ANNA ROSSELL, ENTRE LA HISTORIA DE AMOR Y LA CRÓNICA
Hans Fallada, Pequeño hombre, ¿y ahora qué?
Trad. de Rosa Pilar Blanco,
Maeva, Barcelona, 2009, 351 págs.
“Lo más importante es lo que observamos”, escribía Joseph Roth en el prefacio a su novela Fuga sin fin (1927). Con estas palabras proclamaba su adscripción a la Nueva Objetividad, al tiempo que resumía las intenciones de la tendencia literaria en boga. La literatura alemana de los años veinte recupera la sobriedad estilística, la observación distante, el espíritu de crítica social que había caracterizado la vieja objetividad, el realismo. El narrador se erige en cronista. En esta línea se inscribe el trabajo literario de Hans Fallada, pseudónimo de Rudolf Wilhelm Friedrich Ditzen (Greifswald, 21-7-1893 / Berlín, 5-2-1947), cuya obra más lograda es Pequeño hombre, ¿y ahora qué? Publicado en 1932, el libro catapultó a su autor a la fama más allá de las fronteras de su país. Su clamoroso éxito –se tradujo a más de veinte lenguas y existen cuatro versiones distintas para el cine y la televisión- se explica por razones no exclusivamente literarias: reúne todos los ingredientes del revulsivo catártico que sin duda significó para el gran público en el momento de su aparición, cuando las consecuencias de la gran crisis económica de 1929 causaban estragos y se cebaban en la población más desfavorecida. Situada a principios de los años treinta, la novela se hace eco de la significativa monografía de Siegfried Kracauer, Los empleados del comercio (1930), a partir de la relación de una joven pareja, Hans Pinneberg y Emma Mörschel, de cuya historia se sirve el autor para dar cuenta del rápido deterioro de la realidad social y política y sus concretas trágicas repercusiones en la vida del ciudadano de a pie. Con la ternura amorosa que se profesan los dos personajes centrales y la minuciosa observación de los ambientes Fallada sabe ganarse a una clase media de asalariados, que simpatiza de inmediato con los protagonistas y encuentra en el realismo de las situaciones descritas un escenario perfecto para la identificación. En torno a la vida de la pareja la narración refleja fielmente -siguiendo el estudio sociológico de Kracauer- los rasgos característicos de aquella aciaga época: el vertiginoso incremento del paro, el rápido desclasamiento de los empleados de cuello blanco, el creciente antagonismo entre estos y los obreros industriales, la animadversión contra los judíos, la decidida pujanza del nacionalsocialismo, todo ello en los contrastados ambientes de una ciudad de provincias y la gran urbe de Berlín, incluido el paso por la nueva industria del ocio de las masas. Sin embargo, como acostumbra a suceder con las obras exitosas, la novela adolece de una descompensación entre lo que sirve a la estricta crónica social -sin duda la primera intención del autor- y el tributo al populismo pequeñoburgués. Pesa más el plato de este último, por lo que el tiempo invertido en la descripción de la primera etapa de la vida del joven matrimonio ocupa un espacio que no se corresponde con el objetivo crítico y obliga por consiguiente, hacia el final, a un desmoronamiento demasiado abrupto. Dividida en cuatro partes –Los despreocupados (Preludio), Una ciudad pequeña (Primera parte), Berlín (Segunda parte) y La vida sigue (Epílogo)- la obra parece responder a la estructura de una pieza teatral clásica, con sus respectivos momentos de planteamiento, nudo y desenlace, una impresión que se mantiene también estilísticamente en todo el recorrido de la novela, donde predominan los diálogos directos y la voz narradora se limita casi siempre a lo absolutamente indispensable y asemeja una acotación teatral. El interés por granjearse la simpatía del lector medio produce algunos momentos rayanos en el kitsch: “Y la consoló y la tranquilizó, y enjugó sus lágrimas, y empezaron a besarse despacio mientras oscurecía y caía la noche...”, así como un final feliz absolutamente inesperado e incoherente con el dramático epílogo que, consiguientemente, debería abocar a la tragedia: “Y de repente el frío se desvanece, una ola verde, de infinita suavidad, la levanta y a él con ella. Se deslizan hacia arriba, las estrellas titilan muy cerca.
-¡Puedes mirarme a mí! –susurra ella-. ¡Siempre! ¡Siempre! Estás conmigo, estamos juntos...”
Anna Rossell
(Publicado en: Quimera. Revista de Literatura, núm. 310 (septiembre 2009), p. 71)
1 de septiembre de 2009
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