Mapa de costas
Marcelo Díaz García
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por Anna Rossell
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Nada que se diga sobre un texto literario sustituye el propio texto literario, nada de lo que se diga sobre un autor suple el conocimiento directo del autor. Si ésta es una afirmación válida en general, lo es mucho más en el caso de escritores cuya trayectoria se marca como objetivo depurar el lenguaje poético destilándolo gota a gota -poemario a poemario- hasta llegar al núcleo, a lo esencial del verbo, devenido entonces metáfora potente. El autor habrá tejido así un tupido entramado de símbolos que, despojados de la palabra y la sintaxis superfluas, condensan lo significativo de forma centrípeta y conforman un mundo que, si bien se nutre de referentes universales, el poeta sabe moldear y hacer suyo para expresar su propio universo en la clave más íntima y personal. Corresponde entonces a cada lector adentrarse en la trama metafórica de esta poesía para establecer subjetivamente en cada momento el significado que corresponde a cada imagen, un significado que cambia, se renueva y hasta se transforma con cada nuevo contexto hasta llegar incluso a subvertirse.
Creo que el epíteto que mejor caracteriza el estilo poético de Marcelo Díaz es el de críptico, etimología que remite a lo oculto, a lo oscuro, a lo encubierto que habrá de descubrir el lector por sí mismo, estableciendo el sentido a partir de la observación de las recurrencias metafóricas, descifrándolo en sus distintos contextos y echando mano de su personal bagaje asociativo cultural y emocional. Porque el lenguaje poético que despliega Marcelo Díaz reclama el aprendizaje de su código. Marcelo Díaz no es un poeta al que podamos conocer leyendo de él unos poemas aislados; para conocerlo deberemos leer su poemario completo. Sus claves pueblan la obra entera con ademán absoluto, conforman un todo, un poemario suyo es el documento que encierra en sí mismo el código secreto para acceder a él. Como sucede con otros grandes poetas, ya consagrados, como Gottfried Benn o Paul Celan, el significado de su verbo no está fuera, se crea a partir de la inusitada circunstancia de la lengua del poemario, que se hace así de nuevo.
Definir la poesía de Marcelo Díaz y acercarla a los lectores con palabras cotidianas sólo puede quedar en un intento. Las palabras se transforman con su pluma en otra cosa, exigen al lector trabajo duro. Sin embargo el título de su último poemario, Mapa de costas, es diáfano y directo. Mapa de costas no lleva a equívoco, sugiere claramente la intención del autor -viajero navegante sin perder de vista tierra firme-, que en su periplo vital explora el litoral para diseñar el plano que sirva de orientación a si mismo y a otros. Esta gran metáfora es la que subyace en todo el poemario. Así, cada poema es el dibujo de un accidente avistado en la distancia, la circunstancia que acompaña y condiciona al viajero, que anota en su bitácora las incidencias y vicisitudes del viaje, registradas con la exactitud y la profundidad del alma de un poeta explorador de la geografía de la vida y de la condición humana.
A partir de este supuesto, Marcelo Díaz crea un lenguaje poético-metafórico envolvente, que se mueve en este campo semántico de modo recurrente. Pero el poeta no nos lo pone fácil; la recurrencia y sus variaciones no equivalen a sinónimo; cada reiteración convoca en su contexto un significado nuevo o renovado, y al lector corresponde desentrañar su sentido en cada caso. Marcelo Díaz desarrolla un estilo léxicamente reduccionista que es inversamente proporcional a la riqueza metafórica que despliega por la fecundidad y frondosidad de su polisemia, aprovechando incluso la ambigüedad sintáctica.
Así sus claves simbólicas se mueven con insistencia por el campo semántico de la frontera y sus variaciones: linde, orilla, costa, horizonte, la utopía, el beso, el dintel, vínculo, ahí, al otro lado, en aquel lado...; o bien sugieren el contraste claro-oscuro: noche, sombra, días, luz... y otros campos semánticos asociativos colindantes: miedo, misterio, secreto, niebla, bruma, lo encubierto, el deseo, la muerte, el viaje; o remiten al elemento que ya anuncia el título, al agua: mar, río, manantial, lluvia, savia, vida, tiempo o a los eternos acompañantes del viajero en el mar, eterno Ulises: cielo, estrellas, nubes, aire, viento, el Sol, la Luna, los dioses. Y aun otras más difícilmente agrupables en un conjunto: la videncia, el dolor, andamio, ángulo, vértice, arruga, manos, pozo, palabra, alfabeto, deseo, labio, flor, adelfa, colores (magenta, cobalto, añil...), espejo, sueño, el Hombre...
Y es el Hombre, con inicial mayúscula, el terreno que explora el poeta -el Hombre y su circunstancia-. El poeta indaga cuál es su naturaleza y cómo se percibe a si mismo: una vida más que transcurre y pasa, que cumple el ciclo vital imparable de la creación: Este líquido rumor indetenible / es el censo de los ojos que lo miran y lo vieron. / Ni presagia el mar. / Es agua este río / que llama a la vida alzando las casas y los árboles, / [...]. / Boga en ruta irregresable su cuerpo, / sin pétalo barca que lo vuelva al chorro de su fuente. / Pero el ciclo de la nube, / [...], / aguarda el peso para volverse lluvia. / [...]. // [...]. / Pero habito el agua y la bebo y soy agua. // Quizás siempre es así en los ovillos de los ciclos. (poema 23).
Una idea de cumplimiento de la historia que remite al destino inexorable, ajeno a la voluntad del ser humano: No sé la hora de las cosas que se cumplen. / [...] // En la flor de la duda, / de los gestos curtidos sen los días de la luz y la derrota, / leo episodios del hombre vivo y navegante, / respeto su huella, si tiene la voz cegada, / y retengo mi puño, / abro firme el hueco de caricias / sin atreverme a más. // No sé más de las horas que se cumplen. (45).
En esta misma línea del ciclo que se cumple, la voz poética se pregunta por la huella que deja el ser humano a su paso: Es estéril tu semen sobre la tierra ovario. / Ciclos trazados en laberinto irretornable / la previenen de tu mano / y los suicidios que acaecen en tus ojos, / o en ese vientre que alimenta a destajo la sangre. (44)
O se pregunta por el sentido de la vida humana: [...] / ¡Para qué el horizonte! / Ayer, el día no llegado, / quitarán su dibujo / porque otras caderas nebulosas / han desarraigado la distancia de la higuera hasta las nubes. / Entonces... / ¿qué hago, incluso al caminar a la utopía? // Y no quiero evocar porque estaría muerto. / Y la muerte, al fin, / ¿qué tendrá de estrella comida por las algas? / o / ¿qué tendré yo de la luz que escapó de ese banquete? (21).
El gesto filosófico de la poesía de Marcelo Díaz deviene teológico cuando el poeta se erige en cronista de la creación invirtiendo el discurso tradicional al uso: el Hombre aparece como demiurgo que crea a sus dioses, y aflora la dimensión psicológica, la necesidad humana de la existencia divina: En el principio de los días, / el hombre creó a los dioses plurales, / los nombró con sus miedos, / y sublimó sus oscas [sic] cobardías. / Precoces y ávidos guisanderos freudianos / cocinaban una mitología asequible / hasta que a dios lo hicieron uno, / [...]. (39) Y sigue en el mismo poema denunciando a quienes, en nombre de Dios y de la religión, traicionan la sagrada y necesaria religiosidad que habita como semilla en el ser humano: El polvo alumbró una teología enferma / [...]. / Ceremonia y oro conduciendo a la miseria / para ese pastoreo a los sumisos. / Una secta de célibes pronuncia La Escritura / con el dedo alzado de infundir miedo, / vaciando el hueco religioso sin respeto. // [...]. // (39). Y acaba por poner la bondad humana en su lugar, más allá de ritos eclesiales ortodoxos: Fuera del círculo del báculo y la tiara / los buenos brillan en sus ojos, / sus manos dan pan sin comprar el cielo, / sienten en su pecho aquel libro guardado / y en silencio pronuncian con su mano lo escrito. (39).
Pero Díaz no renuncia a la utopía, si la criatura humana adolece de trascendencia, si el ser humano ha creado a sus dioses, si su destino está trazado de algún modo, en su poesía laten valores que se contraponen, que redimen al humano y lo subliman. Así a la voz poética se opone a menudo un malhechor “ellos”, destructor y agresivo, claramente diferenciado del “yo” hablante, un “ellos” de los que la voz poética se distancia por rechazo: Ellos querían obligar a una estrella / y decorar con brillo su café humeante. / A este techo corto que pueden rozar los ojos / llegaban sus manos doradas y altivas. / Sin remedio de dioses ni de cielos, / trazaron la escala hasta una punta / y la poblaron de cuerpos, / cuerpos con hambre. / […] / Y la poblaron de vidas, / vidas mutiladas. / […]. / Y la estrella se diluyó en el agua / sin sabor a nada, inútil millonésima. / Sólo el brillo irritado y sanguíneo de los ojos / seguía matando los pétalos lucientes / que guardaban los gérmenes del beso. / […]. // Otra punta sin brillo atravesó sus manos / y no encontró ni el alma. […]. (38).
O en este otro, donde el ellos acecha de nuevo y amenaza: Cruzaban el campo atrochando por donde había color. / El vicio cobarde de la muerte indebida / afilaba las sicas [sic] de sus ojos / y ya parecían guadañas, / la sombra avanzando su vértigo, avaricia, / traición a la recta ortodoxa de la caña. // ¿Dónde habitan sus gérmenes de cieno y noche? // ¡Pero qué herida a todas horas / ese paseo que se calza el crimen / en el nombre de dios, / y del oro, / y del espíritu mentira! (40).
Sin embargo la voz poética no se rinde, no sucumbe a las fuerzas del maligno; el crimen se comete en el nombre de dios y del oro, y del espíritu de la mentira, pero el color se opone al vicio cobarde, a la muerte indebida, a la sombra avanzando su vértigo, la avaricia es traición a la recta ortodoxia; la luz se contrapone a la sombra, a los gérmenes, al cieno y a la noche, pero late en el ser humano, también, el germen constructivo y vence, pues a continuación exhorta: Pero ved, hagamos. / No se derrumba el mar, / no desflorece la tierra acampada y fértil, / no se tuerce la mirada creciente en la luz, / ni el brazo sosteniendo el sistema de los versos. (40).
El yo poético alerta sobre la amenaza que se cierne sobre los hombres buenos por las maquinaciones de los que astutamente urden con nocturnidad el mal, que lleva el signo de la ambición y del dinero: Mi corazón de hierba tiene siempre un rocío de albor. […]. // Pero la astucia es noctámbula / y siempre abre una lámpara para robar la noche. / El viaje de los justos lleva a una paz. / En el descanso de esos buenos, / astutos con ojos de moneda, / secta de posesos de certeza única, / crimen permanente, / […], / con la palabra perversa, / bajo tulipas de dioses que inventaron, / urden el robo de las vidas, / vida pan, / vida agua, / vida voz, / vida entera. // Mi corazón de hierba se escarcha al vislumbrar la noche. (37).
Marcelo Díaz reivindica la poesía y la palabra como herramienta vital, existencial: Tengo la palabra para medir mis ojos, / [...], / luz, cauce, herramienta, cavidad de mares, [sic la coma] / pequeños para poner el infinito adentro [...]. / Palabra para anunciar dolor del que ve mi tacto oscuro, / palabra para anunciar la luz de la que ve mi tacto abierto. // Mientras ande y esté viva mi sangre, / la palabra es un síntoma veraz entre existencias. (12)
Díaz no es un poeta fácil. Acercarse a su poesía es un reto, un desafío del que se regresa agotado, como agota la vida cuando gesta y germina, cuando crea lo verdaderamente nuevo; su estilo rezuma innovación léxica, sintáctica, morfológica y semántica, gusta de la paradoja y de la combinación inusitada de palabras. Así Ayer es el día no llegado, las algas comieron una vez estrellas (21); o cuando al describir un plano de curvo itinerario se refiere a Las avenidas rectilíneas (8); al contrario de lo que es habitual, el poeta habla de vencer el sueño o de una Cuneta que engulló el camino, (22), y no al revés; habla de un ejército pequeño que esconde las flores (20), de vena sin sangre, de caras expectantes [...] callando su palabra (15), de lindes que deslimitan (16), de flores incorruptas, solamente efímeras (2), de poetas videntes, vestidos sin ropa; de ángulos [...] pequeños para poner el infinito dentro (12); o nos sorprende con la paradójica magnífica sentencia: La mentira es una verdad terrible (30). Al poeta le gusta deconstruir para crear de nuevo, como gusta del uso del prefijo des-: cuando habla de desacertar la luz (26) o dice Desvísteme de algo de lo que tiene la muerte. [...], despojado hasta un débil deseo (30), cartera para un desarchivo de proyectos (15), lindes que deslimitan mi anchura (16), Qué deshabita el trecho ante tus ojos (11), porque otras caderas nebulosas / han desarraigado la distancia de la higuera hasta las nubes (21), desacertar la luz (26), y gusta de la composición léxica de cuño propio, como cuando habla del xilófago vivo (10), del pétalo barca (23), de la ventana cobijo (41), escritas aún por separado, para dar un paso más en el proceso creativo de la palabra y hacer de dos palabras una, al referirse al gesto sedazúcar (8), al cuerpo [...] que ha de vivir su trozotierra (16), o cuando echa mano de la transferencia sensorial: [...] Las albas sucesivas calibran el ángulo del verso / para acertar los ojos que lo escuchen, [...] (25), Este líquido rumor [...] / es el censo de los ojos que lo miran y lo vieron [...] (23).
Mapa de costas, es el último y reciente poemario de un poeta cuya andadura empezó allá en los años ochenta con Forja de mar -Poemas de la posesión terrena- (1982), Gozne devenido -Poemas de la posesión debida- (1988) y Ágora (1992), ha seguido con Continente de auroras (1996), Amarinte –narrativa- (1997), Lindario (1999), A tiempo (2005) –libro conjunto de poesía y escultura- y Viaje sin memoria (2008) –por el que obtuvo el Premio Ciudad de Alcalá-.
Marcelo Díaz es escultor, además de gran creador con la palabra.
Anna Rossell
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