22 de julio de 2009

Helga Schütz, El brillo del Elba y Frontera con el día de ayer (por Anna Rossell)

HELGA SCHÜTZ

Nace en 1937 en Falkenhain –Silesia- (Alemania) en el seno de una familia obrera. Vivió en Dresde a partir de 1944. Siguió estudios de formación profesional en jardinería, profesión que ejerció durante algún tiempo. De 1955 a 1958 estudió en la Facultad de Trabajadores y Campesinos de Potsdam. De 1958 hasta 1962 se licenció en dramaturgia en la Escuela Superior de Artes Cinematográficas de Potsdam-Babelsberg. A partir de 1962 trabajó como guionista para la DEFA (Estudios Cinematográficos de la RDA), especialmente de documentales, más tarde también de películas de ficción. Es autora de numerosos guiones cinematográficos. Ocasionalmente ha ejercido también de directora. Desde 1993 ocupa la cátedra de redacción de guiones en la Escuela Superior de Cine y Televisión de Potsdam.
A principios de los años setenta, con la publicación de Historias previas o Un bonito lugar Probstein [Vorgeschichten oder Schöne Gegend Probstein], Helga Schütz se dio a conocer también como autora literaria sobre todo de obras en prosa. Helga Schütz es miembro del PEN Club de la RFA y de la Academia de las Ciencias y las Letras de Maguncia. Ha sido galardonada con numerosos premios, entre ellos el Heinrich Greif (de primera clase), en 1968; el Heinrich Mann, concedido por la Academia de las Artes de la RDA, en 1973; el Theodor Fontane, en 1974; el Stadtschreiber-Preis, que otorgan el ZDF (el segundo canal de la televisión alemana) y la ciudad de Maguncia a jóvenes escritores, en 1991; el Premio Literario del Land de Brandemburgo, en 1992, y la Distinción de Honor de la Fundación Alemana de Schiller, en 1998. Además de los relatos mencionados, Helga Schütz es autora de otras obras en prosa: El terremoto de Sangerhausen y otras historias [Das Erdbeben bei Sangerhausen und andere Geschichten, 1972], Iluminación de fiesta [Festbeleuchtung, 1974], Jette en Dresde [Jette in Dresden, 1977], Julia o la educación para el canto coral [Julia oder die Erziehung zum Chorgesang, 1980], Martín Lutero – Narración para el cine [Martin Luther – eine Erzählung für den Film, 1983], En el nombre de Anna [In Annas Namen, 1986], Hogar, dulce hogarcronología en Kazajstán. Diario [Heimat, süsse Heimat – Zeitrechnung in Kasachstan. Ein Tagebuch, 1992], El brillo del Elba [Vom Glanz der Elbe, 1995], Frontera con el día de ayer [Grenze zum gestrigen Tag, 2000], Dalias en la arena [Dahlien im Sand, 2002], ésta última en colaboración con Rainer J. Fischer.

Helga Schütz basa sus obras fundamentalmente en experiencias autobiográficas de su niñez y su juventud, que reelabora en clave de ficción. Retrata así a través de ellas una parte decisiva de la historia de Alemania y de la RDA que han dejado una profunda huella en quienes la protagonizaron. Desarrolla una prosa poética, a menudo muy asociativa, en cuya tendencia al diálogo se hace notar las profesión de guionista de la escritora. Asimismo su formación como especialista en jardinería se manifiesta tanto en el tema al que ha dedicado uno de sus últimos libros, Dalias en la arena [Dahlien im Sand, 2002], como en el sensible y profundo tratamiento que el paisaje y la naturaleza en general recibe en todas sus obras.


El brillo del Elba [Vom Glanz der Elbe, 1995]

Como es recurrente en la prosa de la autora, la novela hace un recorrido por la historia alemana de la segunda mitat del siglo veinte. Pocos años después de la reunificación alemana Helga Schütz escribe sobre una vida en la RDA en clave personal e intimista. El tema que desarrolla no es la unificación, sino la recuperación a partir de este momento de la historia pasada, que no se liquida por ser pasada sino, más bien al contrario, se aviva precisamente con la caída del Muro al removerse en los espíritus la memoria reprimida, como si hubiera estado esperando la oportunidad de ser revivida libremente. En este sentido la unificación marca un antes y un después, esa línea divisoria a partir de la cual se puede hacer inventario de los recuerdos.
Para ello la autora construye un personaje que reúne unas características muy idóneas para la ocasión: Adam Brühl, un norteamericano de ascendencia alemana con algo más de medio siglo de vida a sus espaldas, asentado desde sus años de estudiante en los Estados Unidos, donde trabaja como científico en Ohio. Adam aprovecha el año sabático que le exime de sus tareas universitarias para viajar de Cleveland a Berlín en un intento hace tiempo latente de encontrar a Anna, su supuesta hermana gemela. Adam y Anna, a quienes une un apellido que remite al lugar donde habían sido depositados para preservarlos de las bombas al abrigo de las grutas abovedadas de la “Terraza de Brühl”, en la fortaleza-castillo de Dresde, y no a un padre biológico, fueron registrados en los papeles oficiales como hermanos gemelos –año de nacimiento 1944- porque vestían ropas parecidas en el momento en que fueron descubiertos, juntos, en el refugio antiaéreo tras el bombardeo aliado de Dresde al final de la Segunda Guerra Mundial. Destinados a un orfanato y por la dificultad que supone en aquellos años encontrar padres de adopción para los dos, sus vidas siguen caminos muy distintos; Adam tiene más suerte que Anna: Evelyn, la hija de un físico de renombre, se interesa por él y lo adopta a la edad de ocho años, mientras que Anna sigue su vida en la casa de huérfanos. La prematura muerte de Evelyn, a quien Adam apenas llega a conocer, no impide sin embargo que el niño siga en la casa del viejo profesor donde el pequeño crecerá al calor humano del anciano físico, de quien heredará el interés por la ciencia, y de su asistenta. Durante este tiempo Anna mantendrá con él una relación de amistad, practicada a través de comidas de domingo conjuntas en la casa adoptiva de Adam y alguna excursión a solas por los alrededores de la ciudad. El ambiente político-social que se va desarrollando en la RDA lleva al laureado profesor universitario e investigador a plantearse un futuro mejor para su hijo adoptivo y, con motivo de la organización de un congreso y alegando necesidad de acompañante como apoyo para su quebrantada salud, aprovecha un viaje a Heidelberg para llevárselo consigo y darle al joven Adam la oportunidad de permanecer allí, si él lo desea. Adam permanecerá en la RFA donde cursará estudios de medicina que acabará en los EEUU. Ésta es la historia previa que se va desgranando a lo largo de la novela a través de una técnica característica de la prosa de Helga Schütz, la retrospectiva, que sin embargo la autora personaliza con una calculada y nada sencilla dosificación. Así Schütz va salpicando su texto en el momento oportuno de los datos necesarios de cada uno de sus personajes para interesar al lector y mantener abierta su imaginación y expectativa, de modo que las piezas del mosaico que se va construyendo se encajen poco a poco y con matices. Cada una de las líneas de la novela habla de historia, pero la historia le interesa a la autora en tanto que hace la biografía de sus personajes. Es la vida de sus protagonistas la que transporta la historia y no al revés. Schütz escribe a partir de los íntimos repliegues más sensibles de lo humano, los materiales de que se sirve principalmente son la ternura y la sensibilidad. Por ello una parte esencial de la novela la constituyen las relaciones que se establecen entre sus personajes, por más que algunas veces sean sólo necesariamente efímeras, y que van formando una trama –otra vez de construcción dosificada- que permiten reconstruir la historia personal de Adam Brühl, que es, en una buena parte –pero no exclusivamente-, la historia de Alemania de la segunda mitad del siglo XX. A partir de la casa donde Adam Brühl se establece en Steinstücken, cerca de Potsdam, lugar que conserva aún muy vivas las cicatrices de la división alemana, la autora nos lleva de la mano de su protagonista por los paisajes físicos y mentales a la busca de la memoria y la hermana perdidas: recorremos así el valle del Elba en los alrededores de Dresde, Bad Schandau, Pieschen y Bühlau, mientras cada uno de esos lugares devuelve a Adam, al hilo de un recuerdo de evocación casi devota, un retazo de su pasado. Por lo demás la novela interesa en lo temático por una buena cantidad de descripciones histórico-culturales y en lo formal por la peculiar sintaxis que practica Schütz, fundamentalmente asociativa, que sirve tanto a la construcción de la trama como a la definición del personaje.


Frontera con el día de ayer [Grenze zum gestrigen Tag, 2000]

En esta novela de poco más de trescientas páginas en su edición de bolsillo Helga Schütz desgrana doce años de la vida de una familia en la RDA, compuesta por la propia protagonista, su pareja –Hugo- y sus dos hijos –Niklas y Betty-, esta última lacrada de nacimiento por una enfermedad degenerativa incurable. El estilo marcadamente asociativo que caracteriza el texto y el enorme protagonismo de que la autora reviste a la mujer consigue que el lector se instale, desde la primera línea, en la mente de la figura femenina y evolucione con ella hasta el final.
Nada en este texto remite temáticamente a la caída del Muro ni a la reunificación alemana, estos acontecimientos inciden únicamente en la escritura por la distancia de diez años desde la que la autora plasma lo que describe, consciente de que es historia pasada, lo cual se refleja en el título.
Sin introducción ni aviso previo Helga Schütz nos arranca de nuestro contexto para introducirnos en la intimidad familiar de un hogar y de sus alrededores a orillas del lago Glienick, en las inmediaciones de Berlín, a mediados de los años sesenta del siglo veinte. Asistimos al quehacer cotidiano de la protagonista que, minuto a minuto y sin darnos tregua, nos lleva con ella adonde vaya en el limitado recinto del microcosmos que constituye su especial entorno, reducido con pocas excepciones al interior de su propia casa y pocos metros de naturaleza alrededor. Éste es el paisaje -a escasa distancia del Muro, que ve permanentemente desde su casa- en el que vive inmersa con sus seres queridos, a los que se entrega en cuerpo y alma y que constituyen la razón de su existencia. Casi protagonista él mismo de las actividades de la mujer, de sus movimientos, sus miedos y sus esperanzas, el lector convive con la familia desde el principio hasta el final, que se cierra con el año 1976 y es testigo indirecto de las alteraciones en el barómetro político a través de sutiles comentarios en torno a la ocupación actual de Hugo, quien, músico de profesión, trabaja en una ópera pacifista sobre la guerra de Vietnam, que recibe primero el apoyo incondicional del gobierno y pasa después a ser simplemente tolerada.
De este modo, y sin apenas percatarnos de ello, se nos instala en un periodo crucial, doce años de la historia de la RDA con incursiones retrospectivas a un pasado aún más lejano, que la autora conoce bien por constituir el grueso de su propia biografía. Y sin embargo Helga Schütz no habla en ningún momento de política. Su maestría estriba precisamente en transmitir historia sin disociarla de lo que le es consubstancial, sin tratarla con independencia de los seres humanos sobre quienes incide hasta en las más recónditas fisuras de su cotidianidad, porque su escritura arranca del convencimiento de que la historia está en todos y cada uno de los momentos de nuestra existencia y configura hasta nuestro mismísimo paisaje. Así la alambrada y el Muro, que discurren a pocos metros de la casa familiar, son parte tan esencial de la vida de estos personajes como el mismo aire que respiran. En ese preciso límite y al borde de ese límite se fraguan y desarrollan los episodios que constituyen sus vivencias, sus recuerdos y sus sentimientos.
Y, en su transposición metafórica, también al límite vive la protagonista de esta novela que, jardinera de profesión, se desvive por crear a su alrededor un universo en el que aliente la vida y se erige en el eje estructural de una felicidad familiar, que debe su frágil equilibrio al celo casi desenfrenado de la mujer. Marcada por la desgracia de la enfermedad de su hija menor y pronto además por la seguridad de su muerte, contra la que lucha hasta la desesperación, ella construye su particular idilio con y para sus seres queridos, un idilio del que forman parte importante, además, un perro, un gato, un par de caballos y tres patos y del que participan y que enriquecen, con su sencilla humanidad, los abuelos, esporádicos vecinos y algunos amigos. Las minas, los disparos, las torres de vigilancia junto al muro, la cercanía de los soldados rusos, la prohibición de recibir visitas sin permiso administrativo, la impuesta comunicación en clave entre un lado y el otro de la frontera, la clandestinidad obligada para obtener desde Suiza la medicación más adecuada para Betty, nada de esto se describe sino de modo indirecto; al igual que los restos de alambrada incrustada para siempre en la oreja del perro, está normalmente instalado en el día a día que va sumando años, cuyo transcurso se manifiesta en la recurrencia de los ciclos naturales y en una magnífica y sensible capacidad para la observación del paisaje. El lábil equilibrio en que se sustenta esa íntima felicidad, amenazada ya desde hace tiempo por las sospechas de infidelidad de Hugo, se derrumba vertiginosamente y sin remedio en la vida de esta mujer a partir de la muerte de la pequeña Betty, que, de modo un tanto forzado, coincide con demasiadas penalidades: así la marcha del hijo mayor del hogar familiar, la desnacionalización de Hugo, quien por razones profesionales se encuentra en Suiza y a quien se veta el regreso a su país siquiera para asistir al entierro de su hija, y el grave accidente del caballo, que acaba por ser mortal. La autora, subrayando que no es casual, hace coincidir sintomáticamente el desmoronamiento del feliz microcosmos de la protagonista con el momento socio-político en que se vinieron abajo las ilusiones de muchos alemanes del este en torno a la esperada apertura política a mediados de los años setenta.
La novela, de trasfondo autobiográfico, es una mirada hacia atrás en la historia de la RDA, una mirada con voluntad de crónica sin ira, en la que, sin embargo, sí parece pervivir aún el desencanto. Sintomáticamente, la novela no acaba con la caída del Muro, sino en 1976, con la desnacionalización de Wolf Biermann, quien, contra su voluntad, nunca pudo regresar a su país, del que, invitado por el sindicato IG Metall, había salido para dar un concierto en Colonia. Las esperanzas de cierta liberalización que con la subida al poder de Erich Honecker habían albergado muchos ciudadanos de la RDA se vinieron entonces abajo.


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