Y es que el Danubio no es azul
Elfriede Jelinek,
La pianista
Traducción de Pablo Diener
Mondadori, Barcelona 2004, 285 pp.
Anna Rossell
A juzgar por el revuelo que ha generado en un sector considerable de la crítica literaria en lengua alemana la concesión del Premio Nobel 2004 de Literatura a Elfriede Jelinek (Mürzzuschlag –Austria-, 1946), se diría que la Academia de Estocolmo ha perdido la razón. Sorpresa, estupefacción, decepción, escándalo, son sólo algunas de las estaciones que dibujan la evolución emocional que ha precedido a la avalancha de artículos y opiniones publicados estos últimos meses en los suplementos culturales de los periódicos y las revistas literarias en lengua alemana.
Muchas y muy autorizadas voces, Marcel Reich-Ranicki e Iris Radisch entre otras, que desde siempre habían menospreciado su literatura, han vuelto a la carga reafirmándose en sus antiguas valoraciones. Los deméritos que los detractores achacan y han achacado a la autora, antes y después de la concesión del premio, abarcan un amplio espectro: gusto obsesivo por lo obsceno, exageración, devoción por los juegos caprichosos de palabras, recurrencia machacona de los temas, provincianismo o trivialidad. Algunos arguyen, con intención despectiva, que en su caso se trata de “literatura de mujeres para mujeres”. Estos son sólo algunos de los reproches más frecuentes, mientras que otros se abstienen de matizar y relegan su obra al completo directamente al cajón de la pornografía barata. Descalificaciones desconcertantes y sintomáticas todas, habida cuenta que ninguna de ellas es, en sí, estrictamente literaria y nada dice sobre la calidad de la escritura.
De todas las objeciones que los muchos detractores de Elfriede Jelinek hacen a su literatura una de las que más sorprenden es la afirmación de que la suya es una escritura al servicio de una ideología, carente por completo de ambición estética. Que su adscripción ideológica sea nada menos que de corte marxista-feminista puede orientar al lector en cuanto a la etiología del apasionamiento y del sospechoso ahínco con que demasiados –y demasiadas- se afanan en desprestigiar sus obras. Con todo, y aunque de importancia capital, éste es sólo uno de los factores que explican la virulencia de los ataques. El otro, no menos importante, tiene que ver con la encarnizada polémica en la que se enzarzan sistemáticamente los críticos literarios en legua alemana, que, eternamente polarizados en dos frentes, caen una y otra vez en la tentación de aplicar el baremo de la ideología como criterio literario y quedan atrapados en una discusión que pierde a menudo su verdadero objetivo. La comprensible y justificada desconfianza hacia las ideologías, que se adueñó de las conciencias alemanas y austriacas más sensibles tras la derrota del nacionalsocialismo, agravada después por si fuera poco por demasiados subproductos literarios de la República Democrática Alemana, de innegable servilismo partidista, son un lastre del que ni autores ni críticos pueden desprenderse fácilmente. Tampoco es deseable que lo hagan, siempre y cuando aquella desconfianza se mantenga en sus límites razonables y no impida el juicio lúcido y temperado, capaz de distinguir entre la buena literatura y la literatura de servilismo ideológico.
Es innegable que Elfriede Jelinek escribe sus textos desde una clara y meridiana visión del mundo y que presenta sin tapujos la obscenidad en el sentido más amplio del término (no sólo en su connotación sexual). En este sentido pudiera decirse que la autora toma partido con decisión y contundencia sin ser en ningún momento partidista, arremete –por la violencia que genera- contra los fundamentos patriarcales de nuestra sociedad e impulsa la reflexión sobre el feminismo sin que se la pueda tildar de feminista y sugiere una conexión entre capitalismo por un lado y discriminación y agresión a la mujer por otro sin que su literatura pueda ser calificada de marxista. Estos son, por decirlo brevemente, los materiales con que construye su universo de ficción. Pero su mérito no sería literario si radicara exclusivamente en estos parámetros. Es su personalísima e innovadora manera de narrar, vanguardista por excelencia, la que eleva a la autora a la categoría de escritora magistral. Jelinek practica una literatura de denuncia que, formalmente, rompe los modelos literarios tradicionales, diluye los límites entre los géneros y se sustrae a una definición fácil. Es precisamente esta conjunción entre el talante comprometido de su literatura y el excelso virtuosismo en lo formal lo que la hizo merecedora del Nobel, concedido, según la Academia Sueca, “por la musical fluidez de las voces disonantes en sus novelas y obras teatrales, que, con singular apasionamiento literario, desenmascaran lo absurdo y el poder ineludible de los clichés sociales”.
Hasta ahora poco conocida en nuestro país –Los excluidos, La pianista (Mondadori, 1992 y 1993 respectivamente) y El ansia (Cátedra, 1993)-, los lectores en lengua española disponen desde principios de año de la reedición de una de sus novelas más logradas, La pianista (Mondadori, 2005), conocida en España sobre todo a través de la película franco-alemana del mismo nombre. Dirigida por Michael Haneke e interpretada magistralmente por Isabelle Hupert -que borda el difícil papel de la protagonista-, recibió la “Palma de Oro” en el festival de Cannes. Es obvio que el lenguaje cinematográfico se rige por criterios distintos que el literario, por lo que no puede dar cuenta de la calidad de la novela, que no se manifiesta sino en el texto.
Con un estilo entrecortado, distante y frío, narrada en tercera persona, la autora nos cuenta la historia de una existencia frustrada definitivamente y desde la infancia para la vida y el amor. Erika Kohut, una mujer de poco más de treinta años, vive con su anciana madre -posesiva, tirana y egoísta- una relación de mutua dependencia sádico-masoquista. Todo en la triste vida de esta profesora de piano en el conservatorio de Viena remite a su fracaso como compositora, meta hacia la que había sido programada. A través de incursiones retrospectivas se esboza la problemática anterior, que apunta a las posibles causas inmediatas de la patología: encorsetada en la rigidez impuesta por la disciplina de largos ejercicios musicales, la niñez de la protagonista se había visto privada de las necesarias y naturales expansiones de la edad por deseo de su severa madre, que no duda en utilizar a su hija para conseguir sus aspiraciones sociales. Tras el reciente ingreso del padre en un psiquiátrico, madre e hija vivirán solas y exclusivamente para sí y su prestigio social en su piso del centro de Viena.
Para Erika los años transcurren monótonamente marcados por la rutina del trabajo en el conservatorio y entre las paredes de su casa, que no abandona sino para impartir sus clases. Inhabilitada para los sentimientos, no se resigna a que se apaguen los últimos destellos de su juventud sometida al encierro en que la mantiene la madre con la pretensión de protegerla. Escapadas voyeristas, lesiones autoinfringidas en el sexo, violencia física y de palabra entre madre e hija y proyectos de prácticas amorosas sado-masoquistas con un alumno aparecen como la sintomatología de un cuadro patológico que, con variaciones, se nos sugiere como normal en el seno de cualquier familia de la buena burguesía vienesa.
Jelinek pone al descubierto lo que se esconde tras las armoniosas fachadas de los históricos palacios de la ciudad de Viena, destruye sin piedad el mito de la capital europea de la música como sinónimo de riqueza cultural y aristocracia espiritual y desenmascara como gran falacia el idilio evocado en Sisí Emperatriz y en los valses de Strauss. Se revela en esto como clara heredera de una larga tradición que va desde Kafka a Bernhard, pasando por Kraus, Wittgenstein, los Volksstück de Ödön von Horváth, Marieluise Fleisser y Franz Xaver Kroetz y que en la filmografía de Alexander Kluge.y los directores cinematográficos en torno al Manifiesto de Oberhausen (1962) trasciende el terreno de la literatura.
Altas cotas de virtuosismo alcanza el trabajo semántico-lingüístico de esta escritora, que experimenta con el lenguaje y con distintos montajes textuales, con la cacofonía y con el ritmo, que elige todas y cada una de las palabras que escribe con exquisito cuidado, atenta siempre a los efectos y a las connotaciones para evocar diversas y simultáneas asociaciones en el lector con la intención de parodiar. Si en alguna parte le queda algún sentido al tan manido término de la intertextualidad, es sin duda en los textos de Jelinek. Precisamente por la complejidad que su literatura adquiere en lo formal es tan difícil su traducción a cualquier lengua. Con todo, y a pesar de que inevitablemente se pierde parte del efecto, la lectura traducida sigue mereciendo la pena.
Desde luego, la literatura de Jelinek puede no gustar por muchas y diversas razones. Sus temas no son plato de gusto. Pero nada más alejado de la realidad pretender que no tiene calidad estética. Afirmarlo es confundir el tocino con la velocidad.
(En: Quimera. Revista de Literatura)
17 de julio de 2008
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