Para Elisabet J. B., un capítulo de mi última novela, Mondomwouwé (Barcelona, 2011), inspirada en Togo (Àfrica occidental), a modo de bienvenida a esta tertulia literaria:
SÉVERIN Y THÉRÈSE
“¿Oyes lo que te digo?”, repitió Séverin a su mujer con voz airada. No se te ocurra insinuar ni una vez más que soy un manirroto y voy tirando el dinero por ahí. Además, sabes bien que me lo gano, ¿quién consiguió el trabajo de vigilante nocturno, eh? Thérèse seguía aparentemente impasible, enjuagando y estrujando la ropa que aún quedaba en la jofaina. Con los ojos fijos en el agua y el torso desnudo, desmayado sobre la palangana jabonosa, removía y estrujaba, calmosa pero con brío, cada una de las piezas que iba amontonando sobre la piedra justo al lado del recipiente. Hubiera dado cualquier cosa por no tener que seguir escuchando aquella voz odiosa que le martilleaba los oídos desde hacía demasiados años. Nunca había encajado con indiferencia los ex abruptos de su marido. Se le tensaban los músculos de todo el cuerpo y se le electrizaba el vello cuando él se le acercaba. No soportaba su olor ni sus ademanes, ni la mirada lasciva que le dedicaba cada vez que el cuerpo le pedía sexo y la forzaba. Entretanto él tenía que saber que había sido ella quien, tres años antes, había recurrido a los misioneros para suplicarles un empleo para su marido. Entonces Thérèse tenía la esperanza de que al menos una ocupación le impidiera gastar en los bares de alterne el poco dinero que ella ganaba para que los más pequeños pudieran ir a la escuela. Aquel hombre era un pozo sin fondo, nunca tenía bastante. Los padres le habían conseguido trabajo y vivienda, pero él había visto en aquel privilegiado techo la oportunidad de una fuente adicional de ingresos, decidió alquilarlo y obligó a la familia a quedarse en su miserable chabola, ampliada con retazos de plástico duro y recubrimiento de uralita. Y ahora le venía con el cuento de que se presentaba la ocasión, por segunda vez en poco tiempo, de deparar a uno de sus hijos una vida digna y llena de comodidades en España -así lo planteaba él-, si conseguía convencer a aquellos blancos que se habían presentado por sorpresa en la comunidad de que adoptaran a uno. No era difícil, decía. Al menos eso era lo que pensaba la gente. Ahora entre los europeos se cotizaban alto los chavales de otras razas. Aquel hombre no se arredraba ante nada con tal de disponer de más dinero para él. Thérèse se incorporó lentamente con la ropa escurrida en la jofaina. “¿Oyes lo que te digo?”, alcanzó a escuchar una vez más antes de desaparecer por detrás de una de las pocas paredes de cemento.
Nos levantamos a las siete y media. Tenemos la intención de visitar las instalaciones donde los amigos del Centro tienen los talleres de formación profesional. Después iremos a comprar al supermercado y, de camino, llamaremos a casa.
Los chicos están trabajando desde las 7.00 h. Aquí pueden aprender las profesiones de carpintería, albañilería, y soldadura y forja del hierro. Para mujeres también hay talleres, pero éstos están en el Centro de Formación Femenina y la administración es independiente de la suya.
En las enormes naves donde los alumnos hacen prácticas hay una actividad febril. Es digno de admiración con el calor tan desconsiderado que hace. Me viene a la mente que en Alemania se suspenden las clases en las escuelas cuando, en las estribaciones del verano, unas temperaturas muy alejadas de éstas empiezan a hacer difícil la concentración en las tareas escolares. Hitzefrei lo llaman, “libre por motivo del calor”.
Vamos en busca de Vicent para informarle de que pasaremos por el supermercado. Quizá necesite algo que nosotros podamos traerle. Delante del taller de forja del hierro un joven nos da conversación y nos explica que él se acaba de diplomar y que está muy contento; ahora es el encargado de uno de los módulos donde se alojan los alumnos. Nos dice que antes de que llegaran los padres salesianos los jóvenes de Kara no tenían futuro. Ahora, en cambio, aprenden un oficio y después encuentran trabajo. A él le han cambiado la vida, dice.
Nos acercamos hasta donde trabajan los aprendices de carpintero. Allí está Vicent, hablando con dos monjas: Carmen (española de Burgos) y Consuelo (de un pueblo de Togo). Ellas se dedican a la enseñanza. Son marianistas. Tienen a su cargo una escuela mixta –unos trescientos alumnos- y un internado femenino. Carmen lleva cuarenta años en Kara; ella y otra compañera con la que fundó la escuela. Estamos de suerte. Nos llevan en su coche hasta el supermercado. Esto nos ahorra el sudor de un camino de tres cuartos de hora. El supermercado queda muy lejos. La vuelta será dura.
El súper está al lado de la pizzería donde cenamos ayer y pertenece al mismo propietario. Aquí en Kara es la única tienda montada según el modelo de un supermercado europeo. Pero las diferencias son más obvias que las coincidencias. El local es muy pequeño y las estanterías muestran una gama de productos a buen seguro más que suficientes, pero de muy poca variación para nuestras costumbres de lujo. Casi toda la mercancía es importada. En el mostrador frigorífico tienen congelados, embutidos y carne fresca. Todo ello en cantidades muy limitadas; aquí los clientes son escasos en cualquier tienda, y más aún en una tienda como ésta. En el mostrador refrigerado hay una bandeja con cuatro o cinco costillas de cerdo. Se ven frescas, pero la pieza de carne de buey resulta muy desagradable a mis privilegiados ojos.
En la caja una empleada ha cogido nuestras bolsas y nos ha acompañado hasta la calle. Nos miraba esperando un gesto nuestro que le indicara dónde teníamos aparcado el coche. Le hemos dicho que íbamos andando. Aquí esto sorprende, no se lo esperan de gente como nosotros. Para hacer más llevadero el calvario del camino hemos comprado una botella grande de agua mineral muy fría. Hemos llegado calados de sudor.
El almuerzo en casa es a las 12.30 h. La mesa ya está puesta. Como no es día festivo, cocina Malik, el cocinero de la comunidad. Libra sólo los festivos. Hoy tenemos ensalada verde con tomate, cebolla, aguacate y huevo duro. De segundo estofado de lentejas. Malik también nos trae a la mesa el arroz sobrante del domingo, el que habíamos cocinado nosotros con verduras. De postre, macedonia de frutas; buenísima.
Malik no come con nosotros. Él sirve la mesa, friega los platos y, cuando termina su trabajo, se marcha a casa.
Lo de hacer de marqueses hasta este punto a Álex y a mí no nos va; nos sentimos incómodos. No es nuestro estilo. ¿Quizá pudiéramos colaborar, ayudarles en algo? Juan Diego promete encontrarnos ocupación y se le encienden los ojos con una chispa diabólica cuando de repente se le ocurre que podríamos trasladar hasta la casa los sacos de cemento que necesitan para unas reformas y preparar la mezcla para los albañiles. Todos se divierten un motón a nuestra costa. Yo no entiendo por qué. ¿Acaso pensaban que no íbamos a poder hacerlo? De momento Álex ya ha acordado con Vicent que harán prácticas con el Access y yo me he ofrecido para dar clases de español.
Álex se ha ido al despacho de Vicent a eso de las 15.00 h. Deben de haber pegado la hebra porque son las 17.25 h. y todavía no ha vuelto. La clase de español que me he comprometido a darles a Marcel y a Clarisse tenía que haber empezado a las 17.00 h., pero Marcel no se ha presentado. Es muy raro, parecía realmente interesado... .
Oigo que alguien llama tímidamente a nuestra puerta. Es Marcel. Viene muy sudado. De la frente le cae a raudales el sudor por toda la cara y respira con agitación.
Después de la clase Álex me cuenta que Vicent le había encargado no sé qué cosa en el último momento y que el chaval, después de liquidar aquel encargo, había salido a toda prisa. Más tarde le digo de broma a Vicent que me desquitaré, que alargaré mi clase de español con Marcel cuando él lo esté esperando a la hora de la catequesis. Se queda tan ancho y responde tranquilamente: “Bueno, él se lo perderá”. Este Vicent tiene guasa.
Cenamos juntos. Malik ha preparado ensalada de pasta con trozos de una especie de salchicha de Frankfurt –dice que es de pollo-. Bebemos agua y vino peleón de tetrabrik, que los amigos trasladan a una botella de cristal, “así parece más refinado”, dicen riendo. El vino es de marca Don García, que se ve por todas partes. Fresquito entra de maravilla. De postres, fruta variada. Rafael se dispone a comerse un mango de los silvestres, de los que no están injertados. Tienen mucha fibra y son más incómodos de comer, pero él afirma, rotundamente, que son más gustosos. Cuando lo dice ya se prepara mentalmente, porque a todas luces se le hace la boca agua. Pone la directa, se disculpa de antemano y sin más preámbulos anuncia lo que ocurrirá a continuación de modo inevitable: se comerá un mango “como los cerditos” y se pondrá perdido. Los ojos le bailan sólo con imaginarse el enorme placer al que se entregará de un momento a otro. Con el cuchillo hace una pequeña incisión en un extremo, se lleva el fruto a la boca y sorbe con cara de delirio. Me recuerda las descripciones gastronómicas del detective Carvalho, el de las novelas policíacas de Manolo Vázquez Montalbán. Rafael sostiene una lucha feroz con los largos hilos del mango para apurarlos hasta el final; van saliendo continuamente de la pulpa, de color amarillo intenso. Termina la operación levantando las manos, que ahora tiene empapadas y con los dedos pringados de la masa amarilla. Parece querer decir: “No tengo la culpa de nada”. Se levanta volando de la mesa y se va al lavabo a adecentarse. Álex y yo, que le hemos ido imitando en todo el proceso, esperamos nuestro turno con las manos en alto. Juan Diego ha sido más civilizado; él se ha zampado medio mango de los otros –de los que no obligan a protagonizar ningún espectáculo- y Vicent ha hecho un pequeño homenaje a la macedonia del mediodía. Hay quien toma café; Vicent su infusión de hierbas. Para él es un ritual sagrado, que no perdona.
Después de cenar –a las 20.30 h.- tienen por costumbre encontrarse fuera con los internos para la última oración del día, antes de acostarse. Salimos. Los jóvenes esperan sentados en unas gradas circulares que hay justo al lado de la casa de los amigos. Es Juan Diego quien cierra hoy la plegaria con la habitual reflexión del día. Lo hace de un modo muy sencillo, muy sentido y auténtico: la oración no se limita al conocido ritual, sino que hace referencia a los acontecimientos de la vida cotidiana de la comunidad. La reunión concluye con oraciones y cánticos.
Antes de acostarse Rafael saca unas sillas y se sienta un rato al “fresco” (es un decir), delante de la puerta, y charla con los niños de las barriadas vecinas, que siempre andan dando tumbos por allí. Nos invita a acompañarlo y lo hacemos. La expectación que despierta nuestra extraña presencia atrae a muchos de los internos, que buscan el momento oportuno para hablar con nosotros. Despertamos su curiosidad y estimulamos su imaginario. Saben que venimos del país de sus sueños. Pero los mayores –con excepción de Marcel- no tardan mucho en retirarse a los correspondientes pabellones y nos quedamos con dos chavalillos de unos nueve o diez años, que literalmente hacen vida en el jardín del Centro. Como ellos, otros chicos de similar edad andan siempre por el jardín. Normalmente no se les ve jugar ni relacionarse entre ellos. Se tumban o están sentados en los bancos de piedra que hay en el porche de la casa de la misión, solitarios, inactivos. No son niños abandonados, su familia vive en la barriada vecina y van a la escuela. Pero pasan las horas muertas esperando que se deje caer por la casa alguno de los cuatro misioneros o sus visitas. Entonces saludan, se levantan de un brinco para acompañarles dos o tres pasos y, cuando ellos desaparecen tras la puerta, vuelven a donde estaban. Cuando entramos al recinto al regresar de nuestros paseos por la carretera, siempre aparece alguno de repente a nuestro lado sin que podamos ni intuir de dónde ha salido: “Bon jour, Bon soir. Bonne arrivée, ma sœur ». No dicen nada más. Simplemente nos acompañan, caminan junto a nosotros, mudos, hasta donde vayamos –un breve camino de dos o tres minutos-. “Au revoire”. Para ellos esta casa y todo lo que se relaciona con esta casa es el punto de referencia más importante. En algunos casos debe de ser prácticamente el único. No se separan de los religiosos. Respirar el mismo aire que ellos respiran es vital. En el despacho de Vicent siempre hay alguno de estos chicos. Se conforman con estar sentados cerca de él y mirar como trabaja. Vicent les sirve de faro y de vez en cuando les da algún pequeño encargo, una responsabilidad. Uno de los chiquillos se ha especializado en abrir y cerrar con llave la puerta del taller donde Vicent tiene su despacho. Aparte del propio Vicent, sólo él lo consigue. Se trata de una complicada operación. Parece que estos niños contaran los minutos que les faltan hasta cumplir la edad necesaria para acceder a la formación profesional. Teóricamente no los admiten hasta los diecisiete o dieciocho años, pero hacen algunas excepciones considerando las circunstancias familiares.
Los chavales están de guasa con Rafael y pasamos un buen rato. Son muy inocentes y dulces. Fuera reina la oscuridad más absoluta.
*
© Anna Rossell
(capítulo de la novela Mondomwouwé, Barcelona 2011.
Si os interesa adquirirla la encontraréis en la librería Altaïr -de Barcelona o de Madrid y en la librería Primado de Valencia-).