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LITERATURA NEGROAFRICANA CONTEMPORÁNEA (1)
por Anna Rossell
¿Es lícito hablar de literatura negroafricana, como si de una sola literatura se tratara? En los últimos años se oyen voces que, para corregir lo que consideran un tópico extendido, fruto del desconocimiento, hablan de Áfricas y de literaturas africanas, reivindicando así la variedad de culturas y matices que caracterizan una tierra de treinta millones de quilómetros cuadrados.
También en el ámbito literario se ha propuesto una clasificación por países o en función de la lengua de expresión (2). Pero lo que es adecuado para unos no tiene por qué serlo para otros. En el tema que nos ocupa, tal diferenciación –en términos de fronteras políticas o lingüísticas- haría un flaco favor a la genealogía de esta literatura, pues desvirtuaría sus comunes orígenes y su evolución, y se perdería el estudio de sus nexos. Nada une tanto como la aniquilación sistemática de la propia cultura -máxime cuando ha durado siglos-, el ninguneo de los valores propios, el desprecio al color de la piel y el sometimiento. Y todo ello ha vapuleado a África subsahariana y ha conferido a su gente una conciencia común, que refleja profundamente la historia de su literatura moderna, la que se ha desarrollado después de las independencias. Porque la colonización y la esclavitud, el desprecio de sí mismo y la asimilación, o la rebeldía contra todo ello han vertebrado la historia literaria negroafricana más allá de las fronteras nacionales actuales y precoloniales, de las comunidades lingüísticas autóctonas o metropolitanas postcoloniales. En este sentido conviene hablar de literatura negroafricana y caribeña, pues ambas se fraguaron en el mismo crisol, y por la misma razón se establecen conexiones entre la literatura subsahariana postcolonial y la negroamericana.
Esta opinión, que sostienen prestigiosos especialistas (3), viene corroborada por el hecho de que los impulsores de lo que podríamos llamar el acto fundacional de la literatura moderna negroafricana -el movimiento de la negritud- fueron significativamente un senegalés –Léopold Sédar Senghor-, un martiniqués –Aimé Césaire- y un guayanés –Léon Damas-, y porque en los dos grandes congresos que consolidaron esta literatura –el de París, en 1956 y el de Roma, en 1959- participaron autores subsaharianos y caribeños, que se entendían a sí mismos como partes de un todo, y el hecho de que, en el segundo, confluyera la diáspora africana anglófona, francófona y lusófona de tres generaciones y de tres continentes.
Pero este cruel bagaje histórico común, que no acaba con las independencias sino que, como brazo largo de la colonización, sigue dando sus nefastos frutos hasta hoy y permite hablar de literatura negroafricana y caribeña en su conjunto, no ha sido ni es impermeable a la riquísima variedad cultural autóctona, ni a la genialidad en que cristaliza la hibridación a la que abocó la esclavitud. Ello ha tenido consecuencias en lo temático –que a veces recurre al mito y a lo etnológico para reivindicar lo autóctono-, en lo estilístico –con frecuentes ecos de la literatura oral y de una genuina musicalidad en lo poético- y en lo lingüístico –pues a menudo reinventa el lenguaje para expresar conceptos inexistentes en las lenguas metropolitanas-. A esto hay que añadir la literatura en las lenguas autóctonas -aún menos conocida en occidente que las escritas en las lenguas metropolitanas-, que va ganando terreno y tiene el impagable valor añadido de dejar constancia escrita de lenguas poco documentadas.
Así, siguiendo las inflexiones político-sociales del continente africano, podemos articular el nacimiento y la evolución de la literatura negroafricana moderna a partir del hecho que la provoca y sus consecuencias: la colonización, la reivindicación de los valores autóctonos, las independencias y las expectativas ligadas a ellas, la denuncia de los abusos de poder con el principio del desencanto tras las independencias, el pesimismo, la angustia y la desorientación. No ha de extrañarnos que, entre los años treinta –cuando arranca el movimiento de la negritud- y los sesenta –con el principio de las independencias-, la literatura negroafricana fuera de la mano con el compromiso político.
Y es en París, en torno a los estudiantes africanos, donde se fragua la rebeldía anticolonial, que rechaza los valores impuestos por el colonizador y evidencia la alienación del africano. Allí se conocen Damas, Césaire y Senghor y se publican las obras poéticas que sientan las bases de la negritud: Pigments (1937) (4), Retorno al país natal (Cahier d'un retour au pays natal, 1939) y los dos poemarios del último Cantos de sombra (Chantes d’ombre, publicado en 1945, escrito en 1936) y Hostias negras (Hosties noires, 1948, escrito en 1945) respectivamente. También en París se produce el encuentro con los autores negroamericanos del Harlem Renaissance, que propiciaron la conciencia de la negritud -Banjo, de Claude Mackay, se tradujo al francés en 1928 y autores como Langston Hughes, Countee Cullen, Jean Toomer y Sterling Brown aportaron no sólo temas sino además un estilo y una musicalidad que les devolvía a sus ancestros comunes-.
Los años eran propicios al nacimiento de una literatura de calidad, pues Europa misma descubría entonces el fracaso de los valores de occidente y los jóvenes intelectuales europeos cerraban filas en torno a las vanguardias del surrealismo y del existencialismo. Los movimientos europeos contestatarios de la época ofrecían a aquellos africanos una plataforma ideal para canalizar sus reivindicaciones. De este sustancioso y subversivo caldo de cultivo bebió la negritud, que tomó como maestros a Marx, Freud, Rimbaud y Breton, y vio en el surrealismo –que a su vez admiraba el arte negro tradicional y rompía con el lenguaje racional tan asociado a occidente- una herramienta idónea para recuperar el inconsciente colectivo autóctono africano y su verdadera identidad. Damas y Senghor conquistan nuevos ritmos para la poesía. Senghor, tan atento a la sonoridad - a menudo indica en sus poemas el instrumento musical para el que están concebidos-, usa con frecuencia la aliteración-, sus imágenes, que entiende como ideogramas, son de inusitada fuerza expresiva. Césaire, por su parte, innova el lenguaje poético con sus desconcertantes asociaciones, sus neologismos, su sintaxis iconoclasta y la mirada crítica hacia su país, que destruía significativamente la mentira idílica y exótica difundida por el colonizador blanco. Los tres crearon un lenguaje poético difícil de superar en décadas. La Anthologie de la nouvelle poésie nègre et malgache de langue française de Senghor, recogía una buena selección de esta primera generación de poetas provenientes de distintas regiones francófonas de la vasta geografía africana: Léon Damas, Gilbert Gratiant, Étienne Léro, Aimé Césaire, Guy Tirolien, Paul Niger, Léon Laleau, Jacques Roumain, Jean-François Brierre, René Belance, Birago Diop, Jean Joseph Rabearivelo, Jacques Rabemananjara y Flavien Ranaivo. Con ellos se inicia una literatura francófona que corta definitivamente su cordón umbilical con la francesa y que influirá en autores africanos más allá de la francofonía.
Una de las consecuencias inmediatas de la negritud, que se dio a conocer internacionalmente a partir de 1948 gracias al prólogo de Jean-Paul Sartre a la Anthologie de Senghor, fue la recuperación del patrimonio de la literatura oral y del folklore, que alcanzan entonces merecido reconocimiento y son fuente de inspiración de la nueva literatura y del teatro. Meritoria es en este contexto la lucidez de Aimé Césaire, que, lejos de ignorar la historia colonial por abominar de ella, hace desde Martinica (en la revista Tropiques, que fundó) un llamamiento realista al reconocimiento del mestizaje y no reniega de los valores positivos que Europa hubiera podido legar a los pueblos colonizados. Surge así en torno a los años cincuenta y hasta principios de los sesenta una primera generación de prosistas –novelistas, cuentistas y ensayistas- encabezada por pioneros haitianos, muy ligada temáticamente a la colonización y en muchos casos significativamente autobiográfica: Jacques Roumain, Gouverneurs de la rosée, novela que marcó a toda una generación; Jacques Stephen Alexis, Compère General Soleil; Marie Chauvet, La danse sur le volcan, una de las pocas novelas haitianas sobre el período revolucionario, o los martiniqueses Joseph Zobel, Diab’là, La rue Cases-Nègres; Raphaël Tardon, Starkenfirst; Mayotte Capécia, Je suis martiniquaise o Léonard Sainville, Dominique, esclave nègre -las dos últimas son autobiografías noveladas- o Édouard Glissant, El lagarto, (La Lézarde), premio Renaudot en 1958.
En estos mismos años en el continente africano la recuperación de la literatura oral –el cuento- dio recopiladores y adaptadores de renombre como el senegalés Birago Diop, Cuentos del Sahel (Les contes d’Amadou Koumba), los congoleses Lomami-Tchibamba, Ngando le crocodile y Jean Milonga, La légende de Mfoumou Ma Mazono o el marfileño Bernard Dadié, Le pagne noir.
El despegue de la novela –tanto de expresión francesa como inglesa- comenzó a finales de los años cuarenta y arrancó definitivamente a mediados de la década de los cincuenta: la originalísima, en inglés pidgin, deudora de la tradición oral del nigeriano Amos Tutuola, El bebedor de vino de palma; Mine boy, un retrato del apartheid y A wreath for Udomo, del sudafricano Peter Abrahams, que alcanzó fama mundial; Climbié, del marfileño Bernard Dadié; El niño africano (L’Enfant noir), del guineano Camara Laye; Ville cruelle, del camerunés Mongo Beti; Nini. La Mulâtresse du Sénégal, del senegalés Abdoulaye Sadji; Afrique, nous t’ignorons, del camerunés Benjamin Matip o la de su compatriota Ferdinand Oyono, Le vieux nègre et la médaille; Le docker noir, de Ousmane Sembène; Todo se desmorona (Things Fall Apart, 1958), del nigeriano Chinua Achebe, testimonio amargo de las nefastas consecuencias de la influencia occidental sobre las culturas autóctonas, o Kocoumbo l’étudiant noir, del marfileño Aké Loba. Todas ellas, de estilo realista, son verdaderas crónicas. Es notoria en estos años la influencia del novelista norteamericano Richard N. Wright, cuyas novelas Chico negro (Black Boy) e Hijo nativo (Native Son) se convirtieron en clásicos para los autores africanos.
El segundo congreso de escritores negros, celebrado en Roma en 1959, reafirmaba la existencia de una civilización negroafricana nacida de la dolorosa experiencia común de la colonización y la esclavitud y se sentía aún la necesidad de liberarse de la estética occidental y de recuperar o crear la propia. Pero va ganando adeptos la idea de Albert Franklin y Cheikh Anta Diop, que en los años cincuenta ya fueron excepciones que se distanciaron de la negritud (5). Ahora son los anglófonos - Ezekiel Mphahlele (6) entre otros, quienes critican aquel movimiento, y les siguen Frantz Fanon, Tati Loutard, René Ménil y Henry Lopes. Wole Soyinka –primer Premio Nobel africano de literatura en 1986- resume más tarde esta crítica en la repetida cita “El tigre no proclama su tigritud, salta sobre su presa y se la come” (7). La negritud era un lastre que encorsetaba la creatividad e imponía un canon temático y estilístico –afectó también a la crítica, que de modo sistemático juzgaba el valor de los textos por su fidelidad a la negritud y anteponía criterios socio-políticos a la calidad literaria-. Novelas brillantes, como las del maliense Yambo Ouologuem, Le devoir de violence, que desenmascaraba al político africano como ambicioso y cínico arribista y mereció el premio Renaudot; la del guayanés Bertène Juminer, La revanche de Bozambo, que invertía la historia de la colonización y establecía un paralelismo entre todas las razas humanas en su maldad y ansia de poder, o la de Malick Fall, La plaie. Eran novelas que se adelantaban a su tiempo en la temática y el posicionamiento de sus autores. Escritas sin atenerse a la corrección política del momento, hubieran tenido una acogida muy distinta de haberse publicado más tarde.
Con el principio de las independencias, en la década de los sesenta, llegó también a la literatura la euforia y el optimismo. Las temáticas abordan los conflictos, pero quieren inducir a la reflexión, buscan una salida posible. Nace la novela social que da cabida a los problemas acuciantes: la tensión entre tradición y modernidad o entre vida rural y urbana despliega un amplio repertorio de argumentos -relaciones entre padres e hijos, entre chicos y chicas, problemas de costumbres, de creencias religiosas, de herencia, de matrimonio, de poligamia, de esterilidad…-, temas que seguirán vivos durante treinta años: Cheikh Hamidou Kane, La aventura ambigua (L'aventure ambiguë), confronta la sabiduría africana con el desarrollo técnico europeo; Olympe Bhêly-Quénum, Le chant du lac; Rémy Médou Mvomo, Afrika Baa; Seydou Badian, Sous l’orage; Henri Lopes, Tribaliques; Francis Bebey, Embarras et compagnie; Le fils d’Agatha Moudio; Guillaume Oyono, Les chroniques de Mvoutessi; Cheikh Ndao, Buur Tileden y Sembène Ousmane, Le mandat, que abordan la problemática del contacto cultural; Williams Sassine, Saint monsieur Baly; Aké Loba, Les fils de Kouretcha, que describe los efectos de la industrialización frente a los tabúes milenarios de la sociedad marfileña; Olympe Bhêly-Quénum, Le chant du lac, que presenta el conflicto entre dioses y prosperidad; Massa Makan Diabaté, Le lieutenant de Kouta, Le revenant; Aminata Sow Fall, L’appel des arènes; Mariama Bâ, Mi carta más larga (Une si longue lettre); Seydou Badian, Le sang des masques; Pierre Bambote, Princesse Mandapu, Angèle Rawiri, Elonga; Monique Ilboudo, Mal de peau; Abdoulaye Kane, La maison au figuier, entre otros muchos.
Mención especial merecería el teatro, que por razones de espacio no abordaré aquí. Aludiré sólo al hecho de que Aimé Césaire, con La Tragédie du Roi Christophe, abre camino al teatro histórico-político, que en esta década proliferará y que reconstruye la historia reciente o tiende a idealizar a los héroes del pasado precolonial, aunque ya utiliza el simbolismo para larvar una incipiente crítica del poder contemporáneo, que se hará más descarnada en los años posteriores, con el inicio del desencanto (8).
En estos mismos años sigue fructificando la recopilación de cuentos, sobre todo en Camerún. En Malí el carismático Hampâté Bâ publica Silamaka du Macina y la poesía vive aún a la sombra de los grandes maestros de la negritud, si bien da algunos autores de altura, como el antillano Gérard Chenet, Poèmes de Toubab Dialaw, de quien no se ha publicado nada en español.
La superación de la negritud –desvelada como utopía-, ya consolidada a principios de los setenta, incentivó en la producción literaria las temáticas y una palestra insospechada de registros genéricos y estilísticos –caricaturesco, sarcástico, dramático, tragicómico, panfletario, simbólico, onírico…-. A esto hay que añadir la vía iniciada por el marfileño Ahmadou Kourouma con Los soles de las independencias (Soleil des indépendances, 1968), que por primera vez, con la introducción de modismos y sintaxis malinké, rompía con el purismo del francés académico y abría el camino a la innovación de la lengua francesa que empezaba a africanizarse, ejemplo que siguieron también autores anglófonos. Las expectativas puestas en las independencias no se habían cumplido y el comportamiento de la clase política y de la incipiente burguesía era campo abonado para la denuncia. Prolifera entre los años setenta y mediados de los ochenta la sátira política, que cristaliza sobre todo en la novela, el relato y el teatro. En la novela abrieron la brecha los guineanos Camara Laye, Dramouss; Alioum Fantouré, Le cercle des Tropiques, que aborda sin ambages la dependencia de la metrópoli y los crímenes contra la humanidad como práctica común de los nuevos gobiernos; Williams Sassine, Wirriyamu (1976), crónica fabulada del brutal exterminio de un pueblo y de su gente por los militares o Le jeune homme de sable, que con un brillante y original estilo en que se mezclan registros: sueño, alucinación y monólogo interior –se considera una de las mejores novelas de la literatura africana-, glosa la rebeldía del joven protagonista, representante de una generación, contra la ambición de una minoría privilegiada que institucionaliza la violencia y la injusticia. En esta misma línea, que muestra el abismo entre los gobiernos cada vez más totalitarios y el pueblo impotente, están Emmanuel Dongala, Un fusil dans la main un poème dans la poche; Valentin Y. Mudimbe, Entre les eaux, sobre la guerra civil en el Congo, o Le bel immonde, que aborda con sarcasmo las inquietantes costumbres en vigor de la minoría poderosa; Mongo Beti, Main basse sur le Cameroun y Remember Ruben; Guy Menga, Kotowali, una historia sobre la guerra de liberación; Henri Lopes, Reír y llorar (Le Pleurer-Rire), todo un fresco de la clase política, o Bernard Nanga, Les chauve-souris. Sigue cultivándose en estos años la novela de costumbres, que pone de relieve la tensión entre el mundo tradicional y la modernización –relaciones de jerarquía, la humillación de la mujer por la poligamia o los matrimonios forzados-.
Pero es a mediados de la década de los ochenta cuando la narrativa africana rompe abiertamente con la ortodoxia. Se sigue cultivando la novela social clásica de dimensión política –el caboverdiano Germano Almeida, O Meu Poeta, una magistral sátira social, o Moses Isegawa, Crónicas abisinias (Abyssinian Chronicles), que a través de una saga familiar retrata la historia de la Uganda postcolonial-. Pero muchos autores experimentan con formas nuevas: los angoleños Ondjaki, O Assobiador –que cultiva una bella prosa poética y la arquitectura de los cortos cinematográficos- o José Eduardo Agualusa, El vendedor de pasados (O Vendedor de Passados) –, sátira que reflexiona sobre los equívocos de la memoria desde la perspectiva de un camaleón-. Y surge una nueva tendencia: los textos abandonan la cronología lineal, el realismo, y exploran caminos auténticamente novedosos. El estilo literario deviene caótico en consonancia con el mundo que plasma, a la deriva. La mirada, antes crítica y analítica hacia la evolución del continente, se convierte en un grito en el vacío. En el teatro, en la novela y el relato gana terreno el afropesimismo, las historias reflejan el desmoronamiento apocalíptico, y el absurdo deja entrever la influencia de los grandes autores latinoamericanos (Fuentes, Cortázar, Carpentier, Sábato, Asturias o García Márquez y el realismo mágico). Fructifica lo que algunos llaman novela barroca o carnavalesca en textos de gran calidad. Como los tiempos que retratan, las historias carecen de héroe, son angustiosas, a menudo ininteligibles, recrean atmósferas irrespirables y plasman una realidad sórdida. El mundo se desmorona, y el individuo con él. Los escritores ya no ostentan el papel de faro en lo moral, no hay norte. Destacan en esta línea autores anglófonos nigerianos como Wole Soyinka, La estación del caos (Season of Anomie) y Ben Okri, El camino hambriento (The Famished Road); Ken Saro-Wiwa, Sozaboy, que echa mano de la lengua popular pidgin, o el keniata Ngũgĩ wa Thiong'o, Un grano de trigo (Wizard of the Crow). El somalí Nurredine Farah –propuesto al Premio Nobel-, pionero con Sardines en abordar la ablación femenina, recoge en Un latí aigre-doux, con infinito talento, las graves consecuencias sociales de la dictadura; o el congolés Sony Labor Tansi, quien predijo en su cruento universo literario los crímenes de los totalitarismos mucho antes de los genocidios de Ruanda o del Congo; los lusófonos mozambiqueños Luis Bernardo Honwana, Nosotros matamos al perro tiñoso (Nós Matámos o Cão-Tinhoso); el prestigioso Mia Couto, El último vuelo del Flamenco (O Último Voo do Flamingo), un ejercicio de crítica política en un innovador estilo surrealista que altera la sintaxis, inventa neologismos e injerta tradición oral en formas literarias modernas; el angoleño Pepetela, Yaka o Tierno Monénembo, Pelourinho. Entre los francófonos: Kossi Efoui, La Polka (La Polka); Véronique Tadjo, Le royaume aveugle; Tanella Boni, Une vie de crabe; Régine Yaou, Ahui Anka; Maurice Bandaman, Une femme pour une médaille o Amadou Koné, Les coupeurs de tête.
Una inflexión temática especial la constituyen los autores sudafricanos por el hecho diferencial del apartheid –otra vez la historia-, que sufrió su país y que marca temáticamente su literatura. Destacan Breyton Breytenbach, Alan Paton, Bessie Head, Ivan Vladislavic, de una lista interminable que ha dado dos Premios Nobel, Nadine Gordimer y John Maxwell Coetzee.
Mención especial merece la escritura de autoras, que, en tanto que muy crítica con los aspectos culturales que han subyugado a la mujer, sigue ofreciendo una puerta abierta a la esperanza y constituye una plataforma de liberación. La ghanesa Ama Ata Aidoo había abierto en 1970 la brecha que da fruto en los ochenta. En once relatos -No Sweetness Here- pasa revista a temas tabú: se rebela contra el “destino biológico” de las mujeres y denuncia la violación conyugal. Una larga lista de escritoras toma la palabra para poner en solfa las leyes patriarcales y culpan al hombre de la alienación femenina: Calixthe Beyala, Tu t’appeleras Tanga; Fatou Keita, Rebelle; La keniata Grace Ogot, The Strange Bride, que recurre al folklore tradicional y al simbolismo del mito; Angèle Rawiri, Fureurs et cris de femme; Myriam Warner-Vieyra, Femmes échouées o Juletane; Buchi Emecheta, Las delicias de la maternidad (The Joys of Motherhood) o la nigerina Fatouma Hamani, Les fleurs confisquées y un larguísimo etcétera: Delphine Zanga, Régine Yaou, Anne Marie Adiaffi, Aminata Maïga Ka, Hélène Kaziendé, Monique Ilboudo, Philomène Bassek, Evelyne Mpoundi Ngollé, Tanella Boni o Arlette Chemain, entre tantas otras de obra remarcable (9).
Todos ellos son sólo una ínfima muestra de una literatura cuya recepción entre los editores occidentales –menos aún entre los de lengua española- no se corresponde en nada con su genialidad.
Referencias bibliográficas:
Historias de la literatura negroafricana, catálogos de obras y bibliografía:
Smithe, Jonathan P., African Literature. Overview and Bibliography, Nova, New York, 2002.
Lindfors, Bernth, Black african literature in English 1987-1991, Hans Zell, Oxford, 2003.
Coussy, Denise y otros (eds.), Anthologie critique de la littérature africaine anglophone, UGE, París, 1983.
Kesteloot, Lilyan, Historia de la literatura negroafricana. Una visión panorámica desde la francofonía, El Cobre, Barcelona, 2009.
Díaz Narbona, Inmaculada, Literaturas del África Subsahariana y del Océano Índico, Universidad de Cádiz Servicio de Publicaciones, Cádiz, 2007.
Kom, Ambroise, Dictionnaire des oeuvres littéraires négro-africaines de langue française, des origines à 1978, ACCT-Naaman, París-Sherbrooke, 1979.
Translit, Diccionario de literatura del África subsahariana, Virus, Barcelona, 2001.
2 Cf. Ricard, Alain, Littératures d’Afrique noire, Karthala, París, 1995.
3 Cf. Kesteloot, L., op. cit., p. 437 y ss. También Huannou, A., La question des littératures nacionales, Ceda, Abiyán, 1989.
4 En adelante, si existe, constará el título de la traducción española y entre paréntesis el título original. Cuando no exista traducción al español constará el título en la lengua original.
5 Franklin, Albert, “La négritude, réalité ou mystification?”, en Présence Africaine, 1952. Diop, Cheikh Anta, “Introduction”, en Nations nègres et culture, Présence Africaine, París, 1955.
6 Mphahlele, Ezekiel, en su ensayo The African Image, Faber and Faber, London, 1962.
7 Soyinka, Wole, Myths, literature and the African World, University Press, Cambridge, 1976.
8 Una visión panorámica sobre el teatro africano francófono la ofrece Scherer, Jacques., Le théatre en Afrique francophone, París, PUF, 1992. También Zimmer, W., Catalogue des pièces de théatre africain en langue française, Presses de la Sorbonne Nouvelle, París, 1995. V. también Cornevin, Robert, Le théâtre en Afrique noire et à Madagascar, Le Livre africain, París, 1970.
9 Sobre la literatura negroafricana de autoras véase Díaz Narbona, Inmaculada; Aragón Varo, Asunción, (Eds.), Otras mujeres, otras literaturas, Zanzíbar, Madrid, 2005.
Anna Rossell
Publicado en: Bocadesapo. Revista de Arte, Literatura y Pensamiento. Segunda Época, año XI, Nº 8 (diciembre 2010), pp. 64-71: http://www.bocadesapo.com.ar/index2.html
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