IRRACIONALMENTE HUMANOS
DEZSÖ KOSZTOLÁNYI,
Anna la dulce
Traducción de Judit Xantus
Ediciones B, Barcelona, 2003, 262 pp.
Anna Rossell
De no ser por el momento en que el autor sitúa la historia narrada –el año 1919 en Budapest, recién terminada la Gran Guerra-, la novela de Dezsö Kosztolányi (Szabadka,1885-1936) pudiera antojársenos mucho más antigua. Formalmente hablando y a primera vista Anna la dulce (Édes Anna) parece escrita en pleno naturalismo y no en 1926. Sin embargo se trata de un parecido engañoso. Y esta cualidad es precisamente, entre otras, una de las virtudes de esta obra maestra, que tantos consideran la más lograda de un autor, poeta, novelista y ensayista, admirado por Thomas Mann, del que lamentablemente sólo se ha traducido en España, antes de la que ahora nos ocupa, otra reputada novela, Alondra (Ediciones B, 2002).
Muchos son, en efecto, los rasgos naturalistas de la novela: el enorme protagonismo que el narrador cede a los diálogos, la incisiva e implacable crítica social, que se ensaña especialmente con la alta burguesía, la innegable simpatía con que el autor trata a la primera figura de la novela, Anna, representante de las clases más desfavorecidas, una muchacha huérfana de madre, de ascendencia muy humilde, que trabaja desde los dieciséis años como doncella en la capital húngara. Como en las más clásicas obras naturalistas tampoco falta la figura del doctor, un buen hombre, sensible, honrado y sincero que, perteneciendo a la clase bienestante, es el único de esta casta que se salva de los dardos envenenados del autor, rompiendo así el simplismo maniqueo del esquema que reparte virtudes y defectos, bondad y maldad, según se trate de pobres o de ricos, de parias o de burgueses, nobles o aristócratas, aunque sean venidos a menos.
Pero un autor de la talla de Kosztolányi no puede conformarse, en 1926, con escribir una excelente novela decimonónica. Y desde luego no lo hace. Sucede con los verdaderos genios literarios que su valía no se limita al magnífico dominio de la lengua, sino que, más allá de la buena escritura, manejan un conjunto de factores que saben explotar convenientemente para dar un valor añadido a su texto. En este caso ese valor añadido es, desde luego, mucho más que eso; es fundamental.
En realidad lo que hace el escritor magiar es aprovechar la forma naturalista, tan adecuada para el retrato de los ambientes y los interiores, para ponerla al servicio de uno de sus grandes objetivos: la crítica social. Pero es evidente que el autor persigue otros fines, al menos en primer término. Lejos de emular simplemente un estilo literario Kosztolányi subvierte el naturalismo, puesto que embute en su misma estructura formal una concepción del ser humano y de la sociedad, que no sólo difiere enormemente de la de los autores del XIX sino que se sitúa radicalmente en sus antípodas.
Desde luego Kosztolányi simpatiza con los buenos. No hay duda alguna de que Anna, la trabajadora y cariñosa Anna, y el reflexivo doctor Moviszter le caen bien. Y es cierto que el personaje principal de la novela, contrariamente a lo que sugiere el título, parece ser esa hipócrita, insensible, interesada, morbosa, desalmada e insaciable burguesía, superficial hasta la vulgaridad. Pero precisamente esta contradicción entre título y contenido es uno de los guiños del autor hacia el lector, es su modo de devolver al personaje de Anna la importancia clave que para su creador ella tiene en la novela y contrarrestar así la posible interpretación a la que erróneamente pudiéramos llegar a causa del mayor peso específico que ocupa en el libro aquella burguesía. El novelista pretende evitar que concluyamos que es la organización capitalista de la sociedad la razón de todos los males. Kosztolányi está muy lejos de pensar nada siquiera de lejos parecido. Él es un escéptico o al menos es enormemente proclive a desconfiar de la naturaleza humana en general. Porque el escritor húngaro no deja títere con cabeza: incluso Anna es, precisamente por su bondad, honradez y laboriosidad, una excepción en el grupo de las criadas, que también describe Kosztolányi y que no se quedan a la zaga de sus señores en superficialidad y falta de escrúpulos. Ni los explotados ni los comunistas se salvan de la quema a la que la socarrona y punzante ironía de la pluma del húngaro somete a sus personajes. Bien al contrario, el autor compensa con creces la menor atención que dedica a los oprimidos poniendo de relieve su vileza y mezquindad en situaciones en que se desenmascaran a sí mismos del modo más rastrero: como cuando en el primer capítulo nos presenta a uno de los fundadores del partido comunista húngaro, Béla Kun, huyendo del país tras el derrocamiento de la república de los sóviets, infantilmente abastecido de pastelitos de chocolate, cargado de joyas hasta los dientes y riéndose de los que se quedan, o cuando en logradísimos y divertidos diálogos, lacónicos pero exactos, el portero (hasta ahora comunista) Ficsor y el burgués (hasta ahora desaburguesado) Kornél Vizy se ponen al mismo nivel de oportunismo intercambiando un sinfín de “ilustrísimo señor” y “camarada” respectivamente, cuando aún es demasiado reciente la noticia del fracaso de la revolución. No, no cabe duda de que los representantes del proletariado salen igual o peor parados que los pudientes burgueses. Cuando menos son tenidos por gente más bien ignorante e inmadura, una masa aborregada e impersonal que se deja manipular y conducir fácilmente, proletarios a los que el narrador se refiere como a aquellos “obreros y aprendices ... cantando, muy dispuestos y con total desconocimiento de causa, la canción que les habían enseñado, La Internacional”.
La encarnizada crítica que hace Deszsö Kosztolányi va dirigida al ser humano en general. En realidad la novela viene a demostrar la filosofía que en una ocasión manifiesta el doctor Moviszter: “No amo a la humanidad porque ni la he visto ni la conozco. La humanidad es un concepto abstracto ... Jamás se ha presentado nadie ante mí diciendo que se llamaba ‘humanidad’. La humanidad no pide pan, ni ropa, sino que se mantiene a una distancia prudencial ... Sólo existen Péter y Pál. Sólo existen los seres humanos”.
Pero el autor aún va más allá que el doctor, personaje cuyo modo de pensar indudablemente aquél comparte. Porque la última afirmación del médico “Sólo existen los seres humanos” testimonia al menos la fe en el individuo. Kostolányi, en cambio –y de ahí precisamente su modernidad y su cualidad de clásico-, coloca sobre el individuo un gran interrogante y sugiere que el ser humano es, y probablemente será siempre, un enigma para cualquier otro ser humano. La afirmación de la individualidad viene a ser una afirmación de la irracionalidad, que hace de las acciones de los hombres actos imprevisibles e inexplicables, más allá del bien y del mal. A Kostolányi le interesa subrayar la sustancia irracional de que están hechos los humanos y lo consigue, por contraste, tanto más cuanto que adopta para su novela la forma naturalista. En este marco, y para que no haya malentendidos, el autor se asegura de transmitirnos bien su escepticismo hacia el ser humano. Y elige para ello precisamente a los tres únicos personajes de cuya bondad menos podemos dudar: Anna, el doctor Moviszter y el periodista y poeta Dezsö Kosztolányi, que incorpora, como personaje de sí mismo, al final de la novela. Esa dulce Anna, cuyo inesperado y sorprendente comportamiento -que el autor deja sin explicación porque no la tiene- nos coloca ante el verdadero tema de esta obra maestra, ese buen doctor Moviszter, un escéptico cuyo intento de justificar racionalmente la acción de Anna no es sino un último ademán, desesperado y vano, para comprender lo incomprensible y, por si esto fuera poco, el propio Kosztolányi, que, para despejar cualquier posibilidad de que el lector le achaque la arrogancia del observador que se coloca por encima de estas miserias, se dibuja a sí mismo como otro Ficsor, otro converso de conveniencia que cambia de color como el camaleón, según cambia el ambiente político. Al hacerlo, y precisamente al final, el autor resta contundencia a la punzante crítica del principio, insinuando, como buen conocedor de Freud, que, en realidad, no somos dueños de nuestros propios actos.
Así, lo que ocupa verdaderamente el centro medular de la novela es ese comportamiento irracional de los hombres, un enigma que ha venido fascinando a los más grandes observadores y conocedores del alma humana antes y después de Freud y que tan magistralmente supieron plasmar escritores de la talla de Dostoyewski y Büchner.
La escena final, que pinta un cuadro típicamente naturalista, el interior hogareño de una apacible familia en la que el propio Kostolányi desempeña el papel de padre, se entretiene en la descripción del niño que juega a las hazañas bélicas con tanques y gas mostaza ante la apacible mirada de su madre, a quien aquél pide consejos de estrategia militar. El brutal contraste que ofrece este aparente idilio familiar con la naturalidad con que el angelical niño se entrega al juego de la guerra con la aquiescencia materna refuerza el escepticismo hacia el ser humano, que se dispone a repetir de manera recurrente los errores históricos de los que no aprende. No es casualidad que el narrador se refiera al hogar en que reina aquella supuesta paz como a una “silenciosa jaula de cristal”, como tampoco es casualidad que, además, el perro de la familia se llame precisamente Cisne y arremeta con sus últimos ladridos contra la mirada de quienes, desde fuera, están observando la doméstica escena del interior a través de la ventana. Cierto que la novela de Kostolányi es también el gran retrato de un desmoronamiento social, el canto del cisne del imperio austro-húngaro. Pero el autor anuncia premonitoriamente que la historia volverá a repetirse fatalmente, por más que el cisne haya cantado. La irracionalidad caracteriza la historia, del mismo modo que caracteriza al ser humano que la protagoniza.
(En: Quimera. Revista de Literatura)
17 de julio de 2008
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