Entrevista a
Marcel Beyer
por Anna Rossell
Anna Rossell-Usted ha dicho que William S. Burroughs era uno de sus escritores favoritos. ¿Qué es lo que le gusta de él?
Marcel Beyer-De esto hace mucho tiempo. A principios de los años noventa quise escribir una tesis doctoral sobre él. Me impresionaba su modo de narrar, no se correspondía con la manera de novelar típica del siglo XIX, su modo de yuxtaponer y desarrollar escenas a partir de palabras aisladas o de combinaciones de palabras. Después dejé de leerlo, pero hace unos años surgió la idea de hacer una pieza de teatro musical con un compositor, Enno Poppe. Yo quería una ópera, pero el término “ópera” impone a los compositores y Poppe quería trabajar sobre un texto de Burroughs, uno que se titula Word, que es un pequeño conjuro de la palabra y del poder de la palabra, así que escribí un libreto y volví a leer a Burroughs. Y me di cuenta de que con el tiempo me he distanciado de este autor.
A. R.-¿Qué autores son significativos para usted ahora?
M. B.-Escritores que descubrí hace veinte años o más siguen gustándome, libros que me llevo cuando voy de viaje o cuando paso un tiempo fuera. Por ejemplo me entusiasman los recuerdos de juventud de Elias Canetti. En los últimos dos o tres años he leído muchos relatos de autores que narran su vida porque estoy trabajando en una novela cuyo narrador ronda los setenta años y cuenta sus recuerdos de infancia; me pregunto cómo son los relatos auténticos en comparación con los que yo novelo. Un autor que me cautivó a principios de los ochenta y me sigue cautivando es Paul Celan. He escrito ensayos breves sobre su obra, al principio lo admiraba y lo leía, pero no me atrevía a escribir nada sobre él, ahora puedo, poco a poco. También autores franceses que no narran de modo tradicional, para mí son un estímulo: por ejemplo Michel Leiris, etnólogo, que miraba su propia vida con ojos de etnólogo. Trabajó de los años treinta a los setenta u ochenta en su autobiografía, no una autobiografía de los acontecimientos interesantes, a veces son disquisiciones sobre palabras o expresiones. Sueña con una expresión y se pregunta: ¿por qué? Proviene del círculo de los surrealistas y aplica métodos y perspectivas surrealistas, y siempre da con algo importante, existencial. Y un español, Rafael Chirbes, a quien conocí hace poco, en Madrid. Fue un encuentro muy bonito y empecé a leer sus obras. Es uno de mis grandes descubrimientos en lo que va de siglo. Al levantarme por las mañanas tengo que leer algo que me incite a escribir y leo una página de Chirbes; tiene una mirada especial, un construcción peculiar de las frases, un modo particular de tratar las palabras, se pueden asir, oler.
A. R.-Con Norbert Hummelt actuó en bares, hizo performance literaria –Postmodern Talking-. ¿Qué aporta la performance a la literatura?
M. B.-En la segunda mitad de los años ochenta la literatura en Alemania estaba algo oxidada, iba por caminos muy disciplinados; era una manera de romper, y era muy divertido, después vino la slam poetry. Los bares dan mucha energía, allí el público es distinto y hay que imponerse de modo diferente: cuando uno tiene que actuar ante un público que quiere beber y charlar, cuando tiene que llamar su atención, debe recurrir a estrategias distintas. Yo tocaba la batería sin tener ni idea para incorporarla a la lectura de los textos, y con aquella presencia acústica en primera fila la gente sabía que allí pasaba algo diferente que cuando uno lee un poema para sí. Fue una experiencia escénica muy especial, recitar un texto a un público, y me sirvió para otras actuaciones de lectura en otros marcos. Algunos autores leen en público como si no les gustara su propio texto, pero, aunque uno sea tímido, debe aceptar que en el escenario no se puede esconder. El público observa con mucha atención, todo se percibe como si se tratara de una actuación teatral.
A. R.-¿Significó más una experiencia personal que una manera diferente de comunicarse con el público?.
M. B.-Cuando leo mis textos en público estoy muy concentrado, aun así oigo lo que sucede: si alguien empieza a pelar caramelos significa que comienza a perder interés, y hay que interpretar más allá: ¿es sólo esta persona o es general?, lo cual revierte en lo que yo leo, porque entonces me digo “mejor que abrevie este párrafo” y leo otro capítulo para recuperar la atención de la gente; lo veo como un diálogo con el público.
A. R.-De 1992 a 1998 colaboró con la revista de música Spex. ¿Ve una conexión íntima entre música y literatura?
M. B.-Es difícil responder. Me gusta que son dos mundos diferentes. Claro que mi entusiasmo por la música ha influido en mi escritura, por ejemplo en la importancia que le doy al sonido de las palabras o al ritmo en la frase.
A. R.-¿También en las novelas?
M. B.-Sí. Leo en voz alta lo que escribo, la impresión del sonido es esencial; escribo pensando que un día lo leeré a un público, esto viene de la experiencia de los años ochenta. Entonces eran textos inéditos, escribíamos para las actuaciones. Uno se hace consciente de la cualidad acústica del texto. Me gusta estar en el mundo de la literatura por un lado y por otro tomarme tiempo para pasear por las tiendas de música. Hace poco, en Sofia, estuve una hora charlando con un joven propietario de una tienda de música sobre el hip hop en Bulgaria. En esto soy un profano interesado, no tengo por qué ser un profesional, en cambio sí debo serlo en literatura. La música me da un respiro.
A. R.-Uno de los temas literarios que usted trata más es el recuerdo, trabaja con la historia. Y la percepción sensorial tiene gran importancia: el oído, la vista, el olfato...
M. B.-Subrayar la relevancia de lo sensorial es en mí una actitud esencial, tiene que ver con mis preferencias literarias, con mi mirada hacia el mundo. Las grandes palabras, las abstractas, nunca están en mis textos, “libertad” o “esperanza” no se pueden asir ni percibir, ninguno de estos grandes conceptos que tienen significado diferente en función de quién las pronuncia y de qué retórica se oculta detrás. La percepción sensorial es como una garantía de realidad, aunque luego es interesante observar cuándo esta percepción deja de ser esta garantía. Por ejemplo, a menudo uno recuerda con nitidez cosas que son falsas -esto me interesa mucho-, también les sucede a los personajes de mis libros. Ocurre en la vida real: la acción de la novela en la que trabajo transcurre en Dresden y, muchos testimonios, entonces niños o jóvenes, me han contado historias de cuando la ciudad fue bombardeada, el 13 de febrero de 1945; dicen recordarlo, están absolutamente convencidos, pero yo sé que no son recuerdos reales. Hay una historia, por ejemplo, que en mi novela jugará un papel, porque me fascina: cuando el bombardeo la gente se refugió en un parque de la ciudad. Al lado está el zoológico, y se cuenta que los animales salvajes huyeron del zoo y pasaron la noche plácidamente con los fugitivos. Esto no es cierto. Es una escena bíblica: la calma reinaba entra las criaturas divinas. Había instrucciones de matar a los animales peligrosos si esto sucedía, y así se hizo. Sin embargo se cuenta aquella historia, y yo no puedo negársela al que me la explica, forma parte de su recuerdo y de su identidad, aunque yo sepa que no es cierto. Uno se da cuenta de que trabajar con la memoria es peligroso.
A. R.-En sus novelas no hay narrador, tenemos probabilidades, perspectivas subjetivas...
M. B.-Para mí es esencial, considero al lector como parte implicada. La perspectiva es la de la primera persona, pero este yo es un personaje que juega un poco con el lector. El lector debe estar tan implicado en el texto como este personaje, y en algún momento nota que quizá no debe creerse todo lo que le cuenta el personaje. Y yo, como autor, observo desde fuera por así decirlo el juego que se traen uno con otro.
A. R.-No hay narrador y tampoco narración, o poca. Se trata más bien de montaje, monólogo interior. ¿Le interesa más la filosofía?
M. B.-Sí, es curioso; en realidad hubiera querido evitarlo, hubiera deseado reflejar sólo impresiones sensoriales, pero quizá los autores que vemos el mundo de ese modo tengamos en el fondo un interés filosófico. Tras lo que ahora estamos hablando hay reflexiones y tras las escenas que escribo muchas convicciones, una idea del lector como alguien responsable de sus propias percepciones y opiniones. Quizá es un filosofar sin sentenciar. No me gustan los aforismos.
A. R.-¿No es ésta una tendencia en la literatura actual en lengua alemana? Lo vemos en W. G. Sebald, Norbert Gstrein, Ulrich Woelk...
M. B.-Sí. Tiene que ver seguramente con el hecho de que con la historia europea del siglo XX se ha planteado la pregunta sobre la posibilidad de narrar. Sebald, por ejemplo. Para él la experiencia más importante es siempre, o casi siempre, el nacionalsocialismo y el holocausto, y él, o su narrador, se encuentran con supervivientes. Y surge la pregunta: ¿cómo contarlo? Y va dando rodeos, es decir, que no lo cuenta, pero el tema está absolutamente presente. ¿Por qué emigró alguien en los años treinta? Es una pregunta clave. También para Semprún: los prisioneros se preguntan cómo van a contar lo que han vivido en el mismo momento en que salen del campo de Buchenwald. Se dirigen a la ciudad y uno dice que nunca deben hablar de aquello, que no se puede contar, y el otro opina que tienen que contar cuanto puedan para que todo el mundo lo sepa, pero ¿quién lo cuenta de la manera debida? Así nacen historias muy diferentes, con perspectivas diferentes.
A. R.-La acción de su último relato, Vergesst mich (Olvidadme), transcurre en España, la historia de España juega un papel importante.
M. B.-En mi anterior novela Espías, la guerra civil española ya está presente; el personaje del abuelo fue miembro de la Legión Condor y luchó en España del lado de Franco. Mientras trabajaba en la novela me dije que no iría a España hasta que no la hubiera terminado; la historia tenía que ser imaginada, la realidad no debía interferir. Espías es del 2000. En 2002 estuve en Barcelona y después fuimos a Madrid. Allí conocí a Rafael Chirbes. Nuestra conversación me dejó una huella muy profunda. El domingo siguiente por la mañana mi mujer y yo íbamos dando un paseo y de repente observamos mucha presencia policial. Quisimos saber qué sucedía. Había tensión, la que percibo siempre en los textos de Chirbes, aunque trate de temas cotidianos. Flotaba en el ambiente un miedo encubierto y nos topamos con una manifestación de partidarios de Franco, había puestos que vendían artículos conmemorativos. Pensé que había leído los libros de Chirbes cuya acción se desarrolla en 1975, cuando Franco estaba a punto de morir, y ahora yo estaba en esa ciudad casi treinta años más tarde y unas ancianas compraban postales de Franco: ¿no había pasado el tiempo? Me pareció interesante ver cómo se disolvía la manifestación y la gente desaparecía en la ciudad y a nuestro alrededor muchos se quedaban observando escépticos, con una actitud reservada, como si aún llevaran muy dentro todo aquello. Fue una percepción intensa, seguramente influida por mis lecturas anteriores. Éste es el marco de referencia de mi relato Vergesst mich. Hay dos perspectivas encajadas. Es la historia de un amigo que se pierde. Se encuentra con una foto suya, de cuando era niño. En una revista española ve un anuncio de chocolate infantil y se reconoce en la foto del niño del anuncio; él no sabe cuándo ni por qué se hizo esta foto. Se van intercalando las conversaciones entre este amigo y el narrador en primera persona y el amigo se obsesiona cada vez más: ¿Dejaron mis padres que me fotografiaran? ¿Por qué se sigue usando esta foto actualmente? De esto hace cuarenta años. ¿Por qué me encuentro con la foto precisamente en España? La foto es sólo el desencadenante, hace que este hombre se pierda a sí mismo, en un momento determinado desaparece de la vida del narrador y se dan dos movimientos opuestos: con la ayuda de las fotos de Franco unos intentan aferrarse a algo que ya no existe desde hace tiempo, y otro empieza a perderse a sí mismo por causa de una foto.
A. R.-En su obra Nonfiction afirma que el humor no debe formar parte de las vanguardias literarias...
M. B.-¿Eso dije? Bueno, seguramente fue una ironía. Creo que la ironía es lo divertido. Hay muchas voces en Alemania que opinan que la vanguardia es aburrida, adusta. En Alemania hay dificultades para tomar en serio el juego. En Francia, por ejemplo, tenemos a Georges Perek, un autor importantísimo, que siempre juega, lo cual no significa que no se tome las cosas muy en serio, lo que hace no es baladí. Una de sus historias tiene que ver con el holocausto, se trata de conformar la propia identidad, de encontrarla, no le viene dada y el autor busca constantemente nuevas combinaciones lingüísticas, hasta que encuentra su propio lenguaje.
A. R.-Entonces humor y seriedad no se excluyen.
M. B.-En absoluto. En Alemania se piensa que el juego equivale a bufonada, yo no lo creo; y esto se aplica al arte y a la vida en general. Pero resulta aburrido saber exactamente cómo será el futuro. Precisamente cuando escribo me gusta no saber qué ocurrirá al día siguiente, en qué dirección se moverá el texto.
A. R.-¿Cuando escribe no parte de una estructura cerrada?
M. B.-No. A veces, cuando estoy al borde de la desesperación, construyo una estructura, pero apenas la he terminado, tengo que destruirla.
A. R.-¿Cómo maneja un escritor de ficción los hechos históricos?
M. B.-Investigo mucho; me gusta saber de qué hablo. Después me baso en lo que he investigado para poder desviarme de los hechos. Si tomamos la novela en la que estoy trabajando, ésa cuya acción se desarrolla en Dresden entre 1945 y la actualidad, hay años que yo no he vivido. Tampoco crecí en la RDA. Esto significa que tuve que indagar mucho sobre la vida cotidiana. Algunos autores escriben crónicas que acompañan los hechos históricos, esto a mí no me interesa, prefiero leer un buen libro de historia. Cuando investigo busco en la historia aquellos momentos en que un pequeño giro hubiera bastado para que todo derivara en el absurdo más estrepitoso. Y hay muchos de estos momentos. De modo que parto de algo real y sólo he de exagerarlo un poco, darle ese pequeño giro para hacerlo grotesco. En esta exageración radica para mí algo así como lo trágico de la historia, aunque trágico es una palabra demasiado clásica.
A. R.-¿Hasta qué punto es nueva en la literatura esta dialéctica entre recuerdo y hecho histórico, si lo comparamos con la literatura que se hacía en este sentido en los años ochenta?
M. B.-Algo nuevo hay, en el sentido de que escriben al mismo tiempo la generación de los abuelos, la de los hijos y la de los nietos. Y cada una tiene una perspectiva diferente. Por ejemplo Kertész, un húngaro que por ser judío pasó un tiempo en un campo de concentración alemán; él pertenece a la generación de los hijos, es decir, a la de mis padres, que no podemos decir que lo hayan oído contar, pero sí que conocen los hechos por documentos, y yo los conozco sólo como historia de los abuelos. Estas generaciones escriben al mismo tiempo y se da a veces la confrontación, sobre todo cuando el testimonio de la época insiste en su calidad de tal. Pongamos por caso aquella historia de los animales salvajes en el parque; yo, el nieto, digo: puede que tú recuerdes eso, pero no fue así; y entonces ya tenemos la dialéctica, y es difícil, yo no quiero hablar desde una posición moralmente superior. Esto lo hizo la generación de mis padres, moralmente siempre estaban del lado de los que tenían razón. Yo lo veo con gran escepticismo, porque el que cree que siempre tiene razón no observa con atención. Hay muchas imágenes superpuestas o clichés de personas, o por ejemplo el caso de Günter Grass, el hecho de que perteneciera a las SS, todo este revuelo. Esto le convierte ahora en un tipo muy determinado de persona. Yo creo que los nietos tienen un trato diferente con los abuelos y por ello les escuchan de otra manera y también creo que los abuelos les cuentan las historias a los nietos de modo distinto a como se las contaron a sus hijos, esto hace que estas imágenes preconcebidas ya no funcionen.
A. R.-Este escepticismo es una tendencia en la literatura actual en lengua alemana, probablemente porque las tres generaciones se ocupan de esta problemática.
M. B.-Sí, esto es algo nuevo, también porque se busca marcar el propio límite con respecto a las generaciones anteriores, pero hay un respeto hacia ellas y una mirada atenta. Antes la generación joven pisoteaba la de sus mayores y punto.
A. R.-La línea divisoria entre lo auténtico y lo simulado es a veces difícil de definir -lo hemos visto claramente a raíz de las falsas biografías de Binjamin Wilkomirski o en España las de Enric Marco o Antonio Pastor-: ¿No existe el peligro de relativizarlo todo? Se tiene la impresión de que llegar a la verdad y transmitirla es imposible. Esto parece en sus novelas El técnico de sonido o Espías, o en las de Norbert Gstrein, El negocio de matar o Los años ingleses. El perspectivismo que impregna los textos, ¿no puede inducir a pensar que sólo hay impresiones subjetivas?
M. B.-Esto sucedió quizá en la literatura de los años ochenta, pero de repente la historia mundial, el final de la guerra fría, nos dio un aviso: los hechos históricos están ahí, suceden, habrá quien lo vea como una cuestión de mera interpretación, pero no es cosa de perspectiva, porque, sencillamente, ocurrió. Cierto que la línea divisoria entre los hechos y la ficción es muy tenue, incluso a veces se diluye y se producen trasvases en las dos direcciones, pero esto no significa que todo sea arbitrario y que uno pueda inventarse lo que quiera.
Los autores que se proponen falsear la historia no actúan así. Ellos insisten en la integridad del personaje, en el hecho de que han vivido lo que cuentan, de que es verdad. Sin embargo es una mentira de principio a fin. Nunca dirían: aquí tenéis una perspectiva y aquí otra, porque lo que quieren es precisamente ignorar las otras perspectivas. Así que iluminar el tema desde distintos ángulos impide que se olvide la problemática. Pero yo diría que mantengo la separación entre el arte y la vida: la literatura puede experimentar con las cosas y también dejar las cosas en suspenso, pero si me ponen delante a un oficial de la Stasi y a una víctima de la Stasi yo nunca permitiría que el oficial dijera “yo veo las cosas así y tengo el mismo derecho que la víctima”, ahí yo separo claramente el arte de la vida. Hay gente que niega la existencia de las cámaras de gas, esto es inadmisible, de éstos debemos protegernos, hay que ofrecerles resistencia, esto no es cuestión de opiniones.
A. R.-Usted también escribe poesía y trabaja con la historia en sus poemas, ¿hay un género más apto que otro para transmitir la memoria?
M. B.-No. Si me pregunto en qué se distinguen la poesía y la prosa, yo diría que un poema se debe poder recitar de memoria y ya estamos a vueltas con la memoria, el recuerdo; en cambio una novela no, uno se sienta a leerla en silencio. A menudo algún tema o un aspecto nuevo se me presentan a partir de un poema, pero luego siento que debo tratarlo por otro camino, indagar sobre ello por otra vía. De la novela me gusta que el narrador es en realidad un seductor, induce al lector a interesarse por cosas por las que quizá nunca se hubiera interesado. También el hecho de que al lector le quede siempre alguna duda: ¿Será esto cierto o no?, ¿De verdad habrá vivido esto el personaje?, ¿Ha sucedido en la historia real? La actitud del lector frente a la novela me la imagino muy distinta que frente a la poesía, pero en mi opinión poesía y prosa están estrechamente relacionadas. El nacionalsocialismo lo traté primero en poesía, no sé por qué; de repente estaba ahí y yo no sabía a dónde me conduciría aquello. Pensé que serían cuatro o cinco poemas, pero después me di cuenta de que no había agotado el tema y proseguí con la prosa y acabó siendo El técnico de sonido. En 1996 me fui a vivir a Dresden y casi automáticamente se me impuso el tema del este en poesía y supe que pronto derivaría hacia la prosa, primero fueron artículos cortos, pero sabía que quería crear un personaje de novela que hubiera pasado su vida en la RDA.
A. R.-Y ésta es la novela en la que ahora trabaja. ¿Tiene ya un título?
M. B.-No, y es curioso, porque en las novelas anteriores tenía uno provisional desde el principio, aun cuando no acabara siendo el definitivo y ahora llevo años trabajando en ésta y todavía no sé cómo se llamará.
NOTA. La entrevista se realizó originalmente en alemán. La traducción es de la autora.
(En: Quimera. Revista de Literatura, 2008)
El Niño y los Sortilegios, Colette
Hace 5 horas
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