EL SECRETO DEL ÉXITO
Henning Mankell,
La falsa pista
Traducción de Dea Marie Mansten y Amanda Monjonell Mansten,
Tusquets, Barcelona, 2001, 427 pp.
Comedia Infantil
Traducción de Carmen Montes,
Tusquets, Barcelona, 2002, 266 pp.
Anna Rossell
Kurt Wallander, el popular comisario protagonista de una serie de nueve novelas policíacas en la que La falsa pista (Villospår, 1995) ocupa el quinto lugar por orden de creación y de publicación, es un hombre maduro, sensible y sentimental a la vez, divorciado y padre de una hija adolescente. No es, desde luego, ningún héroe. Y si bien tiende a fracasado en lo personal –no es nada afortunado en amores y lleva una vida solitaria en las pocas horas de ocio de que dispone-, tampoco es exactamente un antihéroe. Este afamado personaje no encaja en ninguno de los moldes habituales que dan popularidad a un comisario. ¿Es entonces su manera de resolver los casos lo que constituye su atractivo? ¿Se trata quizá del modo en que el autor organiza la trama y el suspense? ¿De su calidad literaria? ¿Cuál es el secreto del enorme éxito de ventas de la serie de novelas policíacas protagonizadas por este discreto aunque eficiente y respetado comisario en la discreta ciudad de provincias de la región sueca de Escania? La pregunta no es baladí cuando su autor, el sueco Henning Mankell (Härjedalen, 1948), ha sido traducido a veintitrés idiomas, ha obtenido numerosos y prestigiosos premios en diferentes países y alcanzado fama internacional a principios de los años noventa, gracias precisamente a esta serie de novelas policíacas que han ocupado y ocupan aún los primeros puestos de las listas de libros más vendidos, al menos en Suecia y Alemania, y han catapultado el nombre de su creador al lado de los de Georges Simenon y John le Carré en muchas reseñas bibliográficas del género, al menos por el momento. Desde luego no se le puede negar mérito a un autor tan prolífico como Mankell que desde 1973 hasta ahora ha publicado como mínimo treinta obras –con frecuencia dos el mismo año- y que diversifica su creación en registros tan distintos como el teatro, la novela, el ensayo y la literatura infantil. Máxime cuando, desde 1985, compagina la creación literaria con la dirección del “Teatro Avenida” de Maputo (Mozambique), donde reside medio año. El género policíaco parece encontrarse en muy buen momento: los noruegos Karin Fossum y Gunnar Staalesen, los daneses Anders Bodelsen y Poul Ørum, los suecos Håkan Nesser y Jan Guillou, los británicos John Harvey y Ruth Rendell, los alemanes Gisbert Haefs y Thomas Hettche, la norteamericana afincada en Italia Donna Leon, el suizo Friedrich Glauser, el norteamericano Tom Clancy o el escocés Ian Rankin, son sólo algunos de los nombres vigentes que encontramos actualmente publicados en países de un área de influencia comparable a la del sueco Henning Mankell. ¿Cómo se explica la absoluta supremacía de éste sobre todos los demás? ¿Tanto más cuanto que muchos de ellos comparten con Mankell un modo de entender el género policíaco como vehículo ideológico para desenmascarar la hipocresía de la sociedad capitalista bienestante y señalar la relación entre criminalidad y marginación social? Por otro lado tampoco esta concepción es nada novedosa, sino una tradición fuertemente arraigada en la literatura policíaca escandinava a partir del modelo desarrollado a finales de los años sesenta por los noruegos Maj Sjöwall y Per Wahlöö, quienes pretendían “abrir el vientre de la así llamada sociedad del bienestar, ideológicamente tan empobrecida y moralmente dudosa”, según escribió Wahlöö en un artículo en 1967. Así pues tampoco en esta peculiaridad puede residir el secreto del arrollador éxito de Mankell. Es bastante probable que se trate de una combinación de factores de los cuales seguramente el de más peso tenga mucho que ver con una buena comercialización, porque el lector mínimamente sensible se da cuenta de que la clave no está precisamente en su talla literaria. Ciertamente Henning Mankell sabe manejar a la perfección, y en sus justas cantidades, los ingredientes que necesita una obra literaria para instalarse en el filo mismo de la línea divisoria entre lo popular y lo populista: su protagonista es un hombre común y corriente, hace transcurrir la acción en una pequeña ciudad de provincias y sus alrededores, desenmascara la hipocresía y la doble moral de políticos y potentados, pone de manifiesto la debilidad social de los marginados y carga las tintas de sus crímenes con una buena dosis de violencia y un toque de sadismo, sin llegar a recrearse en lo morboso. No cabe la menor duda de que no es tarea fácil y por tanto, es meritoria. Sin embargo, esto no justifica su encumbramiento como escritor prestigioso. Desde el punto de vista literario, Mankell es un valor mediano. La falsa pista no es ninguna excepción. El autor sueco ofrece al lector una trama basada en un suicidio y cinco macabros asesinatos y organiza el suspense a lo largo de cuatrocientas veintisiete páginas no alrededor de la pregunta ¿quién es el asesino?, como es habitual, sino en torno al móvil y a la conexión que pueda haber entre los diferentes asesinatos y otros trágicos acontecimientos. En efecto, el lector conocerá la identidad del asesino a más tardar aproximadamente en la mitad de la novela; no es pues un objetivo sencillo proponerse mantener vivo el suspense hasta el final. Y Mankell no lo logra, pues el móvil se adivina antes de lo deseable dejando entrever a su vez las conexiones. Por lo demás, la tesis subyacente a la novela tiende -con demasiada fuerza para ser creíble- al esquema simplista, de corte rousseauniano, según el cual la natural bondad de los seres humanos se pervierte con la sofisticación de las grandes urbes civilizadas. Así, algo grave estará sucediendo en el mundo, cuando, sintomáticamente cada vez más, los tentáculos de las mafias internacionales alcanzan pequeñas ciudades como Ystad y muchachas jóvenes se suicidan en la tranquila región de Escania. Esta es la reflexión que se hace Kurt Wallander, este comisario en demasía intuitivo, cuyos sensibles pensamientos captan la simpatía del lector medio al que se le permite participar, además, en la vida privada y en la intimidad anímica de este personaje en la dosis justa para acercarse emocionalmente a él: así sabemos de la melancolía de Wallander desde que se ha separado de su esposa, compartimos sus repetidas crisis profesionales cuando le sobrepasa la magnitud de la maldad con que tiene que enfrentarse, somos testigos de la alegría que le invade ante la visita de su hija, conocemos sus noches de insomnio o el profundo sentimiento de culpa que le persigue por no poder visitar a su anciano padre con la asiduidad que requiere su estado de salud, aunque el impedimento sea la urgencia del deber policial, y no se nos esconde algún que otro defecto, como que echa mano del alcohol en más de una ocasión para sobrellevar momentos de debilidad emocional. Pero es precisamente esta combinación de rasgos -unida a otra de corte más efectista y resultón, como la que lo presenta como el típico hombre simpáticamente desastroso, necesitado de la obligada compañía femenina que le organice la vida doméstica y le haga la colada- lo que da credibilidad al personaje y hace de él un carácter especialmente cercano, una medianía que asegura la identificación y la empatía del lector. Probablemente sea este controlado equilibrio entre las distintas facetas humanas de la personalidad de su protagonista lo más logrado de esta novela de Henning Mankell que, por otro lado, roza demasiado a menudo el tópico cuando pone el factor meteorológico al servicio de los estados de ánimo del personaje y está salpicada de imágenes cuyo registro claramente folletinesco no puede deberse a la traducción (Refiriéndose a una furgoneta en la que ha sido trasladada una de las víctimas leemos: “Allí, situada en un lugar retirado del aparcamiento, parecía un viejo boxeador al que acaban de noquear fuera de combate y está tirado sobre las cuerdas de su rincón”; o bien: “Después de tantos años como político había comprendido que lo único que quedaba era la mentira”; “Pensó en toda la confusión que estaba creando, que haría andar a los policías aún más a ciegas en la oscuridad, una oscuridad que no eran capaces de comprender”).
Más conseguida desde el punto de vista literario está Comedia infantil (Comédia infantil, 1995), de tema y escenario muy distintos. La novela se centra en la trágica vida de los niños de la calle y la acción transcurre en Mozambique, si bien queda constancia explícita de que, lejos de tratarse de un caso aislado, estas bandas de niños pueblan las grandes ciudades de otros países y continentes. En un mundo olvidado, en el que la violencia y la muerte son lo cotidiano y la fantasía es el único alimento espiritual capaz de mantener el aliento de la vida y asegurar la supervivencia de los seres humanos, la literatura que lo refleja constituye un testimonio histórico que cumple salvar para el recuerdo. Comedia Infantil pertenece, en la intención, a esta clase de literatura testimonial. Y sin embargo, de los sucesos que se narran en la novela emana un inexplicable encanto y de sus personajes la bondad de sentimiento de los cuentos. De manera sorprendente confluyen en esta historia el más duro realismo y una cierta intención poética, el relato de lo prosaico y de lo mágico en extraña convivencia, hasta el punto de que la fábula corre el riesgo de encantarnos en un ejercicio de catarsis y errar el objetivo acusador y realista que se propone. Recogiendo el testigo de la oralidad, Henning Mankell nos narra la vida de Nelio, un niño de la calle mozambiqueño, a través de la pluma de un joven panadero, José Antonio Maria Vaz, que la ha escuchado de boca del propio protagonista a lo largo de los nueve días en que transcurre su lenta agonía. José Antonio pertenece a la exigua clase de privilegiados que tienen un trabajo y ejerce su profesión en la tahona de Dona Esmeralda, hija de Dom Joaquim, gobernador local por más de sesenta años, déspota y manipulador, último representante directo de una casta de colonizadores sin escrúpulos que no tuvieron el menor reparo en expoliar el país en beneficio propio, antes de que se impusiera la revolución. La vida de Nelio, a cuyo relato asistimos, se desarrolla en el Mozambique ya independiente, sin que por ello desaparezcan los males que han aquejado al país en aquellos años de colonización. Bien al contrario, la desgracia de Nelio y la de otros niños de la banda que él liderará en la ciudad comienza precisamente con la independencia, cuando los señores de la guerra, alentados, ahora más subrepticiamente, por intereses de ultramar, se han adueñado del país y hacen estragos en los poblados, asolando y matando con premeditada crueldad y reclutando niños soldado para el terror que ellos imponen en nombre de la liberación. De un modo admirablemente sencillo, Henning Mankell pone en la llaga su dedo acusador, sin que sin embargo su relato adquiera en ningún momento el tono de un análisis socio-político. Tampoco es éste el objeto de su novela; ni tan siquiera es la reflexión lo que esta historia reclama en primera línea. Es nuestra emoción lo que cautiva esta Comedia Infantil que a veces roza el sentimentalismo sin caer decididamente en él. La vida de Nelio es un relato casi mágico en el que aprendemos que la experiencia en propia carne de las crueldades más espantosas no siempre se lleva por delante la humanidad y la sensibilidad de las criaturas en que se ceba. Ni la intensidad de los horrores de su corta biografía ni la extrema miseria en que se ve sumido incapacitan a Nelio para la ternura, la observación sensible o la protección de los aún más indefensos. El destino al que se ha visto empujado con violencia lo ha hecho envejecer prematuramente –“¿Acaso era natural que un niño de diez años muriera sin el menor atisbo de horror ante la imposibilidad de seguir disfrutando de la vida?”- sin entumecer su capacidad para la picardía y la mentira ingeniosa, tan propias de la infancia. A través del relato de Nelio –de quien ni la edad ni el nombre se sabe con certeza-, el autor nos hace partícipes de un buen pedazo de historia que es la historia de todo un continente: Nelio, Cosmos, Nascimento, Pecado, Mandioca, Tristeza, Alfredo Bomba o Deolinda son víctimas de tragedias personales distintas, legado único y común del reciente pasado colonial del país. Sus destinos, marcados a los pocos años de su vida por los horrores más crueles, confluyen en la calle como herencia de aquel pasado sin que se nos permita vislumbrar ni a lo lejos un ápice de confianza en un futuro mejor: el autor hace gala de una buena dosis de ironía al referirse a los cooperantes, que proceden del primer mundo, viven en casas confortables y pasan los fines de semana en la playa tostándose al sol, y a los que los niños definen como “hombres blancos que hablaban mal su idioma y que pretendían llevarse a todo el grupo a un lugar que solían describir como una gran casa en la que había comida, bañera y un dios”. Un hálito de esperanza conserva la novela a pesar de la estremecedora realidad en la que nos vemos sumergidos: el relato de la historia de Nelio, cuyo único depositario es José Antonio Maria Vaz, propicia en éste una toma de conciencia de lo que constituye una identidad común, una historia que le despierta la conciencia de su propia historia, como reconoce el mismo narrador: “Ahora sé que Nelio tenía razón, que nuestra última esperanza está en no olvidar quiénes somos”. Algo esencial se remueve en el interior de José Antonio Maria Vaz a partir del momento en que recoge a Nelio, malherido por los disparos de un guarda, y lo acompaña en su larga agonía mientras escucha atentamente el relato de su vida en el tejado de la casa que alberga el teatro y la tahona donde trabaja. Su misión será a partir de ahora escribir la historia de Nelio, que es la de muchos Nelios y que siempre empieza de nuevo, aunque su vida llegue a su fin. Henning Mankell ilustra en este libro, de manera novelada, el sufrimiento y abandono que un buen conocedor de los países del continente africano, Ryszard Kapuscinski, describe en Ebano, un verdadero documento sobre Africa, a caballo entre el reportaje y el ensayo. Sin embargo, y a pesar de que los hechos que se narran en Comedia infantil son de una extrema dureza, ésta no domina ni mucho menos absolutamente la narración que de modo inexplicable está, a pesar de todo, impregnada de la magia que ilumina un cuento. Henning Mankell logra una difícil convivencia entre crudo realismo y fantasía maravillosa. Lástima que al terminar la lectura predomine en el lector mucho más el dulce embelesamiento y la melancólica tristeza que la indignación. Además de las dos novelas aquí reseñadas, Tusquets ha publicado otras obras del autor (La quinta mujer, Asesinos sin rostro, Los perros de Riga y La leona blanca, esta última de próxima aparición); todas ellas, menos Comedia infantil, pertenecen a la serie policíaca del comisario Kurt Wallander. Lamentablemente la editorial no se ha atenido estrictamente al orden cronológico de su gestación. Hubiera sido conveniente respetarlo, tanto más cuanto que, además de permitirnos seguir la trayectoria del escritor, la vida del comisario protagonista experimenta una evolución cuyo desarrollo sin duda agradecerá conocer en su natural cronología el lector que simpatice con el personaje
(En: Quimera. Revista de Literatura)
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