Viena, 1900, un retrato social
Arthur Schnitzler, El teniente Gustl
Trad. Juan Villoro. El Acantilado, Barcelona, 2006, 60 págs.
Anna Rossell
Más allá del interés que pueda suscitar el tema al que dedica un escritor una pieza literaria, una de las características de la buena literatura es el sensible y original uso de la lengua, que, en manos de su autor, adquiere una fecundidad inusitada, una sorprendente capacidad de crear sentido por vías novedosas e inesperadas. Ello puede suceder, en lo formal, en todos los niveles: desde lo estructural en la morfología del léxico y en la sintaxis hasta el montaje o macroarquitectura del texto.
Hay a menudo en lo genial un ademán iconoclasta, la osadía de abandonar veredas conocidas para aventurarse por terrenos menos firmes, por incógnitos, pero retadores, en tanto que suponen la exploración fructífera de territorios vírgenes. Sobre todo desde el cambio de siglo a los años que precedieron a la Segunda Guerra Mundial, el siglo XX ha dado en este sentido grandes exploradores literarios que renovaron las técnicas de la escritura, incorporando a la literatura los conocimientos más vanguardistas sobre el alma humana. Joyce, Dos Passos, Faulkner, Woolf, Kafka, Döblin o Schnitzler, por mencionar sólo algunos de los más destacados de nuestro ámbito cultural, han sido innovadores en este sentido y como tales constan en la historia de la gran literatura universal. Innovación en aquellos años, cuya actualidad subraya la reedición de sus obras, que siguen despertando el interés del lector de hoy.
En el ámbito literario en alemán, la editorial El Acantilado muestra especial sensibilidad y buen tino al ofrecer un buen puñado de obras de este calibre en lengua española. La reciente publicación de El teniente Gustl constituye otro auténtico regalo.
Este relato o novela corta del austriaco Arthur Schnitzler (1862-1931) es uno de esos textos exquisitos. Publicada por primera vez en el diario vienés Neue Freie Presse en 1990 y como libro por S. Fischer, Berlín, un año más tarde, este breve pero intensísimo texto, pionero en alemán como puro monólogo interior, supone un hito en la historia de la literatura alemana. Schnitzler, cuya formación de médico le hacía especialmente permeable a los incipientes descubrimientos de la psicología, incorporó a la literatura los conocimientos de William James, quien ya en 1890 -The principles of Psychology- había definido la estructura de la mente humana como un monólogo interno, y los estudios de su coetáneo y conciudadano Sigmund Freud. Sin duda conocía bien los Studien über die Hysterie que éste había publicado, con Josef Breuer, en 1895. El escritor vienés, haciéndose eco de la tesis de la libre asociación como base del funcionamiento del subconsciente del individuo, vierte en sesenta páginas, que constituyen las escasas horas del tiempo narrado, el flujo de conciencia de su protagonista Gustl, un joven teniente del prestigioso ejército de la monarquía austro-húngara. No es de extrañar que el relato fuera en su momento motivo de escándalo y le costara a su autor su puesto de médico militar en la institución que retrataba, ya que Schnitzler no hace sino airear a los cuatro vientos los entresijos más recónditos del alma de un representante del ejército monárquico, que no sale precisamente bien parado. El continuo fluir de la conciencia del teniente Gustl nos permite conocer de primera mano y sin el camuflaje que imponen los formalismos sociales el verdadero fondo del protagonista. Éste, ajeno por completo a la música del concierto, al que asiste por puro compromiso y que le aburre soberanamente, da rienda suelta a sus pensamientos, que van fluyendo inconexos de acá para allá en función de donde se va posando caprichosamente su mirada o de un gesto que capta casualmente su atención. Contemplamos así la radiografía de su alma, la de un petimetre, cuya vida transcurre insulsa entre el servicio al ejército, los duelos de honor, el juego y los amoríos. El desagradable episodio que protagoniza a la salida del concierto un panadero conocido y que resulta altamente humillante para él supone un golpe de timón en el rumbo de esa voz interior, que ahora dejará oír su cólera y se ocupará sobre todo de organizar el suicidio al que se ve abocado y que nos llega sencillamente como uno más. El clímax que en el relato supone este episodio no hace sino acentuar la superficialidad en la que se sustenta la existencia del teniente y de toda una sociedad que se refleja en su mismo espejo: el hecho no añade la intensidad dramática que esperamos ante la inmediatez de una muerte inevitable, ni siquiera impulsa una reflexión, es, sencillamente, una anécdota sobre la que decide la pura casualidad.
(En: Quimera. Revista de Literatura)
17 de julio de 2008
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