CHAD, CUADERNO DE BITÁCORA (5).
ANOTACIONES DE UNA VOLUNTARIA EN CHAD,
Anónimo
Domingo 11 de octubre
Hoy ha sido un día largo. Nos hemos levantado de noche para empezar a caminar apenas amaneciera. Es increíble la velocidad a la que sale el sol y lo poco que tarda en trabajar a pleno rendimiento. Han sido 15 kilómetros que nos han brindado un montón de emociones y la satisfacción que da el ejercicio físico después de varias semanas de poca actividad. Aquí el esfuerzo físico sin un objetivo concreto no se concibe. Nuestros breves paseos los domingos suscitan una curiosidad infinita. Y la respuesta “sólo paseamos” cuando sistemáticamente nos preguntan adónde vamos, hace que nuestros compañeros de camino se mueran de risa. Ellas se dirigen al mercado cargando en su cabeza la mercancía que van a vender allí o vuelven a casa transportando lo que han adquirido. Ellos generalmente van en bicicleta. Sin duda alguna los africanos tienen un físico adaptado a la dureza del medio en el que viven. Nuestros intentos por seguir su ritmo sin los bártulos que las mujeres acarrean con toda la gracia, se traducen en un andar esforzado, desprovisto de su elegancia, y la necesidad de parar con frecuencia para reponer el agua que transpiramos de manera copiosa.
La excusa de la caminata era ir a visitar la escuela de Mamion, también gestionada por la ATCP. Las clases empiezan mañana pero ya hemos encontrado en la escuela bastantes alumnos y profesores. Tanto unos como otros viven allí durante el curso.
Nos hemos acercado a la concesión de uno de los profesores, al que Aurelie conocía. Antes de llegar a la puerta, su mujer ya había sacado unas sillas y una mesita para acomodarnos. Este proceso se repite cuando llegas de visita a una casa sin avisar, que es casi siempre. Tu llegada desencadena una serie de movimientos que sólo después terminas de comprender. Un niño ha salido de la concesión en bicicleta y la mujer también ha desaparecido. Allí estábamos nosotros sentados en nuestras sillitas, observando las idas y venidas de unos y el trabajo en el procesamiento del cacahuete de los otros niños de la casa. Al poco rato ha llegado el profesor, Samuel, un chico de unos treinta años, que estaba trabajando en el campo y que había sido alertado de nuestra presencia por el niño de la bici. Se ha sentado a la mesa con nosotros después de lavarse manos, cara y pies de forma minuciosa. En ese momento ha reaparecido su mujer con una olla de patata dulce con salsa picante de cacahuete. Haciendo gala una vez más de esa hospitalidad que tanto estamos disfrutando, ha insistido en que nos quedásemos para comer con ellos el pollo que ha comprado en nuestra presencia a un vendedor que pasaba por allí. Me ha llamado la atención el precio, casi 2 euros y medio. Con la esperanza de esquivar el calor del sol del mediodía, hemos declinado la invitación. La vuelta ha sido prácticamente en procesión con las mujeres que iban al mercado de Goundi. Estos días hay una actividad frenética con la recogida del cacahuete.
ANOTACIONES DE UNA VOLUNTARIA EN CHAD,
Anónimo
Domingo 11 de octubre
Hoy ha sido un día largo. Nos hemos levantado de noche para empezar a caminar apenas amaneciera. Es increíble la velocidad a la que sale el sol y lo poco que tarda en trabajar a pleno rendimiento. Han sido 15 kilómetros que nos han brindado un montón de emociones y la satisfacción que da el ejercicio físico después de varias semanas de poca actividad. Aquí el esfuerzo físico sin un objetivo concreto no se concibe. Nuestros breves paseos los domingos suscitan una curiosidad infinita. Y la respuesta “sólo paseamos” cuando sistemáticamente nos preguntan adónde vamos, hace que nuestros compañeros de camino se mueran de risa. Ellas se dirigen al mercado cargando en su cabeza la mercancía que van a vender allí o vuelven a casa transportando lo que han adquirido. Ellos generalmente van en bicicleta. Sin duda alguna los africanos tienen un físico adaptado a la dureza del medio en el que viven. Nuestros intentos por seguir su ritmo sin los bártulos que las mujeres acarrean con toda la gracia, se traducen en un andar esforzado, desprovisto de su elegancia, y la necesidad de parar con frecuencia para reponer el agua que transpiramos de manera copiosa.
La excusa de la caminata era ir a visitar la escuela de Mamion, también gestionada por la ATCP. Las clases empiezan mañana pero ya hemos encontrado en la escuela bastantes alumnos y profesores. Tanto unos como otros viven allí durante el curso.
Nos hemos acercado a la concesión de uno de los profesores, al que Aurelie conocía. Antes de llegar a la puerta, su mujer ya había sacado unas sillas y una mesita para acomodarnos. Este proceso se repite cuando llegas de visita a una casa sin avisar, que es casi siempre. Tu llegada desencadena una serie de movimientos que sólo después terminas de comprender. Un niño ha salido de la concesión en bicicleta y la mujer también ha desaparecido. Allí estábamos nosotros sentados en nuestras sillitas, observando las idas y venidas de unos y el trabajo en el procesamiento del cacahuete de los otros niños de la casa. Al poco rato ha llegado el profesor, Samuel, un chico de unos treinta años, que estaba trabajando en el campo y que había sido alertado de nuestra presencia por el niño de la bici. Se ha sentado a la mesa con nosotros después de lavarse manos, cara y pies de forma minuciosa. En ese momento ha reaparecido su mujer con una olla de patata dulce con salsa picante de cacahuete. Haciendo gala una vez más de esa hospitalidad que tanto estamos disfrutando, ha insistido en que nos quedásemos para comer con ellos el pollo que ha comprado en nuestra presencia a un vendedor que pasaba por allí. Me ha llamado la atención el precio, casi 2 euros y medio. Con la esperanza de esquivar el calor del sol del mediodía, hemos declinado la invitación. La vuelta ha sido prácticamente en procesión con las mujeres que iban al mercado de Goundi. Estos días hay una actividad frenética con la recogida del cacahuete.
La estación de lluvias está dando sus últimos coletazos, las tormentas se espacian en el tiempo y caen con una violencia que presagia su fin. Ahora mismo el ruido de la lluvia golpeando sobre el techo de mi habitación es ensordecedor.
Hace unas semanas asumimos la guardia del hospital por primera vez. Toda una experiencia que no hizo sino aumentar la admiración por los que llevan años aquí trabajando a este ritmo. Durante una semana fuimos responsables de todos los pacientes hospitalizados, de las urgencias que llegaron al hospital y de nuestra consulta ambulatoria. Nos estrenamos con una semana especialmente dura, o al menos eso nos pareció a nosotros. En las dos horas que duraba el pase de visita, había que evaluar el estado y tomar decisiones sobre más de 100 pacientes, muchos de ellos graves. Los niños malnutridos siguen siendo una presencia dolorosa en el día a día y me producen un sentimiento profundo de fracaso de la humanidad.
Este contexto obliga a trabajar de una manera particular, que requiere concentración para tener muy claro qué hay que mirar, dónde se puede hacer algo y dónde ya no hay nada que hacer. Científicamente resulta apasionante; a diario vemos cuadros que parecían existir solamente en los tratados de medicina. Echo de menos, eso sí, llegar al corazón de las personas, comprender sus contextos y las implicaciones que tiene para ellas el proceso de enfermar. Poco que ver con mi consulta de médico de familia, caracterizada por la longitudinalidad de las relaciones con los pacientes, por un gran contenido psicosocial y por la alta proporción de personas sanas. Sólo la gestión de la incertidumbre, en la que con frecuencia lo importante es solucionar problemas y no poner etiquetas diagnósticas, recuerda un poco a mi trabajo en Barcelona.
(La autora es médica cooperante en Chad desde julio de 2009)
Hace unas semanas asumimos la guardia del hospital por primera vez. Toda una experiencia que no hizo sino aumentar la admiración por los que llevan años aquí trabajando a este ritmo. Durante una semana fuimos responsables de todos los pacientes hospitalizados, de las urgencias que llegaron al hospital y de nuestra consulta ambulatoria. Nos estrenamos con una semana especialmente dura, o al menos eso nos pareció a nosotros. En las dos horas que duraba el pase de visita, había que evaluar el estado y tomar decisiones sobre más de 100 pacientes, muchos de ellos graves. Los niños malnutridos siguen siendo una presencia dolorosa en el día a día y me producen un sentimiento profundo de fracaso de la humanidad.
Este contexto obliga a trabajar de una manera particular, que requiere concentración para tener muy claro qué hay que mirar, dónde se puede hacer algo y dónde ya no hay nada que hacer. Científicamente resulta apasionante; a diario vemos cuadros que parecían existir solamente en los tratados de medicina. Echo de menos, eso sí, llegar al corazón de las personas, comprender sus contextos y las implicaciones que tiene para ellas el proceso de enfermar. Poco que ver con mi consulta de médico de familia, caracterizada por la longitudinalidad de las relaciones con los pacientes, por un gran contenido psicosocial y por la alta proporción de personas sanas. Sólo la gestión de la incertidumbre, en la que con frecuencia lo importante es solucionar problemas y no poner etiquetas diagnósticas, recuerda un poco a mi trabajo en Barcelona.
(La autora es médica cooperante en Chad desde julio de 2009)