alemana desde su fundación en el año 1952 hasta 1978, ha dejado traslucir su militancia ciega más a menudo de lo deseable, pero su autora siempre se desmarcó del concepto de realismo y de las consignas estéticas del teórico húngaro que el socialismo ortodoxo pretendió imponer a la escritura literaria. Esta novela, en fluida traducción de Carlos Fortea y publicada recientemente también por La Magrana, en versión catalana de Joan Fontcuberta, nos brinda lo mejor de su producción.

Publicado por Anna Rossell en 13:25

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Helga Schneider, No hay cielo sobre Berlín (por Anna Rossell)



La memoria rescatada


Helga Schneider, No hay cielo sobre Berlín, Traducción de Nieves López Burrell, Salamandra, Barcelona, 2005, 251 pp.


Anna Rossell


Algo dolorosamente lacerante se remueve en nuestro interior cuando evocamos recuerdos del pasado que hubiéramos preferido sepultar en el olvido para siempre. Tanto más si se trata de vivencias traumáticas de dimensiones inabarcables, de experiencias personales que bordean el abismo y provocan vértigo, experiencias indescriptibles en el más puro sentido literal, porque ningún lenguaje es capaz de reflejar ni la más pálida sombra de lo que fueron. Paradójicamente, las limitaciones del lenguaje para describir lo espantoso no restan nada de su poderosa fuerza evocadora a quien se enfrenta al intento de reproducir con palabras la experiencia personal del horror. Entonces la escritura deviene un viaje de regreso a aquel horror, escribir después de Auschwitz se convierte en escribir desde Auschwitz, desde la misma fuente del mal. Esto explica la enorme dificultad de abordar una tarea como ésta, explica los largos años de silencio que se imponen a las víctimas de las torturas, del terror, de los genocidios, de las muertes y de las bombas, explica el título de uno de los libros autobiográficos de Jorge Semprún, La escritura o la vida, donde los términos de la disyunción se excluyen entre sí.Sin embargo, se trata de una literatura esencial, necesaria; tanto para aquellos que protagonizaron como víctimas los hechos narrados, como para quienes no los conocieron desde dentro. Aun tratándose de un ejercicio terriblemente doloroso, sobre los primeros actúa como un bálsamo paliativo y liberador al dar forma y expresión a lo innombrable, para los segundos supone un acercamiento a la verdadera comprensión de una parte de la historia de la humanidad que no puede recogerse ni se recogerá nunca en los libros de Historia porque requiere necesariamente de la participación emocional, del testimonio directo y personal, para dar una idea someramente aproximada de lo que fue. Así la escritura, forjada con y desde el mismo sufrimiento de las víctimas, deviene documento indispensable, un valiosísimo legado, la herencia que nos queda de tan preciosa memoria cuando han desaparecido los últimos supervivientes.El relato autobiográfico de Helga Schneider (Steinberg, actualmente Polonia, 1937) No hay cielo sobre Berlín, su primer libro, publicado originalmente en italiano en 1995 por la editorial Adelphi (Il rogo di Berlino), es uno de esos documentos. Aun con la demora que impone la vacilación ante el temor de reencontrarse con un pasado doloroso, Helga Schneider, al evocar los recuerdos de su infancia, contribuye en la madurez de su vida a enriquecer este legado, sumándose a esa clase de literatura que se resiste a encajar en ninguno de los géneros clásicos y que podríamos llamar literatura del trauma. Su relato viene a añadirse, como complemento, a la literatura del exterminio, que ha tenido en escritores como Jorge Semprún, Jean Améry, Imre Kértesz, Primo Levi, Peter Weiss, Paul Celan, Anne Frank –testimonios directos de aquel horror- o Winfried Georg Sebald –representante de la generación siguiente, a la que el trauma golpea aún con implacable contundencia-, entre otros, sus exponentes más destacados, y me refiero únicamente a la que hace referencia al genocidio nazi y a la guerra desencadenada por el nacionalsocialismo, la Segunda Guerra Mundial.No hay cielo sobre Berlín es el relato autobiográfico de una niña, víctima de la ideología nazi por partida doble: marcada profundamente por el vacío del padre ausente, que lucha en el frente ruso, la pequeña Helga sufre además, a la edad de cuatro años, el abandono de la madre, que se siente llamada a servir a los “altos ideales de la patria”, ingresando como voluntaria en las SS. Ella y su hermano Peter, de pocos meses, se encuentran de la noche a la mañana en casa de su tía de la que pronto saldrán para irse a vivir a Polonia con su abuela paterna. El calor y la estabilidad emocional que les proporciona el cariño de este hogar será efímero: el casi inmediato segundo matrimonio del padre los traslada de nuevo a Berlín donde convivirán con la madrastra, con quien Helga sufrirá una relación impuesta y carente de afecto. Corre el año 1942 y los efectos de Estalingrado empiezan a hacerse notar en Alemania. Los recuerdos de la niña registran los acontecimientos en la ciudad de Berlín hasta la entrada del ejército soviético, el día a día cada vez más dramático, el hambre, el frío, la dura vida en el internado para niños difíciles, las muertes masivas, la visión de los cuerpos destrozados, los incesantes bombardeos, los días enteros hacinados en el sótano, las violaciones, el miedo permanente...El relato, en primera persona, transcurre de modo cronológicamente lineal, desde la memoria y la perspectiva de la niña, que con mirada lúcida y crítica observa y siente, sufre, teme, reflexiona y narra con sencillez unos sucesos que de ningún modo pueden ser calificados de sencillos. La autora desarrolla así un lenguaje claro y directo, escueto y esencial, que cede todo el protagonismo a lo que narra, un lenguaje emotivo, preñado de sentimiento, que sin embargo no hace la más mínima concesión al sentimentalismo. No es de extrañar que el relato de Schneider atrape al lector desde las primeras líneas y hasta el final, ni tampoco que el libro haya sido un éxito editorial en muchos países –en Alemania figuró en la revista Spiegel entre “los más vendidos 2003-2004”-.Como si de recuperar un tiempo precioso se tratara, la andadura literaria que Helga Schneider inició con Il rogo di Berlino –la autora vive desde hace años en Italia, donde ha encontrado su patria de acogida- se ha visto continuada y completada a un ritmo frenético por otros seis libros que, como el primero, son fruto de su memoria autobiográfica y que dan cuenta de otros momentos igualmente decisivos para su historia personal y para la nuestra colectiva. Desde entonces hasta ahora dos editoriales italianas –Adelphi y Salani- han publicado títulos como Porta di Brandeburgo, Il piccolo Adolf non aveva le ciglia, Lasciami andare, madre; Stelle di cannella, L’usignolo dei Linke, L’albero di Goethe. A esto hay que añadir las ediciones de estas obras que se han hecho especialmente para el trabajo con el tema en las escuelas. En España contamos de momento con dos de sus libros No hay cielo sobre Berlín y Déjame ir, madre, ambos publicados por la editorial Salamandra (el último en el 2002, en versión española de Elena de Grau Aznar y traducción catalana, Deixa’m, mare, de Anna Casassas, por Empúries / Salamandra). Ésta, la historia del segundo (des)encuentro entre la hija y una madre ya ancianan que sigue orgullosa de su pasado y de su contribución personal a la causa sirviendo en los campos de exterminio de Ravensbrück y Auschwitz-Birkenau, invita a ser llevada al teatro. Lina Wertmüller lo ha hecho ya en Italia (Teatro Elíseo di Roma, febrero-abril 2004) con gran éxito de público.


(En: Quimera. Revista de Literatura)


Helga Schneider, No hay cielo sobre Berlín (por Anna Rossell)

Helga Schneider, No hay cielo sobre Berlín (por Anna Rossell)
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La memoria rescatada

Helga Schneider, No hay cielo sobre Berlín, Traducción de Nieves López Burrell, Salamandra, Barcelona, 2005, 251 pp.

Anna Rossell

Algo dolorosamente lacerante se remueve en nuestro interior cuando evocamos recuerdos del pasado que hubiéramos preferido sepultar en el olvido para siempre. Tanto más si se trata de vivencias traumáticas de dimensiones inabarcables, de experiencias personales que bordean el abismo y provocan vértigo, experiencias indescriptibles en el más puro sentido literal, porque ningún lenguaje es capaz de reflejar ni la más pálida sombra de lo que fueron. Paradójicamente, las limitaciones del lenguaje para describir lo espantoso no restan nada de su poderosa fuerza evocadora a quien se enfrenta al intento de reproducir con palabras la experiencia personal del horror. Entonces la escritura deviene un viaje de regreso a aquel horror, escribir después de Auschwitz se convierte en escribir desde Auschwitz, desde la misma fuente del mal. Esto explica la enorme dificultad de abordar una tarea como ésta, explica los largos años de silencio que se imponen a las víctimas de las torturas, del terror, de los genocidios, de las muertes y de las bombas, explica el título de uno de los libros autobiográficos de Jorge Semprún, La escritura o la vida, donde los términos de la disyunción se excluyen entre sí.Sin embargo, se trata de una literatura esencial, necesaria; tanto para aquellos que protagonizaron como víctimas los hechos narrados, como para quienes no los conocieron desde dentro. Aun tratándose de un ejercicio terriblemente doloroso, sobre los primeros actúa como un bálsamo paliativo y liberador al dar forma y expresión a lo innombrable, para los segundos supone un acercamiento a la verdadera comprensión de una parte de la historia de la humanidad que no puede recogerse ni se recogerá nunca en los libros de Historia porque requiere necesariamente de la participación emocional, del testimonio directo y personal, para dar una idea someramente aproximada de lo que fue. Así la escritura, forjada con y desde el mismo sufrimiento de las víctimas, deviene documento indispensable, un valiosísimo legado, la herencia que nos queda de tan preciosa memoria cuando han desaparecido los últimos supervivientes.El relato autobiográfico de Helga Schneider (Steinberg, actualmente Polonia, 1937) No hay cielo sobre Berlín, su primer libro, publicado originalmente en italiano en 1995 por la editorial Adelphi (Il rogo di Berlino), es uno de esos documentos. Aun con la demora que impone la vacilación ante el temor de reencontrarse con un pasado doloroso, Helga Schneider, al evocar los recuerdos de su infancia, contribuye en la madurez de su vida a enriquecer este legado, sumándose a esa clase de literatura que se resiste a encajar en ninguno de los géneros clásicos y que podríamos llamar literatura del trauma. Su relato viene a añadirse, como complemento, a la literatura del exterminio, que ha tenido en escritores como Jorge Semprún, Jean Améry, Imre Kértesz, Primo Levi, Peter Weiss, Paul Celan, Anne Frank –testimonios directos de aquel horror- o Winfried Georg Sebald –representante de la generación siguiente, a la que el trauma golpea aún con implacable contundencia-, entre otros, sus exponentes más destacados, y me refiero únicamente a la que hace referencia al genocidio nazi y a la guerra desencadenada por el nacionalsocialismo, la Segunda Guerra Mundial.No hay cielo sobre Berlín es el relato autobiográfico de una niña, víctima de la ideología nazi por partida doble: marcada profundamente por el vacío del padre ausente, que lucha en el frente ruso, la pequeña Helga sufre además, a la edad de cuatro años, el abandono de la madre, que se siente llamada a servir a los “altos ideales de la patria”, ingresando como voluntaria en las SS. Ella y su hermano Peter, de pocos meses, se encuentran de la noche a la mañana en casa de su tía de la que pronto saldrán para irse a vivir a Polonia con su abuela paterna. El calor y la estabilidad emocional que les proporciona el cariño de este hogar será efímero: el casi inmediato segundo matrimonio del padre los traslada de nuevo a Berlín donde convivirán con la madrastra, con quien Helga sufrirá una relación impuesta y carente de afecto. Corre el año 1942 y los efectos de Estalingrado empiezan a hacerse notar en Alemania. Los recuerdos de la niña registran los acontecimientos en la ciudad de Berlín hasta la entrada del ejército soviético, el día a día cada vez más dramático, el hambre, el frío, la dura vida en el internado para niños difíciles, las muertes masivas, la visión de los cuerpos destrozados, los incesantes bombardeos, los días enteros hacinados en el sótano, las violaciones, el miedo permanente...El relato, en primera persona, transcurre de modo cronológicamente lineal, desde la memoria y la perspectiva de la niña, que con mirada lúcida y crítica observa y siente, sufre, teme, reflexiona y narra con sencillez unos sucesos que de ningún modo pueden ser calificados de sencillos. La autora desarrolla así un lenguaje claro y directo, escueto y esencial, que cede todo el protagonismo a lo que narra, un lenguaje emotivo, preñado de sentimiento, que sin embargo no hace la más mínima concesión al sentimentalismo. No es de extrañar que el relato de Schneider atrape al lector desde las primeras líneas y hasta el final, ni tampoco que el libro haya sido un éxito editorial en muchos países –en Alemania figuró en la revista Spiegel entre “los más vendidos 2003-2004”-.Como si de recuperar un tiempo precioso se tratara, la andadura literaria que Helga Schneider inició con Il rogo di Berlino –la autora vive desde hace años en Italia, donde ha encontrado su patria de acogida- se ha visto continuada y completada a un ritmo frenético por otros seis libros que, como el primero, son fruto de su memoria autobiográfica y que dan cuenta de otros momentos igualmente decisivos para su historia personal y para la nuestra colectiva. Desde entonces hasta ahora dos editoriales italianas –Adelphi y Salani- han publicado títulos como Porta di Brandeburgo, Il piccolo Adolf non aveva le ciglia, Lasciami andare, madre; Stelle di cannella, L’usignolo dei Linke, L’albero di Goethe. A esto hay que añadir las ediciones de estas obras que se han hecho especialmente para el trabajo con el tema en las escuelas. En España contamos de momento con dos de sus libros No hay cielo sobre Berlín y Déjame ir, madre, ambos publicados por la editorial Salamandra (el último en el 2002, en versión española de Elena de Grau Aznar y traducción catalana, Deixa’m, mare, de Anna Casassas, por Empúries / Salamandra). Ésta, la historia del segundo (des)encuentro entre la hija y una madre ya ancianan que sigue orgullosa de su pasado y de su contribución personal a la causa sirviendo en los campos de exterminio de Ravensbrück y Auschwitz-Birkenau, invita a ser llevada al teatro. Lina Wertmüller lo ha hecho ya en Italia (Teatro Elíseo di Roma, febrero-abril 2004) con gran éxito de público.

(En: Quimera. Revista de Literatura)


Publicado por Anna Rossell en 13:26

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