No es fácil trasladar una historia del cine a la literatura o viceversa. Cada
mundo tiene su lenguaje, y lo que se concibe para uno exige una adecuada
traducción, como hiciera Luchino Visconti en su insuperable Muerte en Venecia, según la novela
homónima de Thomas Mann. Por otro lado, no todo es traducible, especialmente si
predominan en la historia esencialmente técnicas de uno u otro universo. Éste
es el caso de Metrópolis, película de
Fritz Lang, estrenada en 1926 y novela de Thea von Harbou, de igual título,
publicada ese mismo año. Von Harbou, autora también del guión cinematográfico,
escribió su novela paralelamente al guión, y ello le pasa factura en detrimento
de la calidad literaria.
Thea von Harbou (Tauperlitz/Baviera, 1888-Berlín, 1954), que abandonó su
carrera teatral para dedicarse definitivamente a la escritura, ha pasado a la
historia de la creación alemana sobre todo como guionista -junto a Leni
Riefenstahl se la considera con razón una de las mujeres más importantes de la
historia del cine alemán-. Pero quien trabajara con éxito para los más
destacados directores del cine de los años de entreguerras (Joe May, Friedrich
W. Murnau, Theodor Dreyer, Arthur von Gerlach, Fritz Lang) y fuera popular
novelista en su época –fue afamada escritora de literatura trivial en tiempos
de la República de Weimar-, no pasa por la criba de la crítica literaria con la
misma suficiencia.
La novela, que narra exactamente la misma historia que la película, carece
de sustancia, de ritmo y de verdadero interés temático. Se trata en definitiva
de una esquemática historia de amor bastante infantil, enmarcada en una
sociedad industrial de visionario futurismo, donde las máquinas se han impuesto
en un mundo dirigido por una élite de humanos tiránicos sin corazón –los
cerebros- sobre la masa gris del proletariado –los esclavos de las máquinas y
de los cerebros-. Al final se impondrá, sin explicación plausible, la ingenua
filosofía de los buenos –la pareja de enamorados-: la idea de que el mediador
entre el cerebro y el trabajo manual debe ser el corazón. Con el mismo efecto
de un Deus ex machina, el bien acaba venciendo sobre el mal y el malo se vuelve
bueno por sorpresa y de repente. Desde luego lo que impresionó de la película
no pudo ser la historia, sino la fuerza devastadora y profética con que Lang-Von
Harbou supieron dar vida, con técnicas cinematográficas innovadoras, a un mundo
en ciernes donde la creciente industrialización y la tiranía alienadora de la
máquina sobre la masa gris del proletariado amenazaba con un cataclismo
universal desde una estética expresionista.
Si algo loable tiene la novela es precisamente que no está escrita para
ser literatura sino en función y al servicio de la imagen. Von Harbou escribe
como si ella misma dirigiera una película, su pluma es una cámara que ve con
exactitud –es sorprendente la plasticidad con que logra transmitir la
perspectiva y los juegos de luces y sombras- y sabe con implacable seguridad
qué debe hacer para conseguir los efectos que se propone. Lo genial de la
novela son las escenas, verdaderos cuadros expresionistas de una grandiosidad y
fuerza simbólica impresionante, espeluznante a veces, remarcable el dominio de
la técnica de la manipulación de las emociones a través de la imagen, cercana a
la estética nacionalsocialista. A Thea von Harbou, que se afilió al partido en
1940 (algunas fuentes dan como año de afiliación 1932) se le ha reprochado
trivialidad y el ensalzamiento de la raza en sus guiones cinematográficos; ello
se echa de ver también en la novela, cuyos diálogos se acercan en ocasiones a
la banalidad del edulcorado melodrama, con fórmulas manidas y recurrentes.
Terminada la guerra, Thea von Harbou fue sometida a la desnazificación, pero a
partir de 1948 siguió trabajando para la industria cinematográfica alemana. La
novela hubiera encajado mucho mejor en el lenguaje del cómic. Un genio en la
descripción de escenas grandiosas. Pero no sólo de escenas grandiosas vive la
buena literatura.