Anotaciones de una médica española voluntaria en Chad,
Anónimo
Martes 4 de agosto
Mañana salimos para Sarh. Me hace ilusión volver y además me va a venir bien tomar unos días de distancia. Hace 4 semanas que la única salida del recinto del hospital es para ir al mercado los domingos.
Es una suerte poder vivir esta experiencia, hablarla y reflexionarla con tan buenos compañeros, que me ayudan a ir más allá de lo aparente, de lo superficial. Mucho de lo que cuento sale de las conversaciones con Lluís y Aurelie, la enfermera francesa coordinadora de la Escuela de Enfermería. Tenemos súper buena relación y con su experiencia estamos ganando mucho en comprensión de la cultura y en acercarnos a la gente. Con el paso de los días me voy dando cuenta que es una lástima perder la oportunidad de conocerlos. Son tan tan distintos, que a veces da un poco de miedo. Barthelemy, el médico chadiano, es de la etnia tupurí. Tienen unas tradiciones muy arraigadas y, a veces, violentas. Esta semana ha ido a N’Djamena a pagar la dote de su mujer, 12 bueyes, y a traérsela. A cambio el padre de la chica le ha entregado una vara con la cual puede pegarla si no se comporta como se espera. Hoy los hemos invitado a los dos a comer a la casa de los cooperantes. Ella no ha abierto la boca; así es cuando las mujeres están en presencia de los hombres. Pero si no hablamos con Barthe porque su manera de pensar nos parece repulsiva, perdemos la oportunidad de darle una visión diferente de las cosas y además nos cerramos a la posibilidad de ver que su comportamiento no se debe a la crueldad, sino al poco cuestionamiento que hace de unas tradiciones que dan sentido a su vida en muchos aspectos. Podrá parecernos horrible, pero es un camino que tienen que recorrer ellos si quieren y cuando quieran. Y digo ellos, refiriéndome a los hombres y a las mujeres, porque en muchas ocasiones ellas contribuyen a perpetuar esas tradiciones. Según nos han explicado, como de los hombres se espera que ejerzan su autoridad sobre las mujeres, porque es muestra de su virilidad, hay mujeres que provocan a sus maridos para que las peguen, para mostrar socialmente que están con hombres muy hombres. Evidentemente esto no los justifica, pero ilustra la complejidad de las motivaciones y lo arriesgado que es juzgar. Tampoco están nuestras sociedades como para dar lecciones de convivencia ni de igualdad de oportunidades, y vamos avanzando a nuestro ritmo, el que marcamos los hombres y las mujeres que las formamos, a veces a trompicones, sin que nadie nos juzgue como sociedad.
Junto a esto, que resulta desesperanzador, se ven ejemplos de gente que ha decidido ser crítica con los aspectos que su tradición impone y que consideran negativos. Padres que han decidido que la iniciación de sus hijos e hijas no se acompañe de las heridas en la cara, que más tarde se convierten en cicatrices queloideas, marca de identidad de las diferentes etnias. Parejas que deciden limitar el número de hijos para poderles dar una mejor educación.
Pero cada uno de estos pasos es muy dificultoso; los avances son tremendamente frágiles. Aquí la vida no tiene apenas perspectivas, no hay casi lugar para la ambición ni para los sueños. Ni siquiera las pocas personas que tienen un trabajo remunerado pueden aspirar a demasiado. El trabajo no tiene nada que ver con la realización personal. El sueldo da para la supervivencia justísima de unas familias muy extensas. Conociendo esto, se comprende un poco mejor la dificultad para mantener la motivación del personal local en el trabajo y el alto índice de alcoholismo entre los enfermeros, por ejemplo. El ÚNICO placer, lo ÚNICO superfluo que se pueden permitir es el alcohol, en forma de billi-billi, una bebida de maíz fermentado que cuesta a 25-30 cefas (unos 5 céntimos de euro) la calabaza y alguna cerveza, muy pocas (cuestan 750 cefas, algo más de 1 euro), a principios de mes. Hay que pensar que el sueldo de un enfermero aquí es de 70 000 CFC (poco más de 100 euros) y que tienen el compromiso de quedarse durante 10 años como pago de sus estudios.
Lunes 10 de agosto
Esta tarde hemos llegado de Sarh después de 5 días superintensos que han servido para cuidar el cuerpo y el espíritu, descansar, comer bien, jugar con niños como niños, reír, charlar, compartir… Pero sobre todo han servido para constatar cuánta Vida hay en este país, a pesar de que las cosas en general no funcionan y de que su gente se muere mucho antes de lo que toca.
He vuelto a Maïngara, el centro sanitario donde pasamos la mayoría del tiempo el año pasado. Es un dispensario que dispone de unas 20 camas de hospitalización, donde la patología más relevante es el SIDA y los recursos materiales y humanos son mucho más limitados que en Goundi. Había olvidado la sensación de impotencia abrumadora ante una realidad tremendamente pesada para el alma. Y sin embargo es allí donde nació la idea y la ilusión por volver.
Es conmovedor entender el significado de que alguien te lleve en su corazón, ver su cara de sorpresa y agradecimiento al descubrir que has vuelto. No son los amigos, no es la familia, es gente que apenas te conoce, de corazón limpio, que valora muy profundamente que hayamos salido de casa para estar con ellos, mucho más allá de lo que objetivamente les hemos podido aportar.
Y como expresión de esta alegría por estar contigo, por poder compartir un rato hoy, la generosidad sin medida. Hemos tenido la ocasión de estar en las casas de algunos jóvenes chadianos, compartiendo comida con sus familias. Viendo la sencillez de los lugares donde viven, verles sacar botellas de refrescos, vino y cerveza para agasajarnos, dolía a mis ojos primermundistas, que miran las cosas bajo un prisma economicista con demasiada frecuencia. Para qué tanto gasto, si podrían emplear el dinero en comprar bienes de primera necesidad que no tienen o están demasiado gastados. Pero el corazón a veces necesita manifestarse sin mesura, incluso con exageración, sin finalidad alguna; habría que permitírselo más a menudo.
Y junto a ellos, siempre a su lado, con una mirada tierna sobre la realidad, los misioneros que trabajan sin descanso para dar formación, curar o aliviar sufrimiento en los centros sanitarios, consolar, acompañar…, conscientes de que las cosas no cambian, cambian poco o cambian a peor.
Viernes 21 de agosto
En Goundi quedamos ahora los que seremos hasta diciembre (mi vuelta), exceptuando una comadrona francesa que llegará en unas semanas.
Empezó la cotidianeidad coincidiendo con un pico de paludismo que llega con el comienzo, ahora sí, de la temporada de lluvias de verdad, las diarias, las que mojan bien el campo y le dan vida, que será comida. Estas últimas semanas estábamos viendo aumentar los casos de malnutrición, no sé si de manera superior a otros años en esta época, la más crítica, porque se agotan las reservas de grano del año anterior y todavía no se ha podido recoger la cosecha del presente. La malnutrición es de las cosas más duras de ver. Los malnutridos son niños tristes, apagados, malhumorados, con un llanto agudo, a menudo inconsolable; nada que ver con los que nos alegran los paseos por el pueblo. Se pueden distinguir fácilmente dos tipos de malnutridos, unos menudos, de piel arrugada colgando sobre huesos marcados y otros que parecen gorditos porque les faltan proteínas y están hinchados por los edemas (acumulación de líquido en los tejidos) y paradójicamente son más rubios y claros de piel. Cuando les pellizcas los muslitos son como de mantequilla; ni una fibra muscular. Las causas de la malnutrición son muy variadas: la escasez de alimentos antes comentada, la competencia de un montón de hermanos a la hora de comer lo que el padre ha dejado para los niños, la ignorancia a la hora de asociar causalmente el estado del niño a la falta de alimentación, el desánimo y el cansancio de las madres al tenerse que ocupar de manera especial de uno de sus hijos, cuando hay muchos otros que reclaman su atención y sus cuidados. Hay niñitos que prácticamente sólo comen el poso azucarado de las infusiones que toma su padre. En el proceso hay un punto de no retorno, en el que la carencia absoluta de proteínas hace que ya no sea posible cicatrizar ni una herida de una piel sumamente frágil ni superar la más leve infección, por muchas curas que hagas y antibióticos que des.
Con la eclosión del paludismo llegó el caos a los centros de salud, ya de por sí sobrecargados de asistencia y con un personal poco motivado. Desde el 18 de agosto no hay medicamentos en algunos centros, lo que conlleva la derivación automática al hospital. Eso es catastrófico porque encarece la atención, nos sobrecarga a nosotros y nosotros inevitablemente sobrecargamos al laboratorio y al resto de “servicios” del hospital. Como en todas partes la atención primaria es fundamental para el funcionamiento del sistema, así que Leopoldo lleva toda la semana haciendo el recorrido de todos los centros de salud para detectar problemas y planificar las soluciones. La primaria hay que cuidarla, invertir, acompañar a la gente que trabaja en ella. No puedo evitar que me salga la médico de familia que llevo dentro.
Así que Lluis y yo estamos consultando por separado, todo un desafío para un recién licenciado (y para mí), que está afrontando con gran valentía, profesionalidad y acierto.
Ahora que somos menos, la convivencia se ha convertido en un nuevo reto. En realidad lo es siempre. Los misioneros son superhombres y supermujeres muy humanos. Son gente normal que ha tenido que ir rompiendo los muros de sus miedos y que franquean continuamente los que creían que eran sus límites físicos y emocionales. Eso marca carácter y acumula mucha tensión que cada uno libera a su manera, como puede. Todos tenemos nuestros momentos y nuestras cosas. A mí me da por hacer el payaso, sacar punta a todo, tener una risa tonta… Puedo resultar muy pesada.
Esta semana hemos vivido momentos especiales en casa de unos compañeros, Auguste, uno de los guardas del recinto, y Theodor, el enfermero que nos hace de traductor en la consulta. En sus concesiones, una especie de corrales que encierran una pequeña construcción de ladrillo (un cuarto) y alguna otra de adobe, nos esperaban sus familias, las cabras, las gallinas, los cerdos y una mesita con sillas dispares a su alrededor. Como es habitual, las mujeres no se sentaron con nosotros, sino que nos fueron agasajando con comida y bebidas mientras ellos nos mostraban como un tesoro su álbum de fotos viejo y manoseado. Es conmovedor ver la importancia que tiene una foto de aquel extranjero que pasó por aquí y se la mandó y que pueden contemplar de vez en cuando para recordarlo.
En casa de Theo, junto a su mujer, estaban sus ocho hijos, de entre 14 años y 21 días de vida. Nosotros nos acomodamos en las sillitas para compartir el plato típico de esta región del Chad, la boule, una masa de cereal (mijo, sorgo o mandioca) hidratado que se va pellizcando y mojando en una salsa de verdura y aceite de “carité”. Los niños y la mujer se sentaron en una especie de alfombra frente a nosotros. Estuvimos así dos horas; se portaron súper bien. Para ellos debía ser algo parecido a ver en la televisión algún acontecimiento importante. Cayó la noche y, con un cielo estrellado imponente como techo, asistimos a los bailes con los que nos obsequiaron, al ritmo de sus propios cantos primero y después al de la música de un sencillo radio-casete a pilas.
(La autora es médica voluntaria en Chad desde julio del 2009)
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